Rafael Utrera Macías

¿Corren malos tiempos para las corridas de toros? ¿Hay una menor sensibilidad social ante la cultura que los toros representan o representaron? ¿Quiénes son los sectores que niegan el arte de torear y prohibirían, si pudieran, el espectáculo de las plazas de toros? ¿La ausencia de corridas repercutiría negativamente en la tauromaquia (entendida ésta en el más amplio sentido del término)? Son muchos los interrogantes que pueden plantearse ante una situación que los defensores de la fiesta considerarían negativa en extremo y los defensores de su abolición, un triunfo en la defensa del animal sacrificado en la plaza. Oportunas consultas a publicaciones especializadas que explican la historia del toreo y de la tauromaquia, advierten que, en la mayoría de pasadas épocas, la fiesta de los toros ha tenido tanto furibundos defensores como empedernidos detractores; los primeros, llegando a entenderla como la “fiesta nacional” por excelencia, mientras que los segundos justifican su negación apoyados en postulados diversos que van desde criterios biológicos a estrictamente literarios, desde evitar un espectáculo que asegura la muerte hasta consideraciones religiosas donde la fe deberá anteponerse al juicio.

Los cambios sociales y jurídicos producidos en España tras la dictadura franquista no sólo han modelado una diferente estructura político-administrativa sino radicales transformaciones en el devenir de una nueva sociedad que, entre otras características, pone en cuestión asertos cuya apariencia, al menos, estaban sólidamente consolidados entre los españoles. El advenimiento de la democracia y su distanciamiento de postulados mantenidos durante los cuarenta largos años de franquismo supuso específicos vaivenes socioculturales que, al tiempo, fomentaron nuevas perspectivas ante cuestiones, hechos y situaciones aparentemente inamovibles. Entre otros ejemplos que se puedan poner, la fiesta de los toros gozaba de raigambre histórica más que suficiente para aceptarla en su estructura y composición; acaso, la denominación etiquetada por el franquismo como “fiesta nacional”, resultó perversamente negativa para quienes consideraron tales festejos como ”bárbaros” e “incivilizados”, anteponiendo, en la mayoría de los casos, como inhumana crueldad, los diversos castigos infligidos al animal en el transcurso de la lidia y acabar rematando  el espectáculo con la muerte del propio toro. La fundación de partidos animalistas tienen como base de su existencia la protección del animal, cualquier animal, que estuviera bajo cuidado humano, y, como objetivo prioritario (al menos, en sus comienzos), la prohibición total de las corridas de toros, especialmente, las desarrolladas en plazas oficiales y llevadas a término “con el permiso de la autoridad competente”. Otras modalidades, como toros “embolados”, carreras de San Fermín, toro de la Vega y sus variantes, celebradas en calles y plazas de numerosos pueblos, donde su dependencia del consuetudinario derecho popular, son difíciles de eliminar, aún más que las organizadas según legislación oficial y asesoría profesional.

José María de Cossío fue la persona que más ha historiado sobre las múltiples facetas de la tauromaquia, como lo demuestran los numerosos volúmenes publicados a lo largo de muchos años. Por su parte, Alberto González Troyano ha investigado  pormenorizadamente la figura del torero en nuestra historia literaria. A determinados volúmenes del primero y a la exhaustiva edición del segundo hemos recurrido para documentar, con la obligada síntesis de unos artículos, la génesis y evolución de la tauromaquia en España. Como complemento práctico de las teorizaciones expuestas, ofreceremos, seguidamente, comentarios dedicados a cuatro películas, curiosos e interesantes ejemplos de la relación entre toros y cine; son estos: Un caballero famoso, de José Buchs, Tarde de toros, de Ladislao Vajda, Los clarines del miedo, de Antonio Román, y El último torero, de Katariina Lillqvist.


El toreo y su evolución en España

Los autores antes mencionados estiman que la indumentaria del torero tiene su origen en las descripciones de los romances moriscos, del mismo modo que las corridas estaban bien asentadas como deporte caballeresco en siglo XVII; Mateo Alemán, en su “Guzmán de Alfarache”, relata una narración morisca sobre los amores del caballero Ozmín y de la bella Daraja; al ambientar uno de sus pasajes en una corrida de toros, el caballero luce sus habilidades a fin de que la dama reconozca sus méritos y afiance sus amores. Hechos semejantes podrán verse, por más que la acción se sitúe dos siglos después, en la película Un caballero famoso, que comentamos seguidamente; en ella, Don Rafael arrancará la escarapela al morlaco, adelantándose al famoso torero Paquiro, y así vendrá el correspondiente reconocimiento amoroso de la noble dama. Cuanto en el siglo áureo era resuelto desde el caballo, en el XIX se gestiona a pie, con lo que el rasgo de valentía se acrecienta ante los sorprendidos espectadores, quienes, en el futuro, serán catalogados por Blasco Ibáñez como “la fiera, la única, la verdadera” en función de sus conductas y exigencias.
 

