Rafael Utrera Macías

El pasado 25 de octubre, en la sevillana factoría de creación “Gallo Rojo”, se presentó el volumen “Memoría”, del que es autor el arquitecto y cineasta Juan Sebastián Bollaín. En el acto intervinieron los editores y un grupo de personas vinculadas al artista; los representantes de la editorial Barrett explicaron las sobradas razones que justificaban la edición del volumen - con sus más de quinientas páginas - así como el carácter personalísimo de una creación que ha requerido no sólo específicas formas de estructura y composición sino, al tiempo, un tratamiento particular de imágenes, en la mayoría de los casos reproduciendo artísticamente fotografías, planos y secuencias del autor o de sus películas. Seguidamente hicieron uso de la palabra Juan Antonio Bermúdez (programador audiovisual y experto en el cine del autor), Carmen Camacho (escritora y poeta), María Cañas (artista multimedia), y el autor de este artículo; unos y otras fueron desgranando la personalidad del arquitecto Juan Sebastián, del cineasta Bollaín, de su peculiar y fecunda obra cinematográfica convertida en avanzadilla del primer y todavía “non nato” cine andaluz y, al tiempo, en uno de los más vanguardistas del pasado siglo XX, con absoluta vigencia en el presente actual, y, sin duda, con capacidades artísticas capaces de envidiar, todavía, a las del inmediato futuro. Y todo ello, ejemplificando, ya con capítulos, frases o citas, de “Memoría”, ya buscando sus equivalentes en la filmografía del cineasta o, fuera de ella, en comportamientos y actitudes vitales de tan inquieto y genial creador. Tras tomar asiento el público y los presentadores, el autor hizo su entrada en la sala, con soga al cuello y encapuchado verdugo detrás, quien le conducía al “patíbulo” de la re-presentación. Genio y figura. Berlanga no lo hubiera resuelto mejor.  


Memoría

La personalidad y el ingenio de Juan Sebastián se hacen evidentes desde el propio título del grueso volumen: “Memoría”. La imperceptible tilde sobre la “í” funciona como un obús que destruyera el significante del término (“memoria”) y convirtiera su significado en algo capaz de desplazarlo a un campo semántico diferente (“me moría”). El autor, como un Dante cualquiera, empieza a situar a sus lectores en los distintos círculos de sus experiencias vitales: desde el entorno familiar, sus padres y sus hijos, al profesional de una arquitectura selectiva y al entusiasta de un cine que empieza en el amateurismo de los pequeños formatos y termina en el de un cualificado cineasta; al tiempo, acerca memoria y muerte donde aquella, la memoria, funciona recogiendo la experiencia vivida en el pasado, capaz, por tanto de ser psicoanalizada, mientras que la segunda, la muerte, se coloca en un incierto futuro donde la enfermedad, Parkinson, progresa a un ritmo impredecible.

Los veinte capítulos que agrupan las más de 500 páginas del volumen llevan sus correspondientes títulos. Solo tres van acompañados del posesivo “mi”: “Mi crisis es Cary Grant” (05. Pág. 185), “Mis hijos” (11. 369) y “Mis películas” (12. 385). No es momento de desentrañar, ni morfológica ni semánticamente, las propiedades del adjetivo, aunque no puede pasarnos por alto que la mencionada crisis (identificada con el nombre del actor cinematográfico del hitchcockiano Sospecha), la filmografía personal y los descendientes llevan el mismo elemento caracterizador. Un lingüista no daría la misma explicación que un psiquiatra.

Este quinto capítulo (págs. 185-218), donde el nombre del actor se lleva al título del mismo, es de singular importancia en la autobiografía del arquitecto porque integra en su composición elementos muy variados que corresponden tanto al entorno familiar, donde la crisis hace acto de presencia, como a las primeras cuestiones profesionales, las cuales acumularán la experiencia de los iniciales trabajos arquitectónicos vinculados al funcionamiento de los servicios sociales de los que se benefician los listos de turno; el autor señala con el dedo a personas, con nombre y apellidos, que actuaron en beneficio propio desde plataformas en las que el votante, por no decir el pueblo llano, difícilmente tenía las de ganar.  

De otra parte, es una época en la que compañeros de profesión, desde Víctor Pérez Escolano a José Ramón Sierra, iban a provocar en él una “revolución interior”. Ellos aportaron el contrapunto a lo aprendido monolíticamente en una infancia propia de la postguerra española y, de esta forma, Bollaín se adhirió a “lo nuevo”, pudiendo, además, hacerlo en libertad. Se trataba de romper con la creencia religiosa aprendida desde niño, de volverle la espalda a la obediencia familiar, especialmente al padre, y a un sistema político, el franquismo, tan respetado en ese mismo entorno doméstico como fuera de él. Además, en el propio ámbito de las artes, tomadas estas en su sentido más amplio, pretendía desmitificar las tradicionales y ponderar las variantes de la abstracción como inexcusables formas de auténtica y verdadera creación. Este nuevo contexto llevará a nuestro autor junto a artistas que orientarán y marcarán su futuro, ya arquitectónico, ya cinematográfico.


