Los Tupamaros fue un grupo político-militar que, durante los años sesenta y setenta luchó contra los gobiernos autoritarios de la época en Uruguay. Muy activo, el ejército charrúa le asestaría varios golpes importantes, en uno de los cuales, en 1973, cuando presidía el país Jorge Pachero Areco, cayó la plana mayor del grupo, entre ellos José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof. El gobierno decide entonces encerrarlos sin juicio ni sentencia, dándoles el estatus de “rehenes”, de tal forma que si los Tupamaros volvían a producir víctimas mortales, serían ejecutados sumarísimamente. Ante la imposibilidad de, en esa circunstancia, matarlos sin más (como tan frecuente fue en los regímenes dictatoriales hispanoamericanos en la segunda mitad del siglo XX, y en otros lugares donde el ejército se hizo cargo de la gobernación), los dirigentes uruguayos deciden, literalmente, “volverlos locos”. Así, serán confinados en celdas de aislamiento, en ocasiones de muy reducidas dimensiones, de forma que no podían ponerse totalmente en pie; también se les prohibió hablar entre ellos (aunque la dispersión en calabozos distintos ya lo hacía casi imposible) e incluso con sus carceleros. Sin ningún tipo de información exterior, nada que leer ni posibilidad de escribir, malcomiendo y en pésimas condiciones de salubridad, los tres reos tuvieron que ingeniárselas para sobrevivir y, sobre todo, para no perder la razón.
Esta es la historia verídica que, a grandes rasgos, se nos cuenta en La noche de 12 años, este percutante film en clave de biopic temporal (puesto que se limita a esos doce años, más algunos flashbacks de sucesos anteriores) de estos tres tupamaros que, con el tiempo, serían padres de la patria en Uruguay: Mujica, presidente de la nación, y además referente moral de la izquierda en todo el mundo; Fernández Huidobro, ministro del gobierno uruguayo; Rosencof, al que apodaban Ruso, tanto por el apellido como por su ideología, sería Director de Cultura del gobierno.
Pero durante aquellos doce años estos tres que serían prohombres del estado uruguayo las pasaron, literalmente, canutas. Como las limitaciones agudizan el ingenio, tuvieron que conseguir con añagazas driblar las prohibiciones que se les imponían; así surgieron alfabetos en clave transmitidos mediante golpes, como en el morse; acercamiento a carceleros utilizando sus debilidades, como la del sargento enamorado que no sabe escribir y al que Ruso redacta hermosas cartas a la manera de un Cyrano epistolar o del Neruda de El cartero, de Radford.
Álvaro Brechner es un guionista y director uruguayo afincado desde hace años en España, aunque cuando dirige largometrajes lo hace sobre temas y paisajes de su tierra natal. Este es su tercer largo de ficción, tras Mal día para pescar (2009) y Kaplan (2014). Su cine suele tener siempre un cierto tono social y/o político; también en este caso, aunque parece que a Brechner le ha interesado más la peripecia vital de estos tres hombres, enterrados en vida durante una docena de años, que su ideología.
Brechner consigue con inteligencia sortear el problema mayor del film, que se haga aburrida una historia consistente en narrar doce años en la vida de tres reclusos. Para ello utiliza recursos como los flashbacks, en los que conoceremos algunos momentos de su vida anterior, tanto familiar como política o de activistas, pero también consigue amenizar la historia con las diversas formas en las que los reos consiguieron eludir, mal que bien, la que podría considerarse inexorable locura tras pasar 12 años como muertos en vida. Jugando con la inevitable sordidez de la situación de los tres presos que no lo eran, al menos oficialmente, Brechner nos presenta un retablo sobre tres seres humanos aherrojados a un arbitrario castigo infligido por el poder ejecutivo, que se constituyó a la vez en policía, juez y verdugo. No entra el director, con buen criterio, en los delitos que pudieran haber cometido los tres reos, sino en la forma en la que fueron castigados, sin un juicio justo, sin abogados, sin poder defenderse de sus supuestos crímenes.
Film torturado, durísimo en la exposición de las sevicias de todo tipo que se infligió a estos tres hombres, resulta finalmente luminoso en su resolución, que no “spoileamos” si decimos que no fue otra que la puesta en libertad, a la llegada de la democracia, tras doce años, de los tres presos que no lo eran: está en los libros de Historia, e incluso el propio título lo deja intuir claramente. Ese final, con una bellísima versión de The sound of silence, en la voz de Silvia Pérez Cruz, que tiene también un papel en la película, nos recuerda el verso de la canción de Paul Simon iniciado por “Hello darkness”, “Hola, oscuridad”, tan apropiado a este film que confirma la rara capacidad para infligir dolor, físico o moral, que tiene el ser humano.
Antonio de la Torre, como es norma en él, está espléndido, adoptando para la ocasión el suave acento uruguayo e incluso aproximando la inflexión de su voz a la de Pepe Mujica, su biografiado. Los otros dos personajes centrales están impecablemente servidos por Chino Darín, el talentoso hijo de Ricardo Darín, y por Alfonso Tort, al que hace ya casi tres lustros vimos por primera vez, en un personaje episódico, en la entonces muy celebrada Whisky (2004). En un papel secundario pero jugoso aparece Soledad Villamil, que fue musa de Juan José Campanella en films como El secreto de sus ojos (2009).
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