Se cumplen, este 6 de Mayo de 2015, cien años del nacimiento de Orson Welles, en Kenosha (Wisconsin. Estados Unidos). Al tiempo, hace medio siglo que el cineasta comenzó en España el rodaje de la película Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight) y, otro tanto, de una larga conversación mantenida con jóvenes cineclubistas andaluces en el Hotel Alfonso XIII, de Sevilla, durante la Feria de Abril de 1964.
Tras su muerte, en 1985, una revista especializada, en monográfico dedicado al autor de Ciudadano Kane, incluía un anuncio donde, entre otros elementos iconográficos relativos al cineasta, sentenciaba: “Orson Welles amaba a España, sentía pasión por Andalucía y vivía y rodaba en Madrid”. Tres títulos de su filmografía, Mister Arkadin, Campanadas a medianoche y Una historia inmortal, filmados en España, completaban la estructura de la página.
La precocidad de Welles fue una de las características de su personalidad; y ello tanto, en lo positivo, por su currículum artístico (había filmado Ciudadano Kane con 25 años), como, en lo negativo, por una prematura orfandad (que, a los ocho años, le dejó sin madre y, a los doce, sin padre). Superada prontamente una corta adolescencia, tutelada por persona ajena a la familia, el jovencísimo artista, actor y escritor, se traslada a Europa para conocer su teatro y, en Dublín, para participar en él; cumplidos diversos objetivos, viajó por este continente, pasó a diversas zonas de África del norte, y desde allí, saltó a Sevilla, donde se instaló en 1932, cuando contaba 17 años.
Claqueta. 1. Andalucía. Sevilla. Triana. 1932. Exterior. Día
Si seguimos a su biógrafa, Barbara Leaming, sus colaboraciones periodísticas y literarias para revistas de su país le permitieron mantener ciertas comodidades en la ciudad andaluza; entre otras, alquilar un piso aunque fuera encima de una “ruidosa casa de putas” (sic); en otras ocasiones, Welles ha precisado que su vivienda estaba en Triana aunque no recordaba el lugar exacto. De otra parte, sea ello histórica verdad o mejorada leyenda, su interés por la tauromaquia le llevó a torear en diversas corridas con el nombre de “El americano”, no sin antes haber pagado a un empresario sin escrúpulos su inclusión en la terna. Como, sin duda, se le daban mejor las tablas de un teatro que los lances en el albero, los sufridos espectadores no dudaron en utilizar botellas de cerveza como armas arrojadizas contra aquel foráneo impostor; la biógrafa asegura que la pequeña cicatriz que Orson tenía en el labio superior era resultado de estas aventuras taurinas. A pesar de ello, el aprendiz de novillero (que el investigador Peter Cowie convierte en picador), lejos de interpretar sus actuaciones como un fracaso, celebraba sus “triunfos” con báquicas invitaciones a conocidos y desconocidas.
La cronología de la estancia sevillana de “el americano” no está precisada, lamentablemente, por mano propia ni ajena, como tampoco posibles experiencias vividas en relación a la vida de la ciudad. Los hitos históricos más significativos de aquel 1932 afectan, bajo la figura de Alcalá Zamora en la presidencia de la República, a los tensos acontecimientos sociopolíticos sucedidos en diversos lugares. Entre otros, cabe destacar la sublevación del general Sanjurjo, la salida de La Estrella como única procesión de aquella Semana Santa, el intencionado incendio de la iglesia de San Julián, la celebración del IV Congreso nacional comunista, el mitin de Acción Nacional en la plaza de toros de La Maestranza, la subida del Betis a Primera división y los carteles de toros compuestos para la feria que, del 17 al 20 de abril, ofrecerían los nombres de Niño del Matadero, Palmeño II y Niño de la Puerta Real, en la novillada inaugural, y los de Chicuelo, Villalta y Cagancho, Lalanda, Villalta y Ortega, y Chicuelo, Posada y Ortega, respectivamente, en las tres corridas con picadores de los restantes días. ¿Las colaboraciones periodísticas de Welles incluyeron, expresadas como “realidad” o “ficción”, algunos de tales sucesos, civiles, políticos, sociales? A día de hoy, no tenemos ninguna constancia.
