Brad Furman se hizo un nombre como autor de videoclips, pasando después a producir y dirigir películas, fundamentalmente thrillers (hizo también Justin Bieber: What do you mean?, pero no se lo tendremos en cuenta…), género en el que ha conseguido algunos buenos títulos, como El inocente (2011).
En Infiltrado ha contado con guión de su esposa, Ellen Sue Furman, quien se ha basado a su vez en el libro autobiográfico de Robert Masur, un agente del Servicio de Aduanas de los Estados Unidos, especializado en infiltrarse en las organizaciones del narcotráfico para luchar contra esta lacra. En los años ochenta, Masur se dio cuenta de que, mejor que intentar aprehender alijos de droga, lo importante era seguir el rastro de ese dinero negro para capturar a los que de verdad estaban en la cúspide del turbio negocio. De esta forma se implicó en una vasta cacería de los reyes de la coca colombiana, en los estratos en los que el polvo blanco ni se huele, pero sí los dólares negros. Ello supuso poner en riesgo su familia, su profesión, su vida.
Infiltrado es un thriller interesante. Quizá no sea sublime, porque Furman tampoco es que sea Welles ni Scorsese (se imagina uno qué habría hecho el italoamericano con este material), pero no defrauda: narra con solvencia, las escenas de tensión están contadas con el adecuado “crescendo”, y en general la trama se sigue con agrado. Otra cosa es que quizá su metraje sea excesivo: estamos ante la dichosa manía de que para que una película sea “grande” (las comillas no son inocentes, claro), tiene que superar de largo las dos horas. Esta misma historia, más condensada y liberada de la (¿inevitable?) hojarasca, hubiera estado más entonada, hubiera llegado con más facilidad al espectador, sin por ello perderle el respeto, como tan frecuente es hoy día.
Pero ciertamente no estamos ante una película deleznable, sino apreciable, una historia que, además de real (se supone que magnificada, para eso el propio Robert Mazur actúa como productor ejecutivo), tiene ribetes de interés, la eterna lucha contra el Mal, aquí ejemplificado en esos señores de la droga y en esos inescrupulosos magnates bancarios para los que el lavado de dinero era lo más normal del mundo.
Quizá lo que más llama la atención, y es un punto a favor del filme, sea la relación, colindante con el síndrome de Estocolmo, de los agentes de Aduanas protagonistas, que simulan ser pareja y, como tales, llegan a intimar con uno de los capos de la coca y su esposa. Ese sentimiento contradictorio, euforia por poner tras las rejas a quien no sólo conculca la ley sino (sobre todo) siembra multitudinariamente la muerte blanca, pero también pesar por quienes han departido con ellos, reído con ellos, vivido con ellos, es tal vez de lo más novedoso, también humano, del filme; porque, no lo olvidemos, los seres humanos no somos máquinas, y la empatía puede surgir, con sus contradicciones, incluso entre los que supuestamente son agua y aceite, cima y sima, cénit y nadir.
Bryan Cranston, que llegó quizá ya mayor a la fama gracias a su portentoso trabajo en la serie televisiva Breaking bad, hace un notabilísimo trabajo al frente del reparto, con matices que probablemente no estaban en el guión original ni siquiera en el propio libro de Masur. De los demás me quedo con el siempre estupendo John Leguizamo y con los intérpretes españoles, Elena Anaya, Rubén Ochandiano y Simón Andréu, que sirven perfectamente sus papeles.
127'