Enrique Colmena

Decíamos en el primer capítulo de esta serie de artículos sobre el cine vasco moderno que el tema del llamado (por la parte “abertzale” de la sociedad euskalduna) “conflicto vasco” era, lógicamente, el tema preponderante en la cinematografía de Euskadi, con muy diversas ramificaciones. La que quizá haya ocupado más espacio, o al menos ha sido más visible, ha sido la que ha tocado, de diversas formas, el fenómeno del terrorismo perpetrado por Euskadi ta Askatasuna (literalmente, “País Vasco y Libertad”, en anagrama ETA), en sus distintas facciones, primero durante la dictadura franquista, datando su primera acción violenta en 1961 y su primer asesinato planificado en 1968, el del inspector Melitón Manzanas.

Como también comentábamos en ese primer capítulo, ese asesinato sería la espoleta de una espiral de acción-reacción entre el régimen franquista y la organización terrorista, con la declaración del estado de excepción. Llegaría en 1970 el juicio sumarísimo conocido como Proceso de Burgos, en el que el régimen juzgó a 16 miembros de ETA, condenándolos a muerte, pena conmutada después por la presión internacional. En 1973 sucede un hito capital en la historia de ETA, el asesinato del presidente del gobierno, Luis Carrero Blanco. Posteriormente, con la llegada de la democracia, la Constitución de 1978 y la ley de Amnistía con la que la nueva España buscaba hacer “tabula rasa” y empezar un proceso de reconciliación nacional, ETA se escindió en dos grupos, los “milis”, en ETA (m), y los “polis-milis”, en ETA (p-m). Los primeros apostaban por continuar la lucha militar para conseguir por esa vía la independencia del País Vasco, mientras que los segundos eran partidarios de dejar la llamada “lucha armada” para integrarse en el nuevo contexto democrático del estado español. Estos últimos, finalmente, crearon un partido “ad hoc”, Euskadiko Eskerra (EE), posteriormente fusionado con el Partido Socialista de Euskadi.

El terrorismo de ETA (m), ya entonces simplemente ETA, continuó durante las décadas de los ochenta y noventa, con alevosos asesinatos de militares, policías, empresarios, políticos, pero también de gente normal. Se hizo común el llamado impuesto revolucionario (extorsión de tintes mafiosos a empresarios para recaudar fondos para sus acciones) y  el secuestro de personas con fines económicos o políticos, o incluso por supuestos motivos ecológicos, como el del ingeniero José María Ryan, jefe de construcción de la central nuclear de Lemóniz, que sería asesinado. El punto de inflexión llega en 1997 con el secuestro y alevoso asesinato del concejal del Partido Popular Miguel Ángel Blanco, lo que constituiría un impactante revulsivo en la sociedad vasca, harta de la iniquidad de la banda. Tras la ilegalización de sus brazos políticos (Batasuna et alii), que cortó los flujos de dinero y los altavoces institucionales, el cansancio de los cuadros de la banda y, sobre todo, de los presos, y la asunción de que la llamada “lucha armada” no llegaría nunca a conseguir su supuesto objetivo de una Euskadi independiente, revolucionaria y comunista, ETA procedió, en varias etapas, ya en la década de los años diez de este siglo, a declarar treguas provisionales y después definitivas para, finalmente, proclamar su autodisolución en 2018.

Quedaban así atrás más de 800 asesinados, varias decenas de secuestrados, miles de extorsionados con el llamado “impuesto revolucionario”, una sociedad traumáticamente escindida en dos, el drama de la emigración de decenas de miles de personas por motivos políticos, y centenares de políticos, profesores e intelectuales no nacionalistas que tuvieron que vivir durante años con escoltas, entre otras muchas tragedias.

El cine vasco, como cabía esperar, se ha hecho eco profusamente del fenómeno del terrorismo etarra. No es este el lugar, de todas formas, para películas ajenas al cine de producción vasca que trataron este asunto, como pudiera ser Operación Ogro (1979), de Gillo Pontecorvo, sobre el magnicidio de Carrero Blanco pero sin producción euskalduna.


