Rafael Utrera Macías

Cineastas contados


En 2014, la empresa “Pantalla Partida” produjo el documental La décima carta, de Virginia García del Pino, basada en un guion propio y de Elías León Siminiani. El título hacía referencia a Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino, y su planteamiento argumental debía basarse en la conversación entre el consagrado director, perteneciente a generaciones anteriores, y la directora, una novel cineasta, ferviente admiradora del salmantino, a quien convierte en protagonista de su obra. Quedaba así inaugurada la serie “Cineastas contados”.

Ahora, en 2017, se estrena el segundo capítulo de dicha serie dedicado a Carlos Saura, el autor elegido por el director Félix Viscarret. La filmografía de este, consta de capítulos pertenecientes a las series de televisión Hispania (2011), Marco (2011) y Cuatro estaciones en La Habana (2016), mientras que en la modalidad de cine ha dirigido Bajo las estrellas (2007) y Vientos de la Habana (2016), basadas ambas en novelas de Fernando Aramburu y Leonardo Padura, respectivamente, así como del documental El canto del loco (2008) sobre el homónimo grupo musical que, salvando las distancias, podría considerarse antecedente del ahora comentado. La visión del mismo nos ha permitido comprobar el interés de este cineasta por un maestro nacido en décadas anteriores y la consideración de su obra, que excede, por extensión, calidad y universalidad, la media habitual de nuestro cine.

El proyecto de “Pantalla Partida” tiene otros títulos en los que las parejas de cineastas se combinarán de este modo: Almodóvar por Sánchez Arévalo, Regueiro por Rebollo, García Sánchez por Trueba (Jonás), Urbizu por Cobeaga…


Saura o “nunca hablar de sí”

Antes de comentar este Saura(s), recién estrenado, permitirá el lector que hagamos referencia a nuestra personal relación con este admirado director y ejemplifiquemos en algunos actos la atención que, desde hace ya muchos años, venimos manteniendo en el ámbito académico hacia la figura y la obra del cineasta aragonés.

La Obra Cultural de una Caja de Ahorros de Sevilla, por medio de su “Aula abierta”, organizó, en el ya lejano 1983, uno de sus habituales encuentros con artistas, escritores, músicos y cineastas, Cela, Aranguren, Sampedro, Torrente Ballester, Buero Vallejo, Mingote, entre otros. Tuve el honor de ser nombrado presentador de Carlos Saura para un acto público donde debía hacerse el elogio fundado de un personaje que, entonces, contaba 51 años y había filmado dos docenas de títulos. Afortunadamente, las palabras no se las llevó el viento porque la institución anfitriona acostumbraba a editar unos excelentes “cuadernos” que (dirigidos por Pedro Tabernero y editados por Javier Oliva) constituyeron colección singular en el mundo cultural sevillano, donde diferentes artistas plásticos dejaron la impronta de su personal etiqueta.

Nuestra “Conversación con Saura” abría un ejemplar donde las colaboraciones de Enrique Brasó y Román Gubern alternaban con fragmentos de guiones y dibujos del cineasta junto a ilustraciones de su hermano Antonio para El jardín de las delicias y Carmen. Fue aquél el primer homenaje público que los sevillanos le tributaron cuando se dio la oportunidad de cambiar impresiones con el autor, sin pantalla por medio y con la luz de la sala encendida.

Algún tiempo después, dentro de los Cursos de Formación Cinematográfica organizados, en 1985, por el Vicerrectorado de Extensión Universitaria de la Universidad de Sevilla, dirigimos e impartimos uno cuya temática se centraba en el análisis de determinados factores del cine de Carlos Saura; la revisión “in situ” de lo más granado de su filmografía, desde Peppermint frappé a Elisa, vida mía, junto a la avidez de jóvenes aficionados deseosos de aprender no sólo cine, redundaron en unas jornadas donde la oportuna orientación del trabajo en grupo desentrañó, con lucidez y cientifismo, con sensibilidad y criticismo, los aspectos señalados para la ocasión.

