Eduardo Mignogna (Buenos Aires, 1940 – Ibid. 2006) fue un director y guionista argentino que gozó de cierto prestigio en su país, y también en España, gracias, entre otras, a películas como Flop (1990), biografía del extravagante aventurero, actor y otras muchas cosas Florencio Parravicini, toda una institución en la Argentina de los primeros cuarenta años del siglo XX; Sol de otoño (1996), quizá su mejor película, una historia de amor crepuscular con un magnífico dueto actoral, Norma Aleandro y Federico Luppi; y La fuga (2001), thriller histórico sobre una famosa evasión de la Penitenciaría Nacional, con dos grandes de la interpretación porteña al frente del reparto, Miguel Ángel Solá y Ricardo Darín.
Cleopatra fue su antepenúltima película antes de morir. La historia se desarrolla en la Argentina de principios de siglo. Conoceremos a Cleopatra, quien, hablando a cámara, nos cuenta que se llama así porque su padre quería que todos sus hijos tuvieran nombres de personajes del antiguo Imperio Romano, y a ella le tocó ese. Cleopatra vive con su marido, Roberto, al que despidieron de su empleo dos años atrás; aunque intentó reincorporarse al mercado laboral, los reiterados fracasos en ello le sumieron en una permanente falta de autoestima y en un constante malhumor. Cleopatra, maestra jubilada que siempre quiso ser actriz, hace una prueba para un personaje secundario en una telenovela, prueba en la que se queda bloqueada. Conoce a la protagonista del culebrón, Sandra, con la que enseguida conecta perfectamente, haciéndose amigas. Cleopatra huye de su ambiente familiar, tan amargado y triste, y Sandra de su productor, protector y novio; ambas inician entonces una fuga en coche por la Argentina profunda...
Tiene Cleopatra algunas peculiaridades que no son frecuentes en el cine moderno, como el recurso de romper la cuarta pared para que la protagonista se dirija de vez en cuando directamente al espectador, para contarle su historia, para actuar como una suerte de narradora omnisciente. Pero, en general, lo cierto es que la película no termina de encontrar su camino, siendo quizá el más evidente el que parece plantear una especie de Thelma & Louise (1991) a la argentina, sin el fin trágico de las protagonistas de la popular cinta de Ridley Scott, pero tampoco sin su carisma ni su forma de empatizar con el público.
Eso no significa que la película carezca de interés. Tiene, por ejemplo, la valentía de hacer que su protagonista sea una mujer media, una mujer cualquiera, quizá “la” mujer media, la mujer normal, estándar en su generación, que tiene su marido, sus hijos ya emancipados, que quizá no espera ya nada de la vida; la aventura, inocua, que correrá con la que podría ser su hija, quizá su nieta, será seguramente lo último divertido, o al menos apasionado que haga en su vida. Estamos entonces ante una metáfora de la escapada cuando la vida asfixia, aunque esa metáfora no esté demasiado bien conseguida.
Por el contrario, la película adolece de un flojo ritmo narrativo, lo que la hace un tanto tediosa, premiosa. El guion, un tanto anárquico, no parece saber muy bien a dónde va. Personajes como el médico jubilado que interpreta (muy bien) un ya avejentado Alberto de Mendoza (qué lejos la época en la que ejerció de vistoso galán en su etapa profesional en España), no aportan nada al film, aunque hay que reconocer sin ambages que la escena de su confesión a la protagonista es sobrecogedora, de gran voltaje dramático.
Hay la búsqueda de un cierto realismo, incluso costumbrismo, que resulta agradable, en ese viaje por la Argentina que no sale en las películas ni en los telediarios si no es para dar cuenta de alguna atroz tragedia, natural o humana.
En la interpretación, Norma Aleandro está muy bien, como siempre, haciéndose con el personaje y siendo ella el personaje Cleopatra, no la actriz. Inferior, pero también a buen nivel, la actriz y cantante montevideana Natalia Oreiro, precisamente perita en telenovelas. Como error de casting habrá que considerar dar el papel de rústico cuidador de caballos (con look como de oficinista, aunque sin corbata ni chaqueta...) a Leonardo Sbaraglia, jugando quizá una baza comercial que en la película chirría. El bueno de Leonardo, tan fino, tan guapo, nos tememos que no da el papel de rupestre campesino, bragado experto en ganado equino...
Coda o estrambote: Tendría que haber (es ironía, claro...) una ley que prohibiera titular películas con nombres de films míticos: a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacer una película que se titulara Casablanca, Lo que el viento se llevó o Psicosis, por ejemplo (no hablamos de posibles –y disparatados—remakes, como el de Ben-Hur, sino de pelis que nada tienen que ver con esos films legendarios). ¿Por qué, entonces, Mignogna, tituló esta película Cleopatra? Si de lo que se trataba era de hacer que su personaje tuviera un nombre romano famoso, podría haberla llamado Livia, o Agripina, por poner un par de ejemplos, nombres indisociables con el Imperio Romano. Llamándola Cleopatra solo cabe mover a la confusión (con todo en su contra, me temo...) con la mítica película de igual título de 1963 de Joseph L. Mankiewicz. Porque cuando en el futuro alguien hable o escriba de Cleopatra, todos pensarán en aquella mítica película con Liz Taylor y Richard Burton, y no en esta otra, por lo demás, agradable aunque insuficiente dramedia argentina...
(01-11-2020)
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