ETA en el cine vasco durante el siglo XX

La primera vez que el cine vasco trató el tema en formato largometraje de ficción, lo haría llevando a la gran pantalla uno de los hitos de la lucha etarra, la evasión que un grupo de presos realizó de una cárcel española, en el film La fuga de Segovia (1981), con dirección de Imanol Uribe y con algunos actores vascos (Xabier Elorriaga, Álex Angulo) y otros que no lo eran (Mario Pardo, José Pedro Carrión), en una película que, con buen criterio, apostó antes por el tono de thriller, de película de evasión carcelaria, que por el ideológico, consiguiendo una aceptable carrera comercial y siendo incluso premiada en el Festival de San Sebastián.

Algunos años tarde, con muchos menos medios económicos, producida en régimen de cooperativa, Los reporteros (1983), con dirección de Iñaki Aizpuru, presenta la historia de dos periodistas audiovisuales que cubren la actualidad del País Vasco en los primeros años ochenta, con varios de los jalones que marcaron esa época (asesinato del ingeniero Ryan, muerte en comisaría del etarra Joseba Arregi, golpe de estado del 23-F...), y cómo la distinta visión de esos y otros hechos los alejará personalmente de forma irremisible.

Además de las acciones ya comentadas (asesinato, extorsión, chantaje, secuestro...), ETA también se erigió en una purista organización que se dedicó durante bastante tiempo a matar a “camellos”, considerando que estos envenenaban a la juventud del país. Ese tema lo tocará la cineasta navarra Ana Díez en Ander y Yul (Ander eta Yul, 1989), thriller que enfrenta a dos antiguos amigos, los hombres del título, uno ex-preso por tráfico de drogas, el otro ahora militante de la banda armada, al que, como cabía esperar, le encomiendan acabar con su ex-amigo narcotraficante.

Imanol Uribe vuelve al universo ETA con el thriller Días contados (1994), sobre la novela homónima de Juan Madrid, que plantea una desesperanzada historia de amor entre el miembro de un comando (Carmelo Gómez) destinado en la capital de España para cometer un asesinato y una jovencísima prostituta (Ruth Gabriel), un film que se centra en un etarra desencantado con la lucha armada, la posibilidad de redención y de una vida nueva con el amor recién encontrado, pero también la fatalidad que, inexorable, lo conmina a cumplir su destino. La película constituyó una especie de puesta de largo del tema del terrorismo etarra en el cine español, consiguiendo el favor del público y de la crítica, así como una cascada de premios (Concha de Oro en San Sebastián y 8 Goyas, entre otros), confirmando que el terrorismo etarra como tema tenía muchas posibilidades al ser llevado a la gran pantalla.

Al filo del nuevo siglo, Imanol Uribe rueda Plenilunio (2000), versión al cine de la novela homónima de Antonio Muñoz Molina, un acercamiento a la figura de un policía (excelente Miguel Ángel Solá) que ha de encontrar en un ficticio pueblo andaluz (Mágina, trasunto de la natal Úbeda del escritor) a un asesino psicópata, mientras es perseguido por la banda etarra por su antiguo paso por el País Vasco; aunque tangencialmente (pues el tema central era la búsqueda del “psychokiller”), la sombra de ETA será aquí también esencial en el desenlace del film.

El proceso de seducción por parte de la banda con respecto a la juventud vasca aparecerá en El viaje de Arian (2000), dirigida por el catalán Eduard Bosch, lo que se nota en la numerosa nómina de actores y actrices de su tierra (Ingrid Rubio, Abel Folk, Silvia Munt, Laia Marull...) interpretando personajes euskaldunes, en un film que buscaba (re)presentar en pantalla cómo los ideales, también el amor y la fascinación por la utopía, pueden llevar a ingresar en organizaciones criminales, a años luz de las románticas ideas de paz y armonía que alentaban a los pupilos captados.