Claqueta. 2. Andalucía. Sevilla. Hotel Alfonso XIII. 1964. Interior. Día
La figura de Orson Welles rodando, como director, en diversos lugares españoles no ha sido tan divulgada como su asistencia a corridas de toros en las mejores plazas, siempre bien situado en la barrera, fumando largos habanos y, en muchas ocasiones, recogiendo la montera de quien le brindaba el toro.
Del mismo modo, su paseo en coche de caballos por las ferias de Andalucía, en la década de los sesenta, acompañado de su esposa, la condesa Paola di Girifalco (nombre artístico: Paola Mori), y de su hija, Beatrice, han sido motivo de revistas, cuya iconografía superaba a la información, o de secuencias del No-Do (Noticiario Español), donde la imagen valía más que las cien palabras de la intencionada y oficialista voz en off.
Frente a esta imagen popular y tópica del actor, estaba la del cineasta universal, considerado un genio de la misma, antes de que el término estuviera descatalogado por causa de asignárselo a cualquiera. En la década mencionada, las pantallas españolas habían ofrecido, no sin cierto retraso, Sed de mal, con Charlton Heston, Janet Leigh, Akim Tamiroff y Marlene Dietrich (cuya planificación y puesta en escena habían dejado deslumbrados a quienes traspasaban el umbral de un simple policíaco) y acababan de estrenar El proceso, adaptación de la obra homónima de Kafka, interpretada por Anthony Perkins, Jeanne Moreau y Romy Schneider, entre otros, con el propio Welles en el papel del abogado.
Los emergentes cineclubs de la época, proyectaban Mister Arkadin y Otelo; algún cine de reestreno, con escaso conocimiento del material ofertado, incluía en su heterogéneo listado El extranjero; y, en formato 16 mm (o incluso en súper-8 mm), los muy aficionados podían alquilar a domicilio, para verla y estudiarla, Ciudadano Kane, título que figuraba en primer lugar en todos los listados de las diez mejores películas de la Historia del Cine. A pesar de esta incompleta filmografía para el espectador español, la consideración de Orson Welles como uno de los más grandes directores de la Historia no era cuestión discutible.
Y como a ese personaje, actor y director, los espectadores lo teníamos puntualmente a pie de calle en la feria sevillana, algunos jóvenes cineclubistas del lugar nos preguntábamos cómo sería posible conseguir un autógrafo, fotografiarse junto a él, o, puestos a soñar, mantener una conversación sobre su filmografía… Y el sueño se hizo realidad… el 23 de abril de 1964.
En ese momento, ninguna publicación española especializada había ofrecido una entrevista con Orson Welles analizando las características de su obra. Saber algo sobre el “comportamiento” del realizador en semejantes circunstancias, obligaba a leer la revista francesa “Cahiers du cinéma”, donde André Bazin, junto a otros colegas, le habían entrevistado, en 1958, con ocasión del Festival de Cannes y, seguidamente, en París, al término de un rodaje. El padre de la crítica europea aludía al “extraordinario espectáculo” que para él y sus compañeros había supuesto el encuentro; tras describir el escenario de la habitación de hotel donde fueron recibidos, especifica la indumentaria del personaje, su actuación y gesticulación en privado, la musicalidad de su locución, el impacto causado por su sabiduría, sus opiniones, sus respuestas. Ya en la calle, tuvieron que serenar juntos “su borrachera intelectual” ante el gran artista que se les parecía al “Balzac”, de Rodin.
Los jóvenes cineclubistas sevillanos no queríamos una entrevista periodística, sólo pretendíamos hablar con él sobre él. Dispuestos a ello, en la sevillana Puerta de Jerez se le aborda y se suscita un brevísimo diálogo:
- Sr. Welles, somos… quisiéramos... ¿podríamos?...
- Mañana a las 12 en el hotel.
