Jesús Ponce es un guionista y director sevillano que hace casi tres lustros llamó poderosamente la atención con su ópera prima, 15 días contigo (2005), drama ambientado en los territorios (en cine) cuasi vírgenes de la indigencia, la pobreza extrema, los “homeless” o “clochards”, aunque en inglés y francés parece como más fino y menos doloroso. De sus obras posteriores destacaríamos Déjate caer (2007), una dramedia que se hacía fuerte en el territorio, también escasamente hollado por el audiovisual, del barrio de clase media-baja, donde la desidia juvenil coquetea con otros horizontes más pavorosos, en una película que no tuvo el respaldo crítico de su anterior film pero que sin embargo tenía poderosas razones para interesar.
Tras varios títulos posteriores en largos para el cine, TV-movies y populares series televisivas como Pelotas, Ponce nos llamó la atención recientemente con su notable documental sobre la figura del malogrado cineasta sevillano Claudio Guerin Hill, La última toma (2018), para presentarnos ahora su nuevo film, como casi siempre en un universo familiar o conyugal, sea en ambientes degradados o llamémosles normalizados. La primera cita nos cuenta la historia de un matrimonio, Isabel y Sebastián; la primera tiene un brote de Alzheimer prematuro, enfermedad ya diagnosticada anteriormente en su familia; el segundo es un militar prejubilado que nunca se preocupó mucho (más bien poco) de su mujer. Ahora, con la aparición de la ominosa enfermedad, el marido habrá de cambiar en su actitud con respecto a su esposa. Pero no será tan fácil...
La primera cita comienza como si fuera el típico drama del calvario que se cierne sobre cualquier familia en la que se diagnostica el mal de Alzheimer en uno de sus miembros, pero pronto observamos que, aunque ese es su punto de arranque, no tarda en virar hacia otros escenarios que nos parecen más interesantes. Así, la confusión, las brumas en la mente de la mujer abrirán las puertas a un secreto celosamente guardado, lo que hará que al marido, de natural intolerante, aunque se reprima, le brote incontenible el macho carpetovetónico que siempre ha llevado dentro. A partir de ahí, el hombre, tras varios (des)encuentros con su pasado, irá descubriendo hasta qué punto fue injusto con la mujer que se lo dio todo y al que él no dio nada, más allá de los meros bienes materiales.
Ponce opta, con buen criterio, por la clave realista, incluso detallista, por el tono cotidiano, por los diálogos que saben a verdad, a ciertos, diálogos que no parecen de guionista sino escritos al dictado de las conversaciones de bar o de café. Elegantemente filmada, dentro de la modestia evidente del empeño, La primera cita queda entonces como una hermosa, doliente, finalmente esperanzada película sobre la relación humana que habitualmente llamamos amor, pero que también ha de ser convivencia querida y deseada por ambos, una convivencia sin fecha de caducidad (para eso ya están los yogures...), una convivencia donde lo último que cabe es el desinterés, la desgana vital por el otro miembro de la pareja.
Estamos entonces ante la puesta en escena del proceso de aceptación por parte del que fuera intolerante militar de su humanidad, de la sensibilidad que no sabía que tenía, del amor cuya génesis descubre tantos años después, con una bella elipsis final en flashback, quizá todo, quizá nada de lo que vivieron o creyeron vivir, quizá otra de las brumas de la memoria de la mujer estragada por la enfermedad. En el transcurso de ese proceso el militar habrá de enfrentarse a su peor perfil, el del maltratador soterrado que fue, que es, el del putero que buscaba el sexo mercenario “porque somos hombres”, el del homófobo apenas reprimido que no tolera conductas que considera desviadas. Ese proceso de asunción de lo mejor de sí mismo está contado inteligentemente por Ponce, con buenos diálogos, pero también con silencios, en los que el hombre que fue un marrajo habrá de aprender a ser algo parecido a un ser humano.
Gusta también La primera cita por su apuesta por los escenarios cercanos, tan familiares a los sevillanos, pero a la vez huyendo de la postalita turística: esa Matalascañas, identificable incluso en tiempos lluviosos, como es el caso; esas calles de Sevilla, paisajes urbanos en los que nunca aparece la Giralda, ni la Torre del Oro, ni el puente de Triana, paisajes corrientes, con sus semáforos, sus coches, su gente caminando anónimamente por la acera. Gusta también por el tono cercano que propicia el hecho de que todos los personajes se llamen como los actores que los representan, incluso con apellidos (efectivamente, el actor Sebastián Haro da vida al personaje Sebastián Haro...), en una suerte de mágica confluencia que subraya aún más la identificación de unos con otros, siendo los primeros ficticios y los segundos los que los representan. Gusta por su apuesta humanista, por tratar temas tan lacerantes como cotidianos, como la pavorosa irrupción del Alzheimer en cualquier hogar, pero también como el reconocimiento de la falta de cercanía, de auténtico amor, en quien debiera haber sido lo opuesto a ello.
Gran trabajo interpretativo; nos quedamos especialmente con la transición que hace Sebastián Haro en su personaje, desde el duro, adusto, intolerante militar, hasta el hombre que encuentra por fin la piedra filosofal en el inesperado cariño hacia su mujer entregada a las brumas de su mal. También notabilísimo el trabajo de Mercedes Hoyos, una de nuestras mejores actrices (y decir eso en Andalucía es decir mucho), que sabe hacer suyo su personaje, entre la madame y la pelandusca en retirada, en el fondo una auténtica filósofa, una mujer doctorada en la universidad de la calle, esa que no expide títulos pero gradúa “cum laude”. A su personaje se debe el certero diagnóstico de lo que le ocurre al militar, que ella sabe ver, con su sabiduría popular, de inmediato: una “tormenta en el paraíso”, algo inesperado que zarandea su plácida vida de hombre egoísta y volcado soberbiamente en sí mismo.
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