Enrique Colmena

La URSS en fuga: primera etapa talibán

Tras marcharse los soviéticos de Afganistán en 1992, el país se adentra en una guerra civil sin cuartel por el poder, que se resolverá cuatro años después con la victoria de los talibanes, a los que les llegaban dinero y armas tanto de Estados Unidos como de Arabia Saudí. Todo fue llegar al poder e instaurar un bárbaro emirato islámico, en el que la ley suprema es la Sharia, el Corán aplicado al pie de la letra, nada de metáforas, que estos ulemas hideputas no saben de sutilezas: si el Libro Sagrado dice que a un ladrón hay que cortarle la mano, pues se le corta; si dice que a una mujer adúltera hay que lapidarla, pues ya estamos tardando para coger piedras... y así sucesivamente. Con ese pensamiento (suponiendo que estos burros tengan alguno...), lo que se instaura es un régimen de terror en el que los súbditos dejan de gozar de casi todos sus derechos, pero que, en el caso de las súbditas, dejan, literalmente, de existir para otra cosa que no sea procrear afganitos para venir al mundo a reproducir las mismas conductas represivas de sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Esta etapa se prolongará desde 1996 hasta 2001, cuando una USA traumatizada por el 11-S toma “manu militari” el país, estableciendo, junto a sus aliados occidentales, un protectorado “de facto”.

Pues esos cinco años que van desde 1996 a 2001, esos terribles cinco años de dominio talibán, el cine lo reflejará de diversas maneras, como veremos a continuación.

De la que, por razón de la cronología que se relata, debemos hablar primero, sería Flee (2022), un reciente film danés de Jonas Poher Rassmussen que nos cuenta la verídica historia de un refugiado afgano que debió huir con su familia tras la salida de los rusos del país, por dos razones: una, más genérica, el hecho de haber sido su familia colaboradora de los ocupantes; y dos, y más importante e individual, por su orientación sexual, al ser gay en un país en el que tal tendencia, ni siquiera antes de los talibanes, era precisamente bienvenida, no digamos ya cuando llegaron los majaras con turbante al poder. Los horribles sufrimientos que aquel sucesivamente niño, adolescente, joven, hombre adulto, sufrió, antes de conseguir llegar a Escandinavia y poder desarrollar allí una vida normal, al lado del hombre al que amaba, sin tener que preocuparse de que el gobierno lo lapide o ahorque por ello, es la sustancia argumental, dramática, de este sensible film, rodado en su mayor parte con animación en dos dimensiones, con algunos añadidos de imágenes documentales, una película doliente que nos habla de la imposibilidad de mantener el vínculo con la tierra que te vio nacer cuando ésta, o sus gobernantes, te desprecian y desean tu muerte simplemente por ser como eres y desear comportarte como tal.

Una historia no demasiado lejana (aunque sin su connotación sexual) es la que da pie a la película Cometas en el cielo (2007), basada en el best seller homónimo, que sería llevada al cine por Estados Unidos, en concreto por Marc Forster, una historia con dos tiempos cronológicos, el primero que relata la amistad entre el protagonista niño y otro chico de su edad, y el segundo en el que, ya en la primera etapa talibán, el que fuera niño y emigró a Estados Unidos con su familia, tendrá que volver al suyo de origen para ayudar a su viejo amigo de la infancia, que tiene serios problemas con las intransigentes autoridades.

Algo parecido, pero con una connotación aquí importante (el sexo de la protagonista) sucede con la película Kandahar (2001), dirigida por el iraní Mohsen Makhmalbaf, que narra la historia de una mujer afgana, emigrada años atrás a Canadá, desde donde viajará a la ciudad del título para buscar a su hermana que, según noticias que le han llegado, ha intentado suicidarse: si para un hombre afgano pero de costumbres occidentales volver a su país en la época talibán era horrible, ¿qué sería para una mujer de esas mismas características? Como curiosidad, el mensaje pro-liberal que conlleva el film, más o menos pro-mujeres, está hecho bajo pabellón iraní, que ya sabemos que, como el rígido régimen teocrático que es, no se puede decir que sea precisamente Suecia o Noruega en cuanto al respeto de los derechos femeninos. Claro que el director, Mohsen Makhmalbaf, sí pertenece a la combativa especie de cineastas persas (el difunto Kiarostami, pero también Farhadi y Panahi, entre otros...) que lucha “desde dentro” contra la represión de las mujeres que lleva a cabo el régimen de los ayatolás.

Uno de los temas recurrentes en el cine sobre el Afganistán talibán es, como se ha apuntado, el retroceso (por no decir la total anulación...) de las mujeres en el país; ese es precisamente el tema de Osama (2003), rodado afortunadamente bajo pabellón afgano por uno de los escasos cineastas de aquella tierra, Siddiq Barmak, no casualmente educado en una universidad rusa en la época de la ocupación soviética; la del supuesto Osama del título es una historia que, como veremos, se ha repetido más de una vez, la de una niña que, ante la ausencia de varones en el hogar, es pelada y ataviada por su familia a la manera de los niños para que se haga pasar por uno de ellos y así poder trabajar y llevar alimentos a casa, llamándola entonces, para que el engaño sea completo, con el viril nombre de Osama; claro que cuando tenga que ir a la escuela islámica con otros críos varones, habrá un problema... Ese es el tema de este (como casi todo lo que se ha hecho sobre el Afganistán de los últimos cuarenta años) doliente film, una historia de enajenación de identidad de género para sobrevivir donde ser mujer y no tener varón que te tutele te condena, literalmente, a muerte.

Ese mismo tema será tocado en El pan de la guerra (2017), film de animación de la cineasta Nora Twomey, rodado bajo pabellón irlandés, que imagina un escenario similar: una familia afgana formada por padre tullido de guerra (de la librada contra los soviéticos, en este caso), más esposa, dos hijas y un bebé varón; cuando el padre es detenido por la arbitrariedad talibán, la familia se queda sin sustento: solo la menor de las hermanas puede hacerse pasar por niño y, con ello, llevar comida a la casa... Hermosa, dolorosa, trágica, vimos aquella película curiosamente apenas un mes antes de que la analfabeta turba talibán retomara el poder, en agosto de 2020, tras la vergonzosa huida occidental: verla e imaginar que, de nuevo, ese infierno se cernía sobre las mujeres afganas no fue precisamente agradable, no...

La última de las películas que traemos a este período de la dolorosa Historia reciente de Afganistán vista por el cine sería Las golondrinas de Kabul (2017), film de animación (es curioso cómo este tipo de cine abunda cuando se toca el tema afgano...) francés, con dirección de dos mujeres, Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec, sobre la novela homónima de un escritor argelino que escribe con seudónimo femenino (que ya los tiene que tener cuadrados para semejante cosa en una sociedad islámica...), la historia de dos parejas, una joven y la otra más madura, ambas durante esa primera etapa de dominio talibán, y cómo sendas desgracias acaecidas a cada una de ellas harán que sus vidas, y sus destinos, se entrecrucen. Bellamente dibujada, dolorosamente sentida, la mera visión de esta película debería servir de antídoto para que estos fanáticos con serrín debajo del turbante se dieran cuenta del grado de imbecilidad al que han llegado (pero no caerá esa breva, por supuesto...).

Ilustración: Una imagen de Las golondrinas de Kabul (2017), película francesa dirigida por Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec.

Próximo capítulo: Dos años después de abandonarlos a su suerte: Afganistán en el cine. El protectorado occidental (y III)