CRITICALIA CLÁSICOS
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Hubo un tiempo en el que a Frank Capra (Sicilia, Italia, 1897 – California, Estados Unidos, 1991), salvo del asesinato de Kennedy, le acusaron de todo: que si blandengue, que si conformista, que si el “súmmum” del idealismo navideño más barato... El tiempo ha puesto a cada uno en su sitio: a Capra, entre los grandes, donde siempre debió estar, y a los que antaño lo criticaron con tanto denuedo, ahora entre sus más radicales hagiógrafos... Es cierto que el cineasta italoamericano fue el más claro exponente en cine (y a mucha honra...) del famoso New Deal, el “nuevo acuerdo” que desplegó el presidente Franklin Delano Roosevelt para levantar económica y anímicamente a Norteamérica tras el Crack del 29 y la posterior y durísima Gran Depresión, pero ello, lejos de decrecerlo, lo enaltece, a la vista de cómo está el patio.
Aunque Capra comenzó a dirigir cine durante la época muda (su primera película, data nada menos que de 1921), su etapa más brillante la podemos datar sin mucho margen para el error durante el transcurso de las décadas de los años treinta y cuarenta, cuando se sucedieron los títulos memorables: Sucedió una noche (1934), con una pareja, Clark Gable y Claudette Colbert, de extraordinaria química; El secreto de vivir (1937), con un Gary Cooper espléndido en su papel de adorable catetito dotado de un insospechado sentido común; Vive como quieras (1938), con James Stewart en lo que resultaba casi una apología libertaria; Horizontes perdidos (1937), sobre la famosa novela de James Hilton, donde teóricamente cambió de género, de la comedia o dramedia a la aventura existencialista, pero en realidad no había tal, sino la continuidad de su discurso humanista; Caballero sin espada (1939), demoledora crítica contra el “establishment” político de Washington, con un James Stewart espléndido.
Los años cuarenta, aunque no fueron tan buenos en la carrera capriana (buena parte de ese decenio lo empleó en rodar documentales bélicos para mantener vivo el patriotismo norteamericano en plena Segunda Guerra Mundial), también dio varios títulos excelentes, como Juan Nadie (1941), de nuevo una fábula sobre el hombre (o la mujer) de la calle, y sobre el poder que la persona anónima desconoce poseer, ahora con otro héroe de Hollywood como Gary Cooper; Arsénico por compasión (1944), disparatada comedia negra donde brillaba un Cary Grant un tanto excesivo; ¡Qué bello es vivir! (1946), el epítome del cine navideño, quizá también el compendio de las muchas virtudes (y algunos defectos) del cine de Capra, de nuevo con un James Stewart que (junto a Gary Cooper) fue su mejor paladín ante la cámara. El estado de la unión (1948), con un gran Spencer Tracy, cerraría su mejor etapa, de nuevo un potente aldabonazo contra la inmisericorde clase política y su innata capacidad para corromperlo todo.
Tras ello, los años cincuenta no fueron piadosos con Capra: llegaban ya otras modas, otros modos, y parece que su comedia humanista a carta cabal ya no tenía sitio. Hizo algunas películas, pero pronto fue evidente que al gran Frank que brilló con luz propia en los años treinta y cuarenta le había llegado su ocaso como creador cinematográfico.
Un gánster para un milagro (1961) sería su canto del cisne, su última película, cerrando de esta forma su filmografía. Curiosamente, se trata de una historia que Capra ya había llevado al cine en los años treinta en Dama por un día (1933), con May Robson en el papel que en esta nueva versión interpretaría antológicamente la gran Bette Davis.
La historia se desarrolla durante la Ley Seca en Nueva York. Conocemos a Annie, una vieja vendedora callejera de manzanas, feliz pero pobre como las ratas, que tiene a su hija estudiando en Europa, a lo que destina sus menguados ingresos con la venta de esas frutas. Cuando la chica vuelva a Estados Unidos a ver a su madre, en compañía del heredero de un conde español, con el que se va a casar, Annie tendrá que recurrir a un peculiar grupito de gángsteres amigos suyos, que la ayudarán a pasar por la gran dama de la sociedad neoyorquina que no es.
Por supuesto, hay un tono evidente ternurista en esta fábula, casi una versión remozada de Cenicienta, pero ello le da más valor a esta visión falsamente optimista de la vida, en el fondo también atravesada por un ramalazo de amargura por las penalidades y sufrimientos a los que está abocada la clase baja para intentar meter cabeza en esa con frecuencia entelequia conocida como el ascensor social. Pero por encima de todo queda la comedia chispeante, los sabrosos diálogos que contraponen a los patanes gangsteriles y su dama por un día con los estirados y melifluos europeos.
Espléndido trabajo de Bette Davis, cambiando su registro habitual de mujer fuerte y dura por el de abnegada anciana absolutamente entregada al bienestar de su hija, a la que mantiene engañada sobre su mísera condición social para que sea feliz y se labre el porvenir que ella no pudo tener. Junto a ella, Glenn Ford (que intervino también como coproductor) confirma que interpretar comedia se le daba bastante bien, aunque el que se lleva la palma en ese sentido es Peter Falk, en un papel secundario pero estupendo, todavía lejos del personaje que le daría una inmensa popularidad, el del sarnoso teniente de Policía que encarnó durante la década de los setenta en la divertida, intrigante serie televisiva Columbo.
(05-01-2025)
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