ETA en el siglo XXI: el principio del fin

En esa fecha, a principios del siglo XXI, el cerco de ETA a los políticos, intelectuales, periodistas y artistas vascos no proclives a sus ideas se había hecho insoportable. Es el tiempo en el que, tras varios asesinatos de concejales, los miembros de PSOE y PP del País Vasco tuvieron que vivir con escolta, lo que no impidió que algunos de ellos resultaran asesinados. Fue el caso de Fernando Buesa, parlamentario socialista que sufriría un atentado junto a su escolta, el ertzaintza Jorge Díaz, resultando ambos muertos. El notable documental Asesinato en febrero (2001), dirigido por Eterio Ortega Santillana y con producción del donostiarra Elías Querejeta, narra ese atentado, las consecuencias en las familias de los asesinados, pero también da la palabra a un integrante etarra que cuenta, con pasmosa impasibilidad, el funcionamiento de un “talde” o comando de la banda.

Julio Medem, que ya había tocado temas vascuences en sus películas de ficción, aborda el tema del llamado “conflicto vasco” en La pelota vasca: la piel contra la piedra (Euskal pilota: larrua harriaren kontra, 2003), un ambicioso documental que buscaba dar voz a todas las partes, desde el llamado “conglomerado ETA” (que englobaba no solo a la banda, sino también a sus terminales políticas – sucesivamente Herri Batasuna, Batasuna, Euskal Herria Bildu, Sortu...--, más las mediáticas – Egin, Gara...--, más las de lucha callejera, que operaban bajo el eslogan de “kale borroka”) hasta las víctimas del terrorismo, pasando por el antiterrorismo del GAL y los presos etarras en las cárceles españolas, además de hacer un repaso por la Historia de Euskadi y Navarra, donde hunde sus raíces el llamado “conflicto vasco”. El documental, tan exquisitamente rodado por Julio Medem como es habitual en el autor de Los amantes del Círculo Polar o Lucía y el sexo, se vio rodeado de una fuerte polémica, al denunciarse por los no nacionalistas que, si bien la mirada hacia ETA no era condescendiente, sí lo era sobre el nacionalismo abertzale.

Ya casi a finales de la década de los años cero del siglo XXI, en puertas de la primera tregua de ETA, Jaime Rosales rueda su particular aportación al tema en Tiro en la cabeza (2008), una aproximación costumbrista a un comando “legal” (en la jerga etarra, alguien no fichado por la Policía que actuaba clandestinamente para después volver a la normalidad), un comando que, en el tramo final del film, recreará un hecho real, el asesinato a sangre fría de dos guardias civiles desarmados en el País Vasco Francés por un etarra, en un film que combina la experimentación estilística con una media hora final de horror, sin un solo subrayado, dejando que la imagen hable por sí sola.

El pasado etarra, pero también la búsqueda de nuevos horizontes en los que luchar por los ideales (equivocados o no), es el tema de El cazador de dragones (Dragoi ehiztaria, 2012), una costeada producción rodada por Patxi Barko en San Sebastián pero también en Cuba, con un protagonista que fuera antiguo miembro de los “polis-milis”, embarcado después en las luchas revolucionarias hispanoamericanas, en una mirada no demasiado lejana a los postulados de la Teología de la Liberación. Por cierto que el film se vio envuelto en una acre polémica al desautorizar Barko el montaje definitivo, que atribuyó al productor Ángel Amigo, desligándose del producto final.

Ese mismo año el documental Ventanas al interior (Barrura begiratzeko leihoak, 2012), dirigido por cinco cineastas euskaldunes (Mireia Gabilondo, Enara Goikoetxea, Txaber Larreategi, Josu Martínez y Eneko Olasagasti), pone el foco en los presos etarras, a través de cinco historias con otros tantos internos prisioneros en cárceles por su pertenencia a ETA e intervención en acciones violentas. La película no pretende en principio ninguna reivindicación de los entrevistados, sino acercarse más al aspecto humano de cualquier persona privada de libertad, aunque seguramente de forma inevitable se cuelan posturas próximas al conglomerado ETA; en cualquier caso, resultó ser una interesante aportación al poliédrico asunto del llamado “conflicto vasco”.

