Pues, a la chita callando, Justine Triet (Fécamp, 1978) se está convirtiendo en uno de los más firmes valores del cine francés y, por ende, del europeo e internacional. Y lo curioso es que Triet enfocó inicialmente su formación hacia las artes plásticas, graduándose en la prestigiosa ENSBA, popularmente conocida como Les Beaux-Arts de París, hasta que posteriormente derivó hacia las artes audiovisuales, al encontrar en el cine su verdadera vocación. A partir de 2007 comienza su carrera cinematográfica, primero con cortos y documentales, para afrontar su primer largo en 2013, con el título de La batalla de Solferino, que llama la atención por primera vez sobre su figura, siendo nominada al César a Mejor Película. A partir de ahí sus tres títulos siguientes, que completan por ahora su filmografía, la han ido situando escalonada y privilegiadamente en primera línea del panorama del cine galo. Primero, con Los casos de Victoria (2016), una comedia de humor esquinado, muy moderna, que consiguió cinco nominaciones a los César; después, con El reflejo de Sibyl (2019), donde deja atrás el tono de comedia para adentrarse en una dramedia de irisaciones psicológicas, con dependencias personales dramáticamente generadas entre los personajes centrales, en una rara y, en general, estimulante película, que ganó, entre otros galardones, el Premio ASECAN en el Festival de Cine Europeo de Sevilla.
Con este su nuevo largo, Anatomía de una caída, Triet da un paso de gigante, y en lo tocante a premios ya lleva un buen puñado, y de primera categoría, como la Palma de Oro en Cannes y cinco Premios del Cine Europeo, además de estar nominada a cuatro Globos de Oro, a un Goya, etcétera.
La acción se desarrolla en nuestro tiempo, iniciándose en una casa aislada en la alta montaña, en los Alpes, en el departamento francés de Saboya. Allí viven Sandra Voyter, escritora de éxito, su marido, Samuel Maleski, también escritor, aunque hace tiempo atenazado por la sequía creativa, y Daniel, su hijo de 11 años, que padece una minusvalía visual apreciable al haber sufrido un accidente de tráfico a los 4 años, un día en el que su padre debió recogerlo de la guardería. Sandra es entrevistada en el piso de abajo por una periodista cuando desde el piso de arriba Samuel hace sonar una música muy fuerte, en bucle, haciendo imposible que la entrevista continúe. La periodista se marcha, quedando en continuarla días más tarde en la cercana población de Grenoble. El pequeño Daniel sale con su perro Snoop a dar una vuelta. A su regreso, se encuentra a su padre tendido en el suelo, en el exterior, con la cabeza encharcada en sangre: está muerto. Al parecer, se ha caído o se ha tirado desde el segundo piso de la vivienda, aunque quizá no sea así exactamente...
Lo especialmente interesante de este thriller es que lo es pero al tiempo no lo es: nos explicamos; es un thriller, puesto que existe un (posible) crimen que será investigado y juzgado, inscribiéndose con ello sin ambages en lo que generalmente conocemos como un “thriller judicial” o “de juicios”. Pero es que, a poco que escarbemos, realmente ante lo que estamos es ante un drama convivencial, un drama íntimamente relacionado con la convivencia entre los tres personajes centrales del film: la esposa, escritora de éxito, de tendencia bisexual, teniendo conocimiento el marido de ello; el esposo, cuya buena época creativa parece haberse desvanecido sin opciones de regreso, y con ello surgen los celos, la envidia, todo lo peor que anida en el ser humano; y el hijo de ambos, un niño de notable sensibilidad que habrá de afrontar un horizonte horrísono: la pérdida del padre, pero también la posible pérdida de la madre, y esto último quizá dependa de él mismo; un peso abrumador para sus escasos once años, para su físicamente reducida visión del mundo por la lesión del nervio ocular que sufrió siendo tan pequeño. Un drama, en definitiva, sobre las complicadas relaciones en una pareja cuando aparecen elementos disonantes como los egos de los creadores, los celos profesionales, pero también los amorosos o sexuales, el complejo de culpabilidad, la autoestima por los suelos, o la adolescente responsabilización del otro, que ya se sabe que tiene la culpa de todo lo que nos pasa...
