Hay clásicos de la moderna literatura norteamericana que son difícilmente extrapolables al cine. El caso más paradigmático quizá sea El guardián entre el centeno, la obra cumbre de J.D. Salinger, que sin embargo, hasta ahora, no ha tenido versión para la gran pantalla, y seguramente no la tendrá: es una obra donde lo que predomina es el puro artificio literario, la creación novelística, donde la narración (que, queramos o no, mueve la cinematografía, salvo experimentos) ocupa un lugar secundario para dejar su lugar preeminente a la descripción psicológica en primera persona del protagonista.
Con Revolutionary Road pasa algo parecido. Hombre, no tiene la fama de El guardián…, pero es también una de las más valoradas novelas norteamericanas de la segunda mitad del siglo XX, original de Richard Yates, un controvertido escritor de airada vida que, como anécdota curiosa, fue el autor habitual de los discursos del presidente Kennedy. Su novela gira en torno a la utopía del paraíso, y cómo ese acariciado sueño generalmente termina convirtiéndose en un Edén perdido.
Joven pareja en los años cincuenta, con dos niños ideales y grandes proyectos, empiezan a adocenarse en la vida muelle que tanto han denostado; ella concibe un plan para plasmar su deseo de huir de aquel aburguesamiento, dejarlo todo y viajar a París para establecerse allí, donde ella trabajaría en un organismo gubernamental mientras él decide qué es lo que quiere, de verdad, hacer con su vida, en lugar de sestear en una multinacional en un oscuro puesto administrativo; pronto esa búsqueda ilusionada de Eldorado vital empezará a resquebrajarse ante las presiones, quizá no tan sutiles, de la realidad y de su entorno.
Pero lo cierto es que la adaptación de Sam Mendes no termina de cuajar en la gran película que probablemente se podría haber extraído de esta historia de sueños frustrados; ¿dónde está el problema? Quizá en que la primera parte carece de la fuerza necesaria; presenta a estos dos soñadores que se debaten entre la seguridad de su casita burguesa, su trabajo gris pero bien remunerado, la crianza cotidiana de los niños… Es la parte en la que es más difícil mantener el interés para el espectador, mientras que en la novela su tratamiento literario lo hace más digerible. Es en la segunda mitad del filme, cuando el soterrado drama conyugal estalla como un volcán, cuando Mendes se entona y la historia gana en intensidad y en potencia.
Filmada con la habitual elegancia y creatividad del espléndido autor de American Beauty y Camino a la perdición, la película sube un peldaño sobre el anterior empeño de Mendes, la decepcionante Jarhead, pero no es la obra cuasi maestra a la que el cineasta nos tiene acostumbrados. Hay momentos magníficos: el duelo final entre los cónyuges, o las tensas reuniones con el hijo majareta de la amiga, que saca a flote todas las desavenencias de la pareja, como una catarsis inducida por alguien que, como reconoce el aforismo español (“sólo los niños y los locos dicen siempre la verdad”), no tiene tapujos en decir lo que todos piensan pero nadie pone en palabras.
Buen trabajo interpretativo de la pareja protagonista, tantos años después de su encumbramiento con Titanic, aunque sigo pensando que a DiCaprio le dan papeles de hombre fuerte que no cuadran mucho con ese cuerpo de alfeñique que Dios le ha dado. En fin, a lo mejor es sólo un error de “casting”, y él no tiene la culpa…
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