Uno de los más importantes motores creativos, aparte de las simbólicas musas, es aquel que intenta responder a la pregunta “¿Y si…?, y posteriormente fabular alguna cuestión que resulte novedosa, o intrigante, o que abra nuevos caminos sobre un hecho por todos conocidos. Por poner un ejemplo: ¿y si el meteorito que cayó hace 65 millones de años sobre la Tierra, destruyendo con ello la inmensa mayoría de los dinosaurios, se hubiera desviado y no hubiera impactado sobre nuestro planeta? Pues a esa pregunta es a la que intenta dar respuesta este El viaje de Arlo, el nuevo producto de Pixar que, digámoslo ya, no raya a la extraordinaria altura habitual en la Casa del Flexo.
Pero vayamos por partes. De entrada, la hipótesis de qué rumbo hubiera tomado la Prehistoria (incluso la posterior Historia, aunque hasta ahí no llega, pero prometía jugosas posibilidades…) si el meteorito de marras no hubiera exterminado a los dinosaurios de la faz de la Tierra se demuestra tan interesante como para que pudiera influir de forma decisiva sobre la especie llamada a dominar el planeta. Quiere ello decir que esa falta de exterminación podría haber producido (no sé si científicamente es viable, pero supongamos que sí) que fueran los gigantescos saurios del Período Jurásico los que evolucionaran hasta convertirse en lo más parecido a lo que fuimos los monos que nos bajamos de los árboles: estos dinosaurios de El viaje de Arlo no sólo hablan (lo cual nosotros no conseguimos hasta hace sólo unas decenas de miles de años, y entonces debían ser poco más que ruidos guturales), sino que incluso saben labrar la tierra y pastorear el ganado. Simultáneamente, los simios que en la realidad evolucionaron hacia el homo sapiens actual (que ya sabemos es, con frecuencia, demasiado poco sapiens…), se habría transformado en algo así como un lobo humano, sin capacidad para el habla y con pautas de manada de canis lupus. Sí, ya sé que resulta una hipótesis tirando a descabellada, por no decir disparatada, pero ya sabemos que el cine no tiene por qué ceñirse a la realidad; alguna vez he dicho que el cine es el arte de mentir con verosimilitud, y ésta es una buena ocasión para recordarlo.
Porque en el fondo se nos puede dar una higa si la hipótesis es válida o no. Lo válido, en cine, es que la historia funcione, que la película llegue al espectador, que la trama esté urdida con la suficiente veracidad (aunque sea inveraz) como para que nos la creamos, aún a sabiendas de su impostura. Y lo cierto es, y eso es lo malo, que la historia que nos cuenta Peter Sohn no termina de convencer. Tiene demasiados elementos típicos de historias ya archisabidas, por no decir archisobadas, desde el patito feo (en este caso sin que el diplodoco protagonista sea especialmente horrible, sino más bien patoso hasta la saciedad, miedoso hasta la irritación, cobarde hasta la ignominia, un nuevo Lord Jim con escamas) hasta la pérdida del progenitor (la huella de El rey león es indeleble, y aquí la calcan a modo, como si nadie se acordara de ella y pudiera pasar por nueva), sin olvidar el hecho de que con frecuencia parece que estuviéramos contemplando de nuevo aquella primitiva y modesta película de dibujos animados de Don Bluth de los años ochenta, En busca del valle encantado (que tuvo una innúmera cantidad de continuaciones), hecha con humildes dinosaurios realizados todavía artesanalmente mediante animación tradicional. Así las cosas, se mantiene en el espectador durante todo el visionado del filme la sensación de que este costeadísimo El viaje de Arlo no es sino una secuela (otra) de aquella longeva saga.
Otra cosa es que la película sea una auténtica maravilla desde el punto técnico: la calidad del dibujo digital es prodigiosa, realmente extraordinaria. En ese sentido, Pixar cada día da un paso más en su capacidad para reproducir cualquier mundo, real o fantástico, con una exactitud como de notario y una imaginación como de Dalí. Pero (siempre hay un pero…) en este caso tanto talento en la forma no se ha acompasado con otro tanto en el fondo. La historia de este pequeño infeliz que pierde a su familia por su compulsivo pánico a todo, y la dolorosa manera en que habrá de recuperarla, no termina de convencer, por más que el personaje secundario (el niño humano: para eso hemos quedado…) sea para comérselo (eso también lo piensan, y literalmente, los pterodáctilos…).
Eso sí, entre tanta ganga y tanta historia que suena a más que conocida se cuela una secuencia de una belleza pasmosa, que tendrá un estrambote final también igualmente prodigioso, todo hecho exclusivamente con imagen, prácticamente sin diálogo, y todo con elementos tan simples como unas ramitas de árbol y unos círculos trazados sobre la arena. Con tan poca cosa ambos, dino y niño, se transmitirán (y nos harán partícipes de ello) su inmenso dolor por las familias perdidas. Una auténtica joya, que tendrá su correlato en otra escena posterior, también de alta intensidad emocional. Lástima que no todo el metraje tenga esa altura. De ser así, estaríamos hablando de nuevo de otra cumbre de Pixar, de Up, de la trilogía de Toy Story, de Buscando a Nemo, de Del revés, de WALL-E, de tantas maravillas como nos ha dado la Casa del Flexo.
Peter Sohn, el director, es novato en la dirección de largometrajes. Hasta ahora su experiencia se había limitado a poner voces a los personajes digitales de muchas de las películas de la productora. Ya sabemos que el talento es poliédrico, y con frecuencia, y sobre todo en este tipo de cine de animación infográfica, se ha descubierto a gente muy buena que hacía tareas muy distintas y de una teórica inferior capacidad artística. En este caso, y ojalá me equivoque, me parece que el chinoamericano Sohn no está, al menos por ahora, suficientemente cualificado para estar a la altura de los grandes de Pixar, desde John Lasseter hasta Pete Docter, pasando por Andrew Stanton y Lee Unkrich, por no hablar del gran Brad Bird.
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