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Lo hemos dicho ya en otras ocasiones, y quizá esta es una más en la que viene al pelo: todo proyecto requiere la persona adecuada para llevarla a cabo, no sirve cualquiera. Cuando en 2010 se empezó a montar la primera preproducción de la adaptación al cine de la novela On Chesil beach, publicada en 2007 por Ian McEwan, el director británico Sam Mendes fue el primer designado para su puesta en escena; Mendes, reputado director teatral, tenía ya entonces una más que acreditada carrera como director de cine, con films como American beauty (1999), Camino a la perdición (2002) y Revolutionary Road (2008), por lo que su elección para llevar a buen puerto la versión de la novela de McEwan parecía excelente. Pero pasó el tiempo y Mendes se cayó del equipo de realización, y en una segunda etapa del proyecto, hacia 2014, se quedaba solo como productor, pasando los bártulos de la dirección a Mike Newell, veterano curtido en mil batallas, capaz de lo mejor, como por ejemplo Un abril encantado (1991), pero también de la mediocridad más rampante, como ocurría con la bostezante adaptación de El amor en los tiempos del cólera (2007). Pero tampoco sería Newell finalmente el encargado de poner en imágenes la obra de McEwan, sino el también director teatral Dominic Cooke, muy prestigioso entre bambalinas (consiguió el afamado premio Laurence Olivier en 2007), pero bisoño a más no poder en cuanto al cine, siendo este su primer largometraje de ficción y la serie televisiva The Hollow Crown su única experiencia en audiovisual. Mendes ya no figurará en esta versión definitiva ni siquiera como productor.

Y lo cierto es que esa falta de conocimiento de Cooke del lenguaje cinematográfico se deja sentir: toda la primera parte es de una lentitud exasperante, mientras se nos va ofreciendo, a través de las escenas de los dos protagonistas, la historia de amor de Florence y Edward, en 1962, siendo ella violinista en un cuarteto de música clásica, perteneciente a una estirada familia de clase media-alta, y él un estudiante de Historia con familia con cierta inestabilidad, a causa de padecer la madre problemas derivados de un accidente con daño cerebral; aunque los tortolitos parecen una pareja idílica, en el fondo no lo es tanto, y el conflicto de fondo estalla justo en la jornada del día de su boda...

Cooke puede ser un excelente director teatral, pero el cine es otra cosa: su planificación, en general, es bastante ramplona, en ocasiones (la espantosa escena –fundamental en el film-- del coito nupcial, por ejemplo) incluso horrible, pareciendo que el neófito director desconoce que en cine no existe cuarta pared y que por tanto no hay problema en saltar el eje, como se dice en el argot fílmico, siempre que se haga con sentido común y sin despistar al espectador. Esa puesta en escena teatralizante juega, lógicamente, en contra del film, que avanza con pesadez hasta que, ¡oh, albricias!, llegado al meollo de la cuestión, la película fluirá ya con más facilidad, mostrándonos entonces una segunda parte, tanto en la traumática resolución del día de boda, como en los fast-forward posteriores, dando dos saltos en el tiempo para ver a los protagonistas años más tarde, en los que el cuadro de lo sucedido se completa (más o menos...) y tendremos una visión global y razonablemente cabal de la historia.

Queda imaginar qué hubiera ocurrido si en vez de ser Cooke el elegido para dirigir En la playa de Chesil, hubiera sido Mendes, o incluso un Newell inspirado. No ha sido el caso. De la transformación de la novela al guion se ha encargado el propio McEwan, lo que no suele ser recomendable: ya se sabe que el novelista que a la vez es guionista difícilmente prescindirá de nada de lo que él creó con forma de libro, aunque ello sea poco cinematográfico. Entre la bisoñez del director y el novelista y a la vez guionista, el resultado deja un tanto que desear, aunque ciertamente se aprecia el empaque y eficiencia de la producción (anda de por medio la BBC, que ya sabemos cómo se las gasta en estas cuestiones), y la historia apunta maneras interesantes: pero las cartas pueden dar distintas jugadas según se repartan, y aquí, lamentablemente, estamos lejos de tener un póker de ases.

Lástima, porque había bazas de interés: la pintura de la puritana Inglaterra de principios de los años sesenta, en los ambientes aún naftalinosos de las familias biempensantes británicas de la época, recelosas de la marea beatnick, hippie, rocanrolera que se les venía encima; la pavorosa desinformación sexual de los jóvenes; la incipiente rebelión de los propios hijos de la burguesía inglesa, que acabaría con siglos de pazguata moral victoriana.

McEwan ha sido llevado al cine y la televisión con bastante asiduidad, en algunos casos con títulos muy apreciables, como El placer de los extraños (1990), de Paul Schrader, y Expiación. Más allá de la pasión (2007), donde curiosamente una preadolescente Saoirse Ronan tenía un papel principalísimo, catalizador de la tragedia que tenía lugar en la historia. Curiosamente, Saoirse, diez años después, convertida ya en veinteañera y en una de las mejores actrices de su generación (nominada a 3 Oscar, nada menos, cuando ha cumplido, al escribir estas líneas, veinticuatro años), es ahora la protagonista, la mujer que ama a su novio pero tiene un gravísimo problema para plasmar ese amor físicamente: quiere amar sin amar, paradoja de difícil resolución. Ronan está espléndida, pero eso no es nada nuevo: no recordamos una sola de sus películas en las que no esté eximia; no sería aventurado decir que estamos ante la nueva Meryl Streep. Nos gusta mucho también el coprotagonista, Billy Howle, al que hasta ahora habíamos visto en personajes secundarios, no especialmente brillantes, en El sentido de un final (20178) y Dunkerque (2017), y que aquí hace un trabajo muy matizado, incluso a la altura de la diva Saoirse.


(05-07-2018)


 


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En la playa de Chesil - by , Apr 28, 2023
2 / 5 stars
Amar sin amar