CRITICALIA CLÁSICOS
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Si pensamos en Vittorio de Sica como actor nos viene enseguida la imagen de un italiano risueño, simpático, dicharachero y gesticulante. Pero ese mismo De Sica cuando se pone tras la cámara se transforma en un testigo implacable de la realidad de su país, y ese director y realizador (fundamental en la creación del movimiento neorrealista, junto a Rossellini) nos narra con crudeza y amargura toda la etapa de la postguerra en Italia, con un pueblo que salió de la pesadilla del fascismo mussoliniano para encontrarse a sí mismo como uno de los países perdedores de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando De Sica rueda en 1948 esta Ladrón de bicicletas ha dirigido ya media docena de largometrajes, no es ningún principiante, y siempre ha optado por el realismo como forma de reflejar sus historias, como en su anterior y notable El limpiabotas. Le queda una larga y fructífera carrera por delante, que cerrará en 1974 con El viaje, con Sofía Loren y Richard Burton como protagonistas. A la vez sigue interpretando con frecuencia e incluso protagoniza su mejor papel dramático en la excelente El general de la Rovere, de su colega Roberto Rossellini. Pero probablemente para la historia del séptimo arte esta sencilla historia de una bicicleta, un padre y su hijo en Roma, será la que más huella deje en el recuerdo.
Vemos una Roma decrépita, plagada de desconchones, calles inmundas, sucios solares, llena de hombres en bicicletas no por desconocidos afanes ecologistas, sino como forma barata de desplazarse en una ciudad grande. Y vemos, como inicio, un montón de trabajadores que se agolpan a la puerta de una oficina de empleo. Entre ellos está Antonio Ricci, nuestro héroe, al que sale la oportunidad temporal de trabajar pegando carteles por las calles. Le preguntan si tiene bicicleta, titubea... y dice que sí. Con su hijo Bruno corre a su casa y encuentra a su mujer, cargada con dos cubos de agua que tendrá que subir hasta su tercer piso. Como ya suponíamos no hay tal bici, y optan por empeñar todas las sábanas de la casa para poder comprarla usada, no importa dormir sobre colchones... Hay una estupenda escena en el almacén, repleto hasta el techo de otras muchas sábanas, que vemos que es el único bien que tienen, en su miseria, esta gente humilde...
Antonio, en su primer -y feliz- día de trabajo, con una escalera al hombro y muchos carteles por pegar, se para ante una pared despejada y se prepara para poner el afiche de Rita Hayworth en Gilda. Ya subido ve cómo, en un momento, un muchacho le roba su bici y sale a toda velocidad.
Con su inútil y desesperada carrera, junto a Bruno, empieza ya el calvario de este hombre honesto, que ve cómo ni las denuncias a un funcionario, ni su búsqueda con amigos, ni las pesquisas en mercados de segunda mano... todo se le vuelve en contra. De Sica nos muestra con minuciosidad lo inútil de su empeño, su fracaso tanto en asociaciones caritativas, como en medios sindicales. Para todos parece que una bicicleta es muy poca cosa. Hasta una médium, a la que acude, le dice imperturbable que "o la encuentras enseguida o ya no la verás"...
Y opta, desesperado, por intentar ser él, también, ladrón de bicicletas. Todo sale mal, casi lo linchan entre insultos y sólo su pequeño Bruno y un ciudadano que sí entiende la situación lo salvan. Un plano final nos muestra a padre e hijo, derrotados, pero se dan la mano y vuelven a casa... Se cierra este paseo entre miserias y dificultades, narrado con sencillez y naturalidad por un De Sica que llegó a una cumbre, acaso sólo igualada por su patético retrato del jubilado en Umberto D. Así, en los años cincuenta, esta cinta que ahora glosamos (tras ganar el Oscar como mejor película extranjera) se convierte en una cumbre que llega al número uno de la historia de la cinematografía, en esas votaciones decenales, que en 1952 inauguró la revista británica Sight & Sound, sustituyendo a El acorazado Potemkin (1925), que en anteriores encuestas siempre quedaba primera.
Luego viene desde 1962 hasta 2002 el reinado implacable del Ciudadano Kane wellesiano, que en 2012, cincuenta años después, es reemplazado por Vértigo de Hitchcock, y ya en 2022 aparece un título insospechado, Jeanne Dielman, 23, quai de Commerce, 1080 Bruxelles, una cinta que dura tres horas y veintiún minutos, de una olvidada directora belga, Chantal Akerman, que murió en 2015 tras una profunda depresión que la llevó al suicidio. Una elección polémica que se olvida de grandes autores y consagra casi el anonimato y el desconocimiento de los aficionados. Todo este paréntesis nos lleva a ver cuánto ha llovido desde aquella Ladrón de bicicletas encumbrada, a los gustos de ahora, tan distintos.
Pero volvemos a ella, porque alguien dirá, con razón, que no hemos hablado de los actores del film de De Sica. Y no lo hemos hecho sencillamente porque el film no los tiene, son todos gente de la calle y el director los buscó en plazas y patios, por zonas obreras, en las que les hacía pruebas muy simples, como la forma de andar (sobre todo para el niño) o de hablar y moverse. Por eso es absurdo poner unos apellidos italianos que no nos dicen nada y mejor que recordemos a Antonio, a su hijo Bruno o a su madre María. Tampoco tuvo la cinta ninguna escena rodada en estudios, y la iluminación fue mínima, acaso para planos cercanos... Termina así una aventura que más de siete décadas después se mantiene vigente y llena de vida, seguramente lo que buscaban y pretendían Vittorio De Sica, y todos los que la rodaron con él...
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