Pues sí, como decía el novio listillo: era mejor el libro… No pertenezco a la gente que desprecia el éxito de la novela El código Da Vinci y la cataloga como basura. Hombre, es evidente que el libro de Dan Brown no va a pasar a la Historia de la Literatura: es pobre en su concepción literaria y trapacero en la manipulación de la documentación que ha manejado. Pero también es un pequeño prodigio narrativo que no da tregua al lector. Su éxito de ventas radica exclusivamente en eso, en la capacidad para mantener la atención de los lectores sin permitir que la acción, ya sea física o mental, decaiga en ningún momento.
Por eso Dan Brown vende 40 millones de ejemplares en todo el mundo y Javier Marías (por poner un ejemplo de escritor exquisito pero que aburre a las ovejas) a duras penas habrá vendido un millón, los mismos ejemplares que sestean acumulando polvo en las estanterías, sin que nadie le hinque el diente; y habrá vendido ese millón, si es que llega, a base de tener detrás la más potente empresa periodística y audiovisual de España, una gente que tiene mucha prisa…
En fin, a lo que íbamos: el libro era mejor, porque la película de Ron Howard se ha dedicado a la esclarecida (por decir algo) tarea de simplificar la historia de Brown hasta hacerla casi irreconocible. Y, desde luego, el que no haya leído la novela lo tiene más bien crudo para enterarse de la trama, de tan simplificada y resumida que está. Pero no es el único problema del filme: Howard siempre ha sido un cineasta artesanal, de poca personalidad, como aquellos personajes infantiles que interpretaba en su infancia para Disney, y aquí no ha sobresalido tampoco por nada en especial. Tampoco el guionista, Akiva Goldsman, se puede decir que sea precisamente William Faulkner: su currículo está lleno de episodios de Batman y de adaptaciones de John Grisham, lo que no es precisamente una buena tarjeta de presentación.
Para terminar, los actores, en general, están penosos: Tom Hanks va con el piloto automático, sin implicarse nunca en su personaje; hombre, no es que el rol de Robert Langdon tenga muchos matices, pero sí algunos más de los que despliega Hanks, cuyo rictus facial más parece aquí el de Stallone antes que el de Laurence Olivier… De Audrey Tautou no diré nada, que después me fustigan los muchos admiradores de la actriz francesa de Amélie. Ian McKellen está ya demasiado visto en filmes comerciales, hasta el punto que no sabes si es Gandalf, Magneto o este Steabing de El código… (y menos mal que no aceptó heredar el Dumbledore de la saga de Harry Potter…). A Jean Reno no te lo crees de policía del Opus, y el siempre excelente Alfred Molina hace lo que puede para aparentar ser un prelado de la Obra.
Así las cosas, sólo Paul Bettany hace un plausible Silas, un asesino fanatizado por su religión, que mata supuestamente en nombre de Dios, y cuyas duras escenas masoquistas en la intimidad de su habitación son de las pocas que destilan cine. Aunque hay quien dice que el final carece de fuerza, no soy de la misma opinión: sin destriparlo, lógicamente, creo que Howard en ese caso sí ha sabido dar en la tecla para ilustrar en imágenes la teoría definitiva del profesor de Simbología, que termina por aclarar el misterio del filme. Pero es poca cosecha para el mucho empeño que se ha puesto en esta obra, cuyo éxito en taquilla, seguramente, no durará mucho: no más allá de que el público se dé cuenta de que le están dando gato por liebre…
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