William Wyler debería tener la misma consideración de un Howard Hawks o de un John Ford, la de un maestro absoluto del cine clásico norteamericano. Sin embargo, generalmente se le suele dejar en un segundo plano. Y ello a pesar de contar en su filmografía, especialmente en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta, varias películas extraordinarias; citemos algunas de ellas: Esos tres (1936), Jezabel (1938), Cumbres borrascosas (1939), La carta (1940), La loba (1941), La señora Miniver (1942), La heredera (1949), Horizontes de grandeza (1958). Pero a raíz del estrepitoso éxito comercial de Ben-Hur (1959), la crítica, especialmente la entonces dominante, los airados chicos de Cahiers du Cinema (abanderados de la Nouvelle Vague francesa), le negó el pan y la sal, lo que provocó que su cine durante los sesenta fuera más espaciado y le costara más trabajo continuar su carrera, a pesar de lo cual hizo La calumnia (1961), nueva versión, más ajustada al drama teatral original de Lillian Hellman, de su anterior Esos tres; El coleccionista (1965), que influyó poderosamente en cineastas posteriores (por ejemplo, en Almodóvar) y esta Cómo robar un millón y... (1966), cuya conjunción copulativa “y” fue un postizo añadido de la distribución española, con un sentido que, a día de hoy, aún se nos escapa.
El film es una comedia en la que no es difícil rastrear las influencias del cine pop que por aquel entonces hacía Richard Lester, singularmente en sus películas con los Beatles, como ¡Qué noche la de aquel día! (1964) o Help (1695), aunque también en su inclasificable El knack... y cómo conseguirlo (1965), una comedia que no se tomaba demasiado en serio a sí misma, con personajes melifluos y diálogos con un punto de absurdez, en una visión muy “joie de vivre”, una explosión de juventud aunque, es cierto, tanto Hepburn como O’Toole eran ya treintañeros largos...
Cómo robar un millón y... se inscribe también, y muy claramente, en el cine de grandes robos de cuello blanco (vale decir sin uso de violencia alguna, solo utilizando la inteligencia), también en la clave humorística que impuso Rufufú (1958), de Monicelli (a su vez caricatura del famoso Rififi de Jules Dassin). La trama se ambienta en París, donde un sexagenario extravagante, Charles Bonet, hace fortuna vendiendo copias perfectas de grandes pintores, como si fueran los auténticos. Tras vender por una millonada un supuesto Cézanne, su hija Nicole le reprocha tal ilegalidad. Esa noche entra en la mansión Bonet el que parece un caco de obras de arte, Simon Dermott; Nicole le encañona con una pistola del siglo XVII, le dispara accidentalmente y le hiere en un brazo, por lo que, finalmente, tendrá que llevarle a su hotel, el Ritz; entre el supuesto caco y la hija del falsificador parece claro que hay “tomate”...
Wyler no fue nunca un cineasta especialmente dotado para la comedia. Se le daban mucho mejor los dramas; véase entre los títulos antes citados cómo abundaban precisamente los exponentes claros de ese género. Sin embargo, Wyler era un cineasta consumado que lo hacía todo bien, y también lo hizo con esta comedia pop que combinaba plausiblemente el clasicismo de su autor con las nuevas tendencias expresivas, temáticas y narrativas de la década de los años sesenta.
El film contó con música de un John Williams que todavía no era el compositor musical cinematográfico por excelencia, gracias sobre todo a los films de Spielberg. Los modelitos que lucía Audrey eran de Givenchy, y lo cierto es que van perfectamente con el tono de la película, elegante y sofisticada sin presunción ni ampulosidad, sin tomarse demasiado en serio a sí misma. Es cierto que Hepburn y O’Toole no tienen entre sí mucha química, como sí tuvieron en su momento, por ejemplo, Audrey y George Peppard en Desayuno con diamantes (1961), que es también otro de los referentes en los que bebe el film. De todas formas, la pareja, aún sin mucha química, funciona razonablemente bien.
(28-11-2019)
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