En 2005, tras haber hecho Ocean’s Twelve (2004), la segunda de la comercialmente exitosa saga iniciada con Ocean’s Eleven (2001), a su vez costeadísima secuela de la mucho más modesta (pero también mejor) La cuadrilla de los once (1960), Steven Soderberg hizo un pequeño film de corte “indie”, Bubble, que no gustó a nadie; sin embargo, lejos de embarcarse, como quizá hubiera sido lógico, en un proyecto más comercial, más transversalmente masivo, Steven hizo esta El buen alemán que, ciertamente, no se puede decir que fuera precisamente una película para reconciliarse con el público.
La acción se desarrolla en un Berlín casi coventrizado, pocos meses después del final de la Segunda Guerra Mundial. A la ciudad devastada por los incesantes bombardeos aliados del último año, llega el periodista Jake Geismer, que ya conocía con anterioridad la ciudad por haber estado destinado allí antes de la conflagración bélica; para facilitar su labor cubriendo la conferencia de Postdam que diseñará el futuro del mundo, le visten de capitán del Ejército yanqui, aunque realmente no lo es. Le ponen como asistente y chófer a un buscavidas, un militar llamado Tully, que se gana la vida trapicheando con whisky y otras mercancías difíciles de conseguir en ese tiempo convulso. Geismer pronto se entera de que Tully tiene como amante a Lena Brandt, que fue en tiempos su amante; Lena se casó con Emil, alguien a quien todos en Berlín quieren encontrar, y no precisamente con buenas intenciones...
El problema de El buen alemán es seguramente que se le nota demasiado el truco, o mejor dicho, la intención. Sobre la novela homónima del escritor norteamericano Joseph Kanon, especialista en la literatura de espías, Soderbergh monta una historia en la que los homenajes, tributos y referencias a dos clásicos del cine negro y romántico, respectivamente, son evidentes; por un lado, busca la atmósfera densa y espesa de El tercer hombre (1949), la célebre película de Carol Reed ambientada en la Viena de postguerra, con sus intrincadas historias de dobles espías, zancadillas, traiciones y tropelías varias, con el aderezo de una fotografía en blanco y negro, y una clave claramente expresionista; por otra parte, la historia romántica entre Geismer y Lena remite poderosamente (con sus variantes, claro) a la de los personajes de Rick e Ilsa de Casablanca, una historia donde hubo amor y ahora quedan rescoldos...
Pero lo cierto es que se aprecia demasiado la impostación, la historia no fluye con soltura, resulta manierista y poco creíble, se nota demasiado alambicada, hecha como en laboratorio. Y es una pena, porque tiene buenas hechuras, pero también una historia endeble, que suena a archimanida, con personajes con los que es difícil empatizar, no digamos ya identificarse. Y eso que el fondo de la trama, con las distintas potencias que, una vez ganada la guerra, intentan aviesamente arrimar el ascua a su sardina, tiene, a priori, interés; otra cosa es que la película de Soderbergh no lo canalice adecuadamente.
Con ese tono descreído que a muchos nos resulta estomagante, como de “enteraos”, como decimos en mi tierra, en el que todo el mundo (menos el protagonista, claro, que es el último en enterarse) parece estar al cabo de la calle de todo, la película apuesta por una mirada cínica, desesperanzada sobre el ser humano y su rara capacidad para infligir dolor y muerte en cualquier circunstancia, incluso en aquellas que, como el final de una guerra de las devastadoras consecuencias de la Segunda Mundial, debieran invitar a un resurgimiento, a una regeneración espiritual de nuestra estirpe. Con una osada apuesta por la llamada “aspect ratio” o relación de aspecto 4:3 (similar a la de una pantalla de televisión clásica, para entendernos), para asemejar la película al formato en el que se rodaba en los años cuarenta, El buen alemán fue, como era de prever, un suicidio comercial, no recaudando a nivel mundial ni la quinta parte de lo que costó.
Y eso que Soderbergh contó con profesionales de primera línea, como el músico Thomas Newman, que de todas formas compuso un “score” demasiado en línea con el cine de corte conspiranoico, lo que no parece que ayudara mucho a ganar el aprecio del espectador.
Tampoco el reparto, a pesar de ser de buen nivel, contribuyó demasiado: Clooney no parece creerse en ningún momento su papel, apareciendo constantemente como desubicado (y apaleado: le pegan al menos tres palizas: parece que cobraba a tanto el puñetazo...); Cate Blanchett, que es tan buena, aquí no termina de pillar su papel, quizá porque es demasiado tópico y ni alguien tan magnífica como ella puede sacarle rédito; mientras que la elección de Tobey Maguire para el papel del pícaro Tully se revela enseguida como un inmenso error de casting: el actor es incapaz de hacer personajes con mala leche, y el inescrupuloso rol que le toca ejecutar aquí es un compendio de todos los defectos, de todos los pecados, de todas las miserias del ser humano.
Un final deliberadamente calcado del de Casablanca termina de rematar, para mal, una película que es un clamoroso fallo en todos sus aspectos, incluido el primero y fundamental, el pensar que, en pleno siglo XXI, tenía sentido hacer cine “a la manera de” El tercer hombre y Casablanca, y salir exitoso del intento...
(30-05-2020)
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