Más adelante, en 1998, en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad hispalense, impartimos un curso de doctorado bajo el título “Arte y sociedad en el cine de Carlos Saura”; la presencia de un alumnado, selectivo y licenciado, permitió llevar a término unos plurales objetivos planteados desde sus inicios. La clausura fue efectuada por el propio Saura, un gesto que profesor y doctorandos supimos agradecer entonces y cuyos frutos fueron recogidos, posteriormente, en estudios e investigaciones diversas; citaremos sólo dos ejemplos: el libro de Ángel Custodio Gómez González, “La reconstrucción de la identidad del flamenco en el cine de Carlos Saura” (2002), y el de Pedro Javier Millán Barroso, “Cine, Flamenco y Género Audiovisual. Enunciación de lo trágico en las películas musicales de Carlos Saura” (2011)

El “tercer grado” al que sometimos al cineasta entre estudiantes y estudiosos no era sadismo gratuito sino necesidad científica de corroborar, con la visión y opinión del autor, lo que unos y otros entendíamos desde nuestra propia experiencia de espectadores. El recuerdo de esa tarde donde se daban la mano la gentileza y generosidad del artista con su manifiesta incomodidad de soportar un bombardeo de preguntas, sin cuestionario previo, ponía en evidencia su despreocupada memoria para su pasada filmografía, por más importante que así la considerásemos los demás.


El escenario de Saura(s)

El visionado de Saura(s) nos ha recordado inevitablemente los encuentros antes mencionados por cuanto en ellos se dieron actitudes y comportamientos muy semejantes entre el veterano cineasta y sus incondicionales espectadores.

El escenario elegido para el desarrollo de los hechos es la propia casa de Carlos Saura y, sobre todo, el estudio donde habitualmente trabaja, ya sea dibujando, ya escribiendo. Una gran mesa acoge los utensilios favoritos del cineasta, lápices, pinceles, fotos, cachivaches sin misión y sin destino, aunque de gran valor afectivo para su propietario. En este revoltijo de objetos múltiples destacan, como naturalezas muertas, un sinfín de cámaras fotográficas, antiguas y modernas, pequeñas y grandes, enteras o despiezadas, que se erigen sobre lo demás por ser objetos vinculados al artista como un elemento más de su cuerpo, siempre colgadas de su cuello, siempre centradas sobre su pecho, de donde se elevan, para ascender a la altura del ojo y fotografiar lo fotografiable, de manera que, poco después, pasen a convertirse en nuevas piezas de eso que se ha dado en llamar “fotosaurios”. La semipenumbra que invade el espacio parece revertir hacia un tiempo propio, sólo suyo, sólo del artista, que gravita sobre todo lo demás. Dos focos de tibia luz se sitúan a cada lado de la mesa y ayudan a crear esa atmósfera donde el silencio invita a la reflexión.



Personas / personajes de Saura(s)

Pero la dinámica del equipo que se propone filmar dará al traste con la quietud y la tranquilidad de ese contexto tan personal, tan suyo. Las huestes peliculeras invaden un campo propio donde deberá librarse una batalla de la que el personaje objeto de la misma querría liberarse; no lo conseguirá. El guion establece que, junto a su padre, irán apareciendo todos y cada uno de los hijos del cineasta y con ellos tendrá breves conversaciones que oscilarán entre bucear moderadamente en vivencias compartidas, enfrentarse a poderosas imágenes salidas de títulos maestros de su filmografía o rescatar de la memoria aquellas situaciones personales que parecían olvidadas para siempre. Así, uno tras otro, irán compareciendo Antonio y Carlos (hijos de Adela Medrano), Shane (su madre es Geraldine Chaplin), Adrián, Diego y Manuel (hijos de Mercedes Pérez); precediendo a todos, Anna, la única mujer entre tantos varones, hija de Eulalia Ramón, la actual pareja del cineasta homenajeado en esta película. Ella ejerce de secretaria de su padre y, consecuentemente, le acompañará en sus trabajos, en sus viajes, decidiendo ambos el cumplimiento, o no, de cuanto la apretada agenda demande.

La presencia de los hijos ante el espectador suele comenzar de sencilla forma: diciendo su nombre e indicando el de su padre y su madre. Alguna referencia a su trabajo, en la mayor parte de los casos vinculados al audiovisual en sus múltiples y variadas facetas para enlazar con alguna circunstancia personal vivida en común o explicitar la relación con la obra paterna. En tal sentido, buena parte de las breves conversaciones remiten a secuencias de películas proyectadas sobre pantallas bien dispuestas frente a la mesa de trabajo y en visible zona de campo donde las imágenes lucen tanto para los comentaristas como para los espectadores del film.

