CRITICALIA CLÁSICOS
Disponible en Apple TV, Prime Video y Rakuten.
Frank Capra (1897-1991) fue cineasta norteamericano de origen italiano que, aunque empezó a hacer cine muy joven (con solo 24 añitos, en 1921, en pleno cine mudo), la fama le llegaría en realidad a partir del comienzo del cine sonoro, fórmula que se reveló pronto más adecuada para sus historias, convirtiéndose en uno de los directores más populares de Hollywood de las décadas de los treinta y los cuarenta, aunque en los cincuenta pareció que le había mirado un tuerto, con sucesivos fracasos tanto en taquilla como en la crítica que casi le hacen abandonar su carrera, aunque aún tendría fuerzas para, ya en los sesenta, hacer su canto del cisne con la encantadora Un gángster para un milagro.
El cine de Capra durante los años treinta (también algunos títulos de los cuarenta, como veremos) estuvo en buena parte caracterizado por ser un alegato en clave de ficción sobre los postulados invocados por la administración del presidente Franklin D. Roosevelt en su New Deal, ese “nuevo acuerdo” que restableció la economía (y la autoestima...) del país tras el Crack del 29 y la posterior y terrible Gran Depresión. Películas tan conocidas como Sucedió una noche, El secreto de vivir, Vive como quieras y esta Caballero sin espada (todas de los años treinta), pero también, ya en los años cuarenta, Juan Nadie, ¡Qué bello es vivir! y El estado de la Unión, fueron la expresión del espíritu regeneracionista, liberal, de la mejor cara de la nación estadounidense, que era lo que suponía, en el fondo, aquel ideario rooseveltiano que le dio la vuelta, y de qué forma, a los USA, convirtiendo al país en la potencia mundial que sigue siendo más de ochenta años después.
En especial esta Caballero sin espada y Juan Nadie comparten temática, la ingenuidad del hombre de a pie que, emboscado por los poderosos, habrá de enfrentarlos solo con su honradez y su bondad, una actitud muy “newdealiana” que Capra siempre supo poner en escena con fuerza y convicción.
Estamos en la segunda mitad de los años treinta, en Estados Unidos. Un senador fallece repentinamente, por lo que le corresponde al gobernador del estado nombrar a un sustituto provisional, durante dos meses, hasta que se elija al definitivo en la correspondiente votación. Pero el gobernador es un pelele en las manos de poderosos empresarios que sopesan quién puede ser el candidato ideal para sus espurios intereses. Finalmente se decantan por el líder del grupo de exploradores llamados Boy Rangers (una especie de Boy Scouts), Jeff Smith, un pedazo de pan que creen será fácilmente manejable. Así es al principio, pero cuando Smith se da cuenta de que lo están manipulando, y se entera de que realmente, con la excusa de hacer un gran campamento juvenil en su estado, lo que los empresarios quieren es dar un gran “pelotazo” inmobiliario, se rebela de la única forma en la que puede, utilizando una argucia legal: y es que, según la ley, un senador en posesión de la palabra en el Senado puede seguir haciéndolo indefinidamente mientras no se siente, no pare de hablar, y no salga de la sala...
Con una briosa narración y un potente ritmo, Caballero sin espada (por cierto, por una vez, un estupendo título español que mejora el original en inglés, que sería “Mr. Smith va a Washington”, bastante más soso...) se constituye en buena medida en una loa al sistema democrático norteamericano, a pesar de las corruptelas que lo manchan, precisamente porque tiene individuos como Smith, capaz de regenerar, desde su incorruptibilidad, desde su honorabilidad, cuantos ataques realicen los poderosos, auténticos villanos del film, a la esencia de la democracia. En ese sentido, la película contiene una durísima crítica hacia el “establishment”, hacia los potentados que manejan a los políticos con todo tipo de métodos, ya sean legales o ilegales, sin temblarles el pulso.
Además de esa acre denuncia de la felonía de los plutócratas, el film es, sobre todo, el retrato del hombre medio norteamericano, un hombre orgulloso de su país y de sus símbolos patrióticos (que no patrioteros, que es otra cosa bastante peor...), esos símbolos que a los políticos de colmillo retorcido (o sea, todos menos él...) les traía al pairo y les resultaba estomagante esa fascinación del líder de los Boys Rangers, un hombre que ya conoció en su familia la dolorosa arremetida de los abyectos delincuentes de cuello duro, que propiciaron la muerte de su padre precisamente porque se enfrentó, con la única arma de su palabra, contra los patronos a los que estorbaba.
Un hombre sencillo, bueno, motejado burlonamente por sus enemigos con apodos como Daniel Boone (como el famoso explorador que colonizó Kentucky, un héroe nacional USA), o incluso, cuando se empecina en su cruzada contra los corruptos, como Don Quijote Smith, para remarcar la mofa que les producía a los malos el hecho de ser un idealista, en el fondo, para ellos, un ingenuo, poco más que un tonto de remate. La película es incluso, en alguna medida, y a su escala, revolucionaria, sobre todo por afirmaciones como “el gobierno del pueblo no desaparecerá de la Tierra”, que parece entroncar con la famosa frase lapidaria de la inolvidable protagonista femenina de Las uvas de la ira (otra gran película social de la época), la poderosa “somos la gente que vive, duraremos siempre porque somos el pueblo”.
Gran trabajo de James Stewart, en uno de esos roles que él interpretaba como nadie; pocos actores han sido tan creíbles, tan convincentes, en sus personajes intachables como Stewart, quizá como reflejo de su propia personalidad, de sus propias convicciones. Tras él, un nutrido grupo de secundarios de lujo, desde la estupenda Jean Arthur a clásicos como Claude Rains o Edward Arnold. La emocionante música del maestro Dimitri Tiomkin y la matizada fotografía en blanco y negro de Joseph Walker completan una película ciertamente imperecedera, ideal para ver cuando se pierde la fe en el sistema (o sea, por ejemplo ahora...).
(19-05-2025)
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