Bollaín: pionero del corto andaluz. Su “sexto sentido”

Si sintetizáramos las épocas del cortometraje andaluz, Bollaín se situaría en el primer bloque, aquel que se inicia con Val del Omar y en quienes se da no sólo un alto grado de experimentación sino unos resultados artísticos y estéticos muy brillantes; al tiempo, se conforman unas rupturas sin precedentes en la cinematografía anterior o coetánea. Su serie, desde La Alameda a Sevilla tuvo que ser, La ciudad en el recuerdo, Sevilla 2030, responde a esa idea de Chaves Nogales de que “hay, sin embargo, otra ciudad –hay tantas ciudades en cada recinto- para los líricos, siempre insatisfechos, hambrientos, de un hambre insaciable de ideal”.

El capítulo 2 de esta “Memoría” la titula el autor “Pomporrutas imperiales”, título de un corto de su compañero Fernando Colomo. El “voy por rutas imperiales”, letra de una patriótica canción que a los niños de la postguerra nos hicieron aprender, quedaba interpretada con ese extraño término por parte de quien luego sería arquitecto y cineasta. Haremos una parada en estos dos términos y en sus correspondientes representantes.

La titulación de Bollaín, arquitecto, y su demostrada vocación, cineasta, me hacen emparentarlo con Nemesio Sobrevila, primero, y con Gabriel Blanco, después. Ambos arquitectos, ambos cineastas. Sobrevila (1889-1969) es autor de El sexto sentido; en este film de 1929, un exótico doctor Camus (interpretado por Ricardo Baroja) le muestra a un paciente su nuevo descubrimiento al que denomina “el sexto sentido”; es un ojo extrahumano como el cinematógrafo; el arquitecto, más allá de una trama convencional, controla los efectos de montaje y las artimañas técnicas de un intuitivo cineasta. Ese nombrado “sexto sentido” es el que practica Bollaín en sus ya mil y una películas, filmadas con muy diversos procedimientos técnicos, que hoy se renuevan con las remasterizaciones oportunas llevadas a cabo por Filmoteca de Andalucía.

Por su parte, el gaditano Gabriel Blanco del Castillo (1936-1991), demostró su prioritario interés por el cine estudiando primer curso en el IIEC para ingresar, seguidamente, en la escuela de Arquitectura, profesión que quedaría relegada en beneficio de rodajes y trabajos de estricto carácter cinematográfico tan particulares como el anti-cine de Javier Aguirre o el diseño de actividades para “X films”. Concretas facetas, más allá de una parcial contemporaneidad entre Gabriel y Juan Sebastián, les alinean en semejantes intereses: las reflexiones teóricas sobre arquitectura y cine, el psicoanálisis y el cortometraje.

En “Memoría” encontraremos infinidad de deliberaciones sobre los elementos nombrados que a lo largo de tantos años Bollaín ha ido acumulando, y ello, tanto en positivo como en negativo; las teorizaciones sobre el psicoanálisis tienen su culminación en el tiempo que fue paciente de Castilla del Pino, algunas de cuyas conversaciones serían dignas de Woody Allen (en tal sentido, me viene a la memoria la conferencia que, a invitación mía, ofreció Juan en un curso de cinematografía celebrado en el paraninfo de la Universidad de Sevilla: “Dos tres cosas sobre el seso de W. Allen”. Seso y sexo alternaron en las fecundas reflexiones que nuestro cineasta estimaba sobre Todo lo que siempre quiso saber…).

Volviendo a Blanco del Castillo, recordemos tanto su serie “Cine y psicoanálisis”, publicada inicialmente en la revista “Cinema 2002” y, años más tarde, por Filmoteca de Andalucía, así como sus principales cortometrajes, La edad de la piedra (1965) y La edad del silencio (1978), películas de animación hechas, respectivamente, sobre dibujos de Chumy Chúmez y Andrés Rábago (El Roto), esta última “Concha de Oro para cortometrajes” en el Festival de San Sebastián. La coetaneidad de los dos arquitectos/cineastas durante algún tiempo, se cerraría en 1991, con la muerte de Blanco, a los 55 años, mientras Bollaín, afortunadamente, transitaba ya por los derroteros del largometraje, Las dos orillas, y la serie para televisión, Dime una mentira. De aquel y de ésta nos cuenta, con infinita alegría unas veces y con cierta acritud no exenta de desesperación (págs. 385-424), cómo transcurrieron los largos preparativos hasta comenzar la filmación de su ópera prima, donde la presencia de Fernando Ruiz, el autor de Rocío, es de una significativa importancia a la hora de concebir la historia y disponer del imprescindible elemento básico, el barco.

De otra parte, la relación de Juan con sus sobrinas Icíar y Marina, supondría un enriquecimiento para él y para ellas, no sólo en el largometraje citado, sino especialmente en esa serie de televisión, de homónimo título, Dime una mentira, donde el juego de identidades  y parecidos de las hermanas, nos llevaba a un conocimiento, o mejor, a un reconocimiento de aspectos relativos a la entraña y evolución de nuestro cine, complemento a las, tantas veces, monótonas explicaciones de clases universitarias relativas a Comunicación audiovisual. Gracias, Juan Sebastián, a Marina e Icíar, por las excelentes prácticas y ejemplificaciones que fomentaron inquietudes en buena parte del alumnado y, en algunos casos, definitivas vocaciones hechas ya gozosas realidades de nuestra cinematografía contemporánea.

Ilustración: Presentación del libro “Memoría” en la sala Gallo Rojo. Foto de Stefania Scamardi Fortuna.

Próximo capítulo: Bollaín: la arquitectura de un cineasta. Dime una mentira, serie de televisión. La Alameda y su pregón según su autor (II)