Todavía el set permitirá, de acuerdo con el carácter de la serie, incluir en el espacio escénico al director, Viscarret, haciendo de sí mismo, quien entra y sale de campo para aconsejar u ordenar o, simplemente, para librar quijotesca batalla con el “héroe” de su película, quien se resiste a airear sus intimidades mentales y a destapar para los demás cuanto, según sus códigos éticos, pertenece a su personalísimo e inescrutable fuero interno. Además, el director de este Saura(s) elucubra sobre el desarrollo de su trabajo, de las partes que faltan o no encajan, ya sea con su propia imagen o con su propia voz en off, como una forma de distanciar su actividad.



La delgada línea de la educación

La cuestión de la educación de los hijos deja al descubierto una tarea que Carlos ni siquiera pretende justificar y los descendientes, por el contrario, han sabido asumir, cada uno a su manera, posiblemente con la atención de la madre respectiva, aunque dicho asunto no tenga cabida en la película. Shane (de apellidos Saura Chaplin) comenta, desde la lejanía norteamericana, que su familia es “complicada en estructura” y respecto al padre, hace su defensa acreditando que “los ha querido a su manera”, porque “no le gustan las complicaciones” y, en consecuencia, debes considerarte “un invitado en su vida”.

La representación de la madre se hace presente en Eulalia, la actual compañera de Carlos y madre de Anna, actriz profesional; se conocieron en un rodaje y aportaron a la saga de los Saura(s) a la única mujer de, hasta entonces, tan varonil descendencia. La senectud del maestro está bien atendida por tan dinámica joven y tan cualificada esposa.

Frente a un activo artista que no quiere recordar “el ayer” ni las “dulces horas”, su mujer se aproxima a los atestados archivos y separa fotografías de carteles, películas de pinturas, paquetes sin identificar de otros, identificados, pero con contenidos de “sabe dios qué cosas”. Toda la memoria de una vida, de una profesión, que conforma un legado a tono con la categoría artística e intelectual del sujeto homenajeado en esta película que no parece hacer suya. Frente a su opinión, “¡qué miedo!, ¡el pasado que retorna!”, Laly, defiende, no tanto para ella, ni para ellos, como para nosotros, para los demás, las piezas de un museo artístico que habla por su propietario cuando el propietario se niega a hablar de sí.



Adrián, Diego, Carlos, Antonio, Manuel: una muy diversa relación con su padre

De Adrián dice su padre que es muy creativo, probablemente porque “tiene la cabeza en las nubes”; para este diseñador gráfico, La caza es su película preferida mientras que para su hermano Diego, dedicado a la postproducción digital, las imágenes de La prima Angélica responden a una soberbia puesta en escena, por más que a su creador y predecesor le cueste trabajo actualizar tan elocuente imagen del pasado con aquel López Vázquez traspasado de adulto cuando sus vivencias correspondían a las de un niño.

Carlos y Antonio son los hijos mayores; sus oficios están muy ligados al de su padre, ya sea por ayudantías de dirección como por producciones ejecutivas; obviamente conocen su filmografía como expertos en la materia y responden de ella sobrepasándola en sentimientos y analizándola en su intrínseco valor según el contexto en que se produjeron; son herederos de un legado inmaterial y artístico de incalculable valor en la historia del cine o, por mejor decir, en la historia del arte. Antonio saca a colación un asunto que su padre ya no discute pero que, en otro tiempo, no recibía de buen grado (hemos sido testigos de ello): es evidente que los cambios de productor (de Querejeta a Piedra, de Lebrón a Andrés Vicente Gómez, etc.) han supuesto para Saura cambios de estilo, pero no lo es menos que tales cambios también se han producido al cambiar de pareja, al cambiar de mujer (de Adela a Geraldine, de ésta a Mercedes y, luego, a Eulalia).

De otra parte, Manuel, también hijo de Mercedes, menciona Tango y Salomé como aquellas en las que trabajó junto a su padre, conviviendo ambos en Argentina, aunque se haga inevitable hablar de la leucemia padecida en la infancia y soportada, pacientemente, durante largo tiempo, en régimen hospitalario.

Los 85 años del artista serán celebrados con arreglo a elementales convenciones sociales: tarta de cumpleaños con velita incluida, formulación de un deseo mientras se sopla, congratulaciones y aplausos finales.

México primero, India después, esperan al cineasta para futuros proyectos que ya son casi presentes.

Ilustración: Cartel de Saura(s)

Próximo artículo: Saura(s). Una compleja estructura artística (y II)