A la hora indicada, ese día de feria, diez personas esperan, en el vestíbulo del Hotel Alfonso XIII, de Sevilla, a un ciudadano americano llamado Orson Welles que ama a España y siente pasión por Andalucía. El nervioso guirigay del grupo se transforma en respetuoso silencio cuando vemos al anfitrión bajar pausadamente la escalera y alargar la mano para saludarnos. Tras solicitar lugar y mesa, pide unas botellas de Jerez, es decir, “sol de Andalucía embotellado”, para agasajar a sus invitados y brindar por Sevilla.
Junto a Orson Welles está ya sentado un grupo de espectadores/ admiradores vinculados al cineclubismo local y, al tiempo, estudiantes en diversas facultades o escuelas de la Universidad de Sevilla. Se presentan como Juan-Fabián Delgado y Rafael Utrera (Filosofía y Letras), Gerardo Delgado y José García Tapial (Arquitectura), José Antonio Torrado y José Antonio Salazar (Derecho) y Francisco Lázaro (Aparejadores); van capitaneados por Carlos Gortari, crítico cinematográfico de Radio Vida y miembro del mismo Cine-club, a quien acompañan dos universitarios madrileños invitados para la ocasión.
Tras manifestar la colectiva admiración por su cine, informarle de las veces que hemos visto El proceso, de la lectura de sus guiones, de los diálogos aprendidos de memoria, de cuántos minutos dura aquel plano-secuencia y de otras peculiaridades de su filmografía, ríe satisfecho por lo que entiende halagos sinceros. Luego, su voz, “terciopelo de bronce”, se hace oír en un castellano casi perfecto ocasionalmente salpicado de italianismos. Nuestra inicial turbación se va transformando poco a poco en sentida placidez; acaso ya somos plenamente conscientes de ante quién estamos, quién nos recibe, con quién dialogamos.
Durante tres horas de conversación, con entusiasmo mutuo, hemos oído hablar del “macarthismo”, de la industria de Hollywood, del cine de autor, de sus preferencias cinematográficas, de su emisión de La guerra de los mundos, para pasar, sin pretenderlo, a los valores y sentidos de la tauromaquia, a la teoría del “duende” flamenco, al barroquismo del folklore andaluz, a la grandeza del Quijote y a su admiración por sus dos universales personajes, sobre los que tiene ya rodados planos y secuencias diversos…
Cada gesto, cada actitud, cada expresión nos hacen recordar a Charles Foster Kane y a Michael O´Hara, a Harry Lime y a Otelo, a Gregory Arkadin y a Mapple, a Hank Quinlan y a Haster… El carácter de estos personajes acaso procedan de un cruce entre la heterogénea idiosincrasia shakespeariana y la discutible moral nietzschiana. Son seres que suelen escapar a la medida burguesa del hombre medio y, tal vez, en el fondo, puedan parecerse al escorpión que transporta sobre sí a la rana para cruzar el río, capaz de morir él mismo con tal de matarla; porque ese es su carácter (“Es mi carácter”, me estampa a modo de autógrafo en la portada de uno de sus guiones). Kane y los Amberssons, decía su creador, se asemejan en su individualismo grosero, en mantener su ensueño personal, en la creación de un mundo propio capaz de justificarse y explicarse desde la existencia de algunos traumas infantiles.
Welles, tal como entonces lo veíamos, era un hombre de 48 años que, tras estrenar El proceso en todo el mundo, su última película entonces, saboreaba su estancia sevillana al pasear con su esposa, Paola Mori, y con su hija Beatrice, por una feria de Sevilla que rebosaba ampliamente el Prado de San Sebastián; más tarde, acudirían a la Maestranza para deleitarse con las diversas suertes de admirados maestros; algunas de las artísticas faenas quedarían grabadas en el sofisticado tomavistas que, como el habano, siempre acompañaba a un cineasta con dotes de sabio renacentista e innegable aspecto búdico.