A lo largo fundamentalmente de las sesiones del juicio, iremos conociendo los vidriosos entresijos de la relación de estos esposos, una relación lejos de poder ser considerada idílica, ni siquiera normal, con continuas discusiones aunque, al parecer, sin llegar al maltrato físico. Iremos asistiendo, en especial gracias a la reproducción ante el jurado de un audio secretamente grabado, al importante desencuentro entre ambos cónyuges, un desencuentro que parte especialmente de varios resentimientos por parte de él, desde la supuesta falta de tiempo para redescubrir su vena creativa, en lo que parece una excusa de manual, hasta los reproches por infidelidades sexuales de ella, pasando por el grave problema de conciencia del marido, que se culpa del accidente que le ha costado a su único vástago buena parte de su capacidad ocular y, evidentemente, le limitará de por vida.
Esa olla a presión que era la relación entre los esposos tendrá, entonces, un imprevisible fin, la muerte de él en unas circunstancias que mueven, cuando menos, a la sospecha. ¿Realmente se cayó, o se lanzó Samuel al vacío? ¿O intervino en ello Sandra, para después fingir que se había quedado dormida en su estudio? Pero Triet, sutilmente, huye de las certezas absolutas: habrá un veredicto, por supuesto, que la directora no nos hurta, pero también una sensación, que flotará en el ambiente hasta el plano final, de que quizá ese veredicto haya sido el conveniente para mantener el bienestar familiar, pero tal vez no sea el correcto desde un punto de vista puramente objetivo, desde la perspectiva de la pura y dura verdad. Porque, de nuevo, aquí lo importante no será el thriller, sino el drama, la (re)presentación premeditadamente incompleta (para que el espectador rellene los espacios vacíos a su antojo) de la vida de esta pareja, de la muerte violenta de uno de los cónyuges.
Esa sutileza, ese final abierto, simple pero complejo, en el que Triet huye de resoluciones claras para sembrar la duda en el espectador, nos parece un acierto, como todo el progresivo desnudamiento de una relación en la que, como en casi todas las parejas, a la manera de un iceberg, hay mucho más bajo la superficie que sobre ella.
Mención aparte para la acertada denuncia por parte de Triet de ese encarnizamiento, que me temo no solo fílmico, sino que también se corresponde con la realidad, con el que el ministerio fiscal, que pagan todos los ciudadanos (la acusada también, desde luego...), se convierte en el peor enemigo del reo del delito juzgado: no importa aquí la verdad, sino pillar al supuesto malo en un renuncio, en una contradicción, en una incongruencia que le permita a la república (representada por ese fiscal que parece tener algo personal contra la acusada: nada más que le falta escupirle...) empapelar a la interfecta. ¿La ecuanimidad? ¿Y eso qué es? Lo importante es mandar al sospechoso al trullo, sea culpable o no, no vamos a andarnos con tonterías...
No deja de ser curioso, y no nos resistimos a comentarlo, que el libreto cinematográfico esté escrito al alimón por Triet y su pareja, el también director, guionista y actor Arthur Harari, coincidencia que puede dar lugar a pensar si no hay en los textos, en los diálogos, en las relaciones que se presentan en pantalla algo criptoautobiográfico de esta pareja de creadores, como los del film. Pero esa especulación (también...) queda de cuenta del espectador...
Buen trabajo actoral, en especial de la protagonista, la germana Sandra Hüller, que aquí tiene que interpretar fundamentalmente en inglés y en francés, que no son sus lenguas maternas. Pero el que sorprende absolutamente es el pequeño Milo Machado Graner, con una capacidad para sufrir en pantalla como no veíamos desde el sobrecogedor Haley Joel Osment de El sexto sentido (y eso son palabras mayores, por supuesto). Portentoso el crío, qué talento para transmitir el dolor...
(13-12-2023)
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