La escisión en la sociedad vasca entre nacionalistas y no nacionalistas la explorarán los actores Aitor Merino (recordable, por ejemplo, por su intervención en Historias del Kronen) y Amaia Merino en su primer largometraje como directores, Asier y yo (Asier eta biok, 2012), relato documental en el que Aitor nos cuenta su relación con Asier Aranguren, ex preso de ETA, a su salida de la cárcel, habiendo sido ambos amigos íntimos en su infancia y juventud. Aitor se acercará con pudor a esta historia, en la que está emocionalmente implicado, intentando explicar(se) su relación con quien no comparte ideario ni mucho menos impasibilidad ante el posible asesinato del adversario.

Ese mismo asunto de la división en la comunidad vasca, y las secuelas del terrorismo, late en el drama Los huérfanos (Umezurtzak, 2013), dirigido por el bilbaíno Ernesto del Río, una historia de familia con ancestros asesinados por ETA y su relación con personas del entorno abertzale. El tema de las secuelas, físicas y psicológicas, de los tiempos del terrorismo etarra se convierte en este tiempo en uno de los asuntos recurrentes dentro de la temática relativa a ETA, como ocurre también con el drama Fuego (2014), dirigida por el guionista y ocasional director bilbaíno Luis Marías, con una estrella al frente, José Coronado, y con irisaciones de thriller de venganza.


ETA: pretérito imperfecto

La primera muestra de que, efectivamente, ETA era ya el pasado y no un ominoso presente tendría lugar a mediados de los años diez del siglo XXI, cuando sendas comedias tocan el tema del terrorismo, comedias que buscan antes la ironía que la carcajada, pero comedias al fin y al cabo. Así, al calor del exitazo comercial de Ocho apellidos vascos (2014), que glosaremos en el apartado relativo a comedia euskalduna, la cinematografía vascuence rueda Negociador (2014), con guion y dirección de Borja Cobeaga, el creador de la célebre tira cómica televisiva Vaya semanita de la ETB, una comedia en la que se pone en solfa, imaginándolas en clave humorística, las conversaciones de paz que entre 2006 y 2008 tuvieron lugar entre el gobierno español y la organización terrorista ETA. Dando un paso más, el propio Cobeaga, unos años más tarde, rueda para Netflix Fe de etarras (2017), sobre un “talde” etarra que prepara un atentado, pero donde veremos que los miembros del comando son más torpes que el inspector Clouseau y el inspector Gadget juntos, con un jefe de la banda que resulta ser nada menos que de Chinchilla, Albacete (ya se sabe que los vascos nacen donde les sale de los cojones...), y una acción que se desarrolla, vaya por Dios, justo cuando España está a punto de ganar el Mundial de Sudáfrica...

También nos parece indicativo del tiempo pasado en el que (afortunadamente) tenemos que hablar de ETA, la existencia de documentales como Bajo el silencio (2020), de Iñaki Arteta, autor de una ya relativamente amplia filmografía sobre el terrorismo visto desde las filas de las víctimas de los atentados etarras, un documental que se centra en los antiguos militantes de la banda que ahora son gente de la calle, algunos arrepentidos, otros parlamentarios o concejales de partidos abertzales, intentando indagar sobre las huellas de los más de cuarenta años de vida de la organización armada. En una línea no demasiado lejana, el también documental Traidores (2020) presenta la historia en primera persona de Jon Viar, director del film, hijo de un histórico militante etarra que pronto se desligó de su carrera criminal y renegó del nacionalismo, y por ello fue tildado de traidor por sus excompañeros, con lo que ello supone de baldón en una comunidad en la que las posturas ideológicas en términos identitarios están tan alejadas.

Estamos ya entonces ante la mirada hacia sus mayores de los que son hijos de aquellos que iniciaron el proceso de la llamada “lucha armada”: parafraseando al clásico, desde lo alto de la autodisolución de ETA, dos generaciones de vascos nos contemplan...

Ilustración: Luis Bermejo, Julián López y Javier Cámara, en una imagen de Fe de etarras (2017).

Próximo capítulo: El cine vasco de la democracia (III). El llamado “conflicto vasco”: La represión franquista. El antiterrorismo ilegal de Estado. El exilio, el regreso