Dado que aquel encuentro no perseguía una entrevista, no hubo magnetófono de por medio, aunque sí cámara fotográfica capaz de perpetuar el momento. Un fotógrafo profesional disparó su instantánea mientras conversábamos en ambiente distendido; y repitió placa colocándonos, de pie, alrededor del universal cineasta. Por la noche, mientras el Sr. Welles participaba en la tertulia taurina del hotel, tuvimos ocasión de entregarle las copias que, previamente, nos había solicitado.
Claqueta. 3. Campanadas. Exterior. Día. El Jerez. Interior. Medianoche. El paje
Unos días después, en Madrid, comenzarían los preparativos para el rodaje de Campanadas a medianoche. Los críticos de la revista “Film Ideal” compondrían números monográficos dedicados al cineasta; ya no faltaría una sustanciosa entrevista con el personaje, como tampoco la reproducción de documentos personales y profesionales facilitados por el director. No en balde, Juan Cobos, redactor de la misma publicación, era secretario personal y de dirección en la nueva película de Mister Welles.
Sin entrar en las múltiples valoraciones que de Campanadas a medianoche puedan hacerse, es, con toda probabilidad, la película donde mejor se elogia el vino de Jerez; que su procedencia, como la esencialidad de los diálogos, tengan su precedente en Shakespeare, no evita que ahora, mediante la imagen, por boca de Falstaff, con voz de Welles, adquieran nueva significación y precisas connotaciones. Además de mencionarlo en distintos momentos, la secuencia relativa a la persecución de cuantos han escapado del campo de batalla adquiere notable importancia; Falstaff (Orson Welles), el bufón amigo del príncipe Harry, se queja a Westmoreland de su progresiva merma de la amistad con quien será el futuro rey:
“Este muchacho de sangre helada no me quiere; no hay hombre que consiga hacerle reír; aunque no es extraño: no prueba el vino (…). Un buen jerez seco hace un doble efecto: asciende a mis sesos, diseca allí a todos los tontos, obtusos y agrios vapores que lo rodean; lo hace sagaz, vivo, inventivo, lleno de ligeras, ardientes, deliciosas formas que, entregadas a la lengua que les da vida, se convierten en excelentes espíritus”.
“La segunda propiedad de vuestro soberbio jerez es calentar la sangre… El jerez la caldea y la hace correr del interior a las extremidades. Y así es como el príncipe Hal tiene valor, porque la fría sangre natural que heredó de su padre, él la ha regalado y abonado, cual un terreno desnudo y estéril, con generosos tragos del fértil jerez; y así que ha vuelto ardiente y bravo. Si yo tuviera mil hijos, el principio humano que les enseñaría es abandonar toda la bebida ligera y dedicarse por entero al jerez”.
Y, todavía, en secuencia posterior, Falstaff, dirigiéndose al paje (interpretado por la niña Beatrice Welles), le explica que tiene el dedo del pie ardiendo, acaso porque el jerez ataca a la gota, o la gota al pus. Del achaque, como siempre, el bufón sacará partido y hará de él conveniencia.
Esta jovencísima actriz, Beatrice, era la misma que con traje de faralaes bailaba sevillanas en las casetas de feria, paseaba en coche de caballos con papá y mamá, se montaba a la grupa con caballero de su edad, se dejaba dibujar por pintor ambulante, se divertía puntualmente en la calle del infierno y, dispuesta a fotografiar a sus papás, disparaba su maquinita infantil de la que salía… ¡la cabeza de un osito! La visita a la Plaza de España incluía la vuelta a la misma en la calesita y hacer compras en el centro de la ciudad permitía pararse en los escaparates de Sierpes para adquirir un sombrero y deambular por Tetuán para extasiarse ante aquel automóvil “studebaker”, bien plasmado en el mosaico, que parecía circular en dirección contraria.
