Las películas de timos y estafas más o menos brillantes están a la orden del día. Sin ánimo de ser exhaustivos podríamos recordar algunos títulos famosos de los treinta últimos años, como Los timadores (1990), de Stephen Frears, Nueve reinas (2000), de Fabián Bielinsky, o La mejor oferta (2013), de Giuseppe Tornatore. Suelen ser películas agradables de ver, con intrincadas tramas en las que finalmente se da un sorprendente giro de guion que descoloca todo lo que hasta entonces creíamos saber de la historia que se nos cuenta.
Pero, como todo, también este tipo de cine requiere de habilidad, buena mano y capacidad para enganchar al espectador, nada de lo cual, me temo, se da en esta La gran mentira. La historia, ambientada en nuestro tiempo en Londres, nos presenta a un estafador profesional de altos vuelos, Roy, ya bastante talludito, que pretende embaucar a una vieja dama con un patrimonio bastante apreciable. La narración nos va desgranando el acercamiento del timador hacia la incauta víctima, con sus toma y daca, incluso con incursiones a través de flashbacks en una oscura historia que aconteció al viejo Roy cuando era joven, y que tendrá capital importancia en los hechos que se nos cuentan...
Lo curioso de este fiasco (porque así es como debe catalogarse La gran mentira) es que tiene a los mandos a un director solvente, el neoyorquino Bill Condon, autor de films tan interesantes como Dioses y monstruos (1998), Dreamgirls (2006) y Mr. Holmes (2015). Claro que Condon, que en esas películas se demostró exquisito, tiene también una faceta digamos “profesional”, en la que pone su buen oficio al servicio de productos comerciales que, es verdad, no le merecen. Así, ha dirigido los dos últimos segmentos de la saga Crepúsculo, Amanecer. Parte 1 (2011) y Amanecer. Parte 2 (2012), y el “reboot” con actores de carne y hueso de La bella y la bestia (2015).
Así que habrá que achacar a esa falta de compromiso artístico y estético este film tan desvaído, aunque es cierto que también ha debido influir el hecho de que la trama, procedente de la novela homónima de Nicholas Searle, tampoco sea ninguna maravilla: y es que la historia que se nos cuenta es en exceso artificiosa, exagerada en muchos momentos, demasiado alambicada, pillada con frecuencia por los pelos. Es cierto que este tipo de productos (iba a escribir “juguetes”, y no hubiera estado desencaminado) se mueven siempre en el filo de la navaja de la credibilidad, por cuanto que hay que armar todo un complicado mecano para que la estafa termine funcionando y que el espectador, a ser posible, no se huela la tostá, como decimos en mi tierra. Pero aunque eso sea así, que lo es, en La gran mentira se sobrepasa con exceso la tolerancia admisible, de tal manera que todo está demasiado cogido por alfileres, las motivaciones suelen ser muy endebles, e incluso hay reacciones en las escenas “de época”, que supuestamente dieron lugar a los hechos actuales, no suficientemente fundamentadas o no adecuadamente respondidas en su momento por quienes podían hacerlo (esto de no incurrir en “spoilers” hace que las explicaciones a veces sean un tanto abstrusas, lo reconocemos...).
En definitiva, La gran mentira no pasará a ninguna historia del cine de timos brillantes. Queda, eso sí, el magnífico duelo entre los dos grandes de la interpretación, los británicos Helen Mirren e Ian McKellen, que son por sí mismos un auténtico regalo, imbuyéndose de sus personajes y facilitando con su arte los giros de guion que todo film como este lleva aparejados. Ellos son lo único valioso de una película que, ciertamente, no aporta nada nuevo, y busca un entretenimiento no especialmente distinguido, en el que lo único que mantiene el interés del público es ver el desenlace de una historia cuyo planteamiento y nudo no han sido precisamente brillantes, craso error para un film de estas características.
(12-12-2019)
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