Siglo XVIII: reestructuración de la fiesta. Cambios políticos y sociales

A este respecto, durante el siglo XVIII, la fiesta se reestructura en función de cambios políticos y sociales. De una parte, la llegada de los Borbones al trono supuso un distanciamiento hacia la tauromaquia y a cuanto a ella estuviera vinculado, con la pertinente incidencia en la nobleza como, hasta entonces, la habían mantenido los Austrias. La lidia a caballo, en la que el toro era herido con lanza o rejón, será sustituida por el toreo a pie mediante el cual, “la brega”, fue trabajo de “gente baja”, quien, según Américo Castro, “por precio, se daba en espectáculo”. Y ello, resolviendo la corrida mediante numerosas “suertes” de toreo a pie que se practicaban no sólo en las correspondientes plazas de toros, sino en las mil y una montadas para la ocasión, con carros y carretas, en ciudades, pueblos y villorrios. Su actualización a tiempos posteriores, la veremos en las películas Tarde de toros y Los clarines del miedo.

La nueva opinión ilustrada consideró la fiesta taurina como uno de los motivos del atraso cultural de los españoles. El abandono cortesano antes citado, tendría, a partir de este siglo, otros benefactores, que, siendo también aristocracia, aunque ahora vinculada al mundo agrario, estimaron oportuna no sólo la protección de la fiesta como tal, sino el fomento de la amistad con grandes y populares toreros. Las Reales Maestranzas, creadas en Andalucía, fueron uno de los grandes apoyos para que la tauromaquia, en sus múltiples vértices posibles, recibiera apoyo social y estimación oportuna.

De la misma manera, la literatura encontró motivos suficientes en la fiesta para erigir a los grandes toreros en sujetos dignos de admiración para ser cantados musical y literariamente. Entre otros múltiples ejemplos, la “Oda a Pedro Romero, torero insigne”, de Nicolás Fernández de Moratín, donde, al margen de su selecto vocabulario y su precisa rima, es un cántico al lidiador de plebeyos orígenes y faenas a pie. Obviamente, un lenguaje poético distinto dejaba atrás las pasadas expresiones propias de la literatura morisca y el romancero, e, incluso, de la mismísima poesía culta. De otra parte, el ensayo acoge temas muy diversos donde la tauromaquia en su conjunto es enjuiciada desde perspectivas tan diferentes como la religión y la política, la cultura (en el más amplio sentido del término), y la moral, vinculada, especialmente, a sus valores sociales.

Al tiempo, las plazas se van, progresivamente, democratizando, y comienzan a ser usuarios habituales personas que antes ni siquiera podrían acercarse a los alrededores del coso.  Este nuevo público contribuye a renovar una sensibilidad que, si antes remitía a la alta alcurnia, ahora está impregnada de natural plebeyismo. Atuendo y léxico patrio será de uso común entre “madamas” y “petimetres” (de los que se pueden ver ejemplos en películas como La Lola se va a los puertos) con el pertinente acento patrio, de modo que también así se promociona la originalidad nacional. Por su parte, el majo, la maja, el majismo en su conjunto, serán una de las fuentes populares de las que, a partir de este momento, se va a nutrir la tauromaquia y, en especial, el torero; buena parte de los más famosos espadas del momento, proceden de ese ámbito.

Don Ramón de la Cruz, autor de “La fiesta de novillos”, puso de manifiesto, entre otras cosas, la fanfarronería de majos, petimetres y payos, cuando no vulgar chusma, en torno a los festejos taurinos y sus derivados; acaso, un ejemplo cinematográfico sea la “media granaína” que, en Un caballero famoso, Caracol canta en honor de Paquiro, primero, y de don Rafael, después; aunque lo peor es la trifulca que seguidores de uno y otro espada organizan hasta dejar arrasado el local donde se han cantado las glorias de ambos toreros. Es posible que la obra literaria, como la antes citada, sea, cuando menos en el siglo siguiente, una de las raíces que tomarán como base, entre otros muchos, Eugenio Noel para títulos como “Señoritos, chulos, fenómenos, gitanos y flamencos” o José López Pinillos (“Parmeno”) en su novela “Las águilas (De la vida del torero)”.

Ilustración: Imagen de uno de los volúmenes de la enciclopedia “Los toros”, de José María Cossío, conocida popularmente como “El Cossío”.

Próximo artículo: El torero en la literatura y la cinematografía españolas. De la crítica de Larra a la novelística de Blasco Ibáñez (II)