El espectador interesado puede acudir al canal Youtube y visitar la serie Orson Welles en el país de Don Quijote (capítulos 6 y 7 especialmente; el lector puede verlos pinchando en cada uno de esos números), siete títulos producidos para la RAI donde la dirección de Orson Welles no debe ser una falacia. Algunos de ellos dan fe del paraíso que esta niña vivió en Andalucía, vivió en Sevilla. Por ello, se comprende mejor que, dos décadas después, volviera a esta tierra para enterrar a su padre en Málaga y casarse ella en la mismísima catedral de Sevilla.
Claqueta. 4. Exterior. Día. Ronda. Recreo de San Cayetano. Interior. Día. Catedral de Sevilla
Orson Welles murió en Los Ángeles (Estados Unidos) el 10 de octubre de 1985. Según su deseo, sus restos, convertidos en ceniza, deberían reposar en su amada España, a ser posible en Andalucía, su pasión. Su viuda, Paola Mori, de la que estaba separado hacía algún tiempo, quiso llevar a término la voluntad del cineasta pero su muerte, en 1986, víctima de accidente de circulación, lo impidió. Beatrice, su hija, puso todo su empeño en cumplir las voluntades de sus progenitores y, tras consultarlo con sus hermanas (cuyas madres fueron, respectivamente, Virginia Nicholson y Rita Hayworth), eligieron Ronda; consultado el torero Antonio Ordóñez, puso a disposición familiar sus propiedades, entre ellas la finca donde él mismo nació.
Así pues, el 7 de mayo de 1987, su hija Beatrice, en una ceremonia relativamente íntima, depositó los restos de su padre, transportados en una arqueta azul desde Estados Unidos, en el pozo ciego existente en la finca “Recreo de San Cayetano” (kilómetro 6 de la carretera de Ronda a Campillos), provincia de Málaga. Cámaras fotográficas, cámaras de televisión fueron testigos de quiénes protagonizaron el acto: el torero Ordóñez depositó, sobre los restos del cineasta, un cubo de arena procedente de la plaza de toros local y dos periodistas hicieron lo propio como homenaje de los medios de comunicación. Un sacerdote, amigo de la casa, leyó unos salmos pertenecientes al libro del Apocalipsis; en breve plática, destacó “la fidelidad como virtud esencial en este director de cine”, a la que unió un “canto alegórico” relacionando los sentimientos del cineasta con la tierra andaluza. Conocidos y populares miembros de la familia Ordóñez fueron también testigos de la fúnebre ceremonia. Los mismos que, al día siguiente, participaban en la boda de Beatrice con su prometido, Cristopher Smiths; celebrada en la catedral de Sevilla fueron apadrinados por el diestro Ordóñez y una tía de la contrayente.
Con ocasión de este enlace, el periodista Antonio Burgos, en “El recuadro”, de “Abc” (12 de Mayo. 1987), titulado “La boda de la Welles”, se preguntaba por qué el cabildo Catedral había permitido convertir el templo en una boda propia de Dinastía, al tiempo que cuestionaba, con su ironía habitual, el traje “palabra de honor” de la contrayente y el esmoquin, que no chaqué, del padrino.
De otra parte, con motivo de la ceremonia fúnebre, la columna del periodista Juan Teba, en “Diario-16” (8 de mayo. 1987) se titulaba “Aquí y para siempre”. En ella, se refería al cineasta precisando “que amaba con la fugacidad de un marino y con la intensidad de un místico y perdía el sentido del tiempo ante el rito taurino”. Por nuestra parte, en la revista “Juan Ciudad” (Julio. 1987), tras relatar las singularidades del gran artista y mencionar el lugar donde reposaban ya sus restos, acudíamos al soneto de Quevedo “Amor más allá de la muerte”, cuyos tercetos tanto podrían simbolizar sobre su vida, su arte, sus deseos: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido/ venas que humor a tanto fuego han dado, / médulas que han gloriosamente ardido, / su cuerpo dejará, no su cuidado/ serán cenizas, mas tendrán sentido/ polvo serán, mas polvo enamorado”.
Pie de foto: Orson Welles con un grupo de cineclubistas sevillanos en el Hotel Alfonso XIII. Sevilla. 23 de abril de 1964.