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La cinematografía paraguaya es muy endeble: la IMDb censa poco menos de 200 títulos, entre largometrajes de ficción, cortos, documentales, TV-movies, series y miniseries de televisión. Quiere decirse que es difícil que, con tan escaso bagaje, se haga buen cine (ya se sabe aquello de que de la cantidad sale la calidad), pero lo cierto es que esta Las herederas es buen, muy buen cine.

Asunción, en nuestros días. Chela y Chiquita son dos componentes de la plutocracia paraguaya. Ambas viven juntas en una hermosa casa, rodeada de lujos y hermosos muebles y cuadros; se intuye que tienen una larga relación sentimental de pareja, aunque en ningún momento se diga expresamente. Pero los malos tiempos han llegado a la casa, quizá por agotamiento de los caudales heredados de sus mayores, lo que hace que tengan que ir vendiendo paulatinamente el costoso ajuar, el bello menaje familiar. Chiquita es encarcelada por una supuesta estafa relacionada con un banco, probablemente por los problemas económicos de la pareja. Así las cosas, Chela es requerida por una amiga para que la transporte en su coche (para el que la mujer carece de licencia de conducción), comenzando así un “modus vivendi” que se ampliará con otras mujeres de su misma (alta) condición.

Sorprende Las herederas por su buen tono cuando Marcelo Martinessi, su director (Asunción, 1973) apenas tiene varios cortos en su haber, siendo este el primer largometraje de ficción que acomete (quien lo diría...). Su historia tiene cierta relación con dos clásicos del cine, uno mayor, El gatopardo (1963), una de las obras de referencia de Visconti, y otro menor pero también interesante, Bearn o la sala de las muñecas (1983), de Jaime Chávarri. Porque el microcosmos en el que se enmarca Las herederas es el de dos mujeres pertenecientes a la clase alta paraguaya; en este caso no son nobles o aristócratas, como en los films citados, sino plutócratas: su estatus se debe a los caudales atesorados por sus familias; no se olvide que todo aristócrata fue, primeramente, plutócrata, y las sucesivas generaciones se fueron revistiendo, con el acceso a la educación y a las exquisitas formas que otras clases tenían vetadas, con los ropajes formales de la innoble nobleza que cree tener sangre azul, que cree ser distinta, mejor que los demás. A falta de una aristocracia en Paraguay (como en todo país republicano, obviamente), la plutocracia es lo más parecido a esa clase holgazana y altanera.

Como en El gatopardo o Bearn..., la protagonista de Las herederas es prisionera de su elevado estatus, negándose a perderlo y, sobre todo, a que lo sepan sus pares. Para ello venderá los lujosos ajuares familiares (con esas compradoras merodeando por el hogar como buitres) y mantendrá la ficción de que su trabajo de choferesa lo hace casi por hobby, cuando es el único “pane lucrando” que tiene para sobrevivir. A pesar de todo, mantendrá el servicio doméstico, intentando mantener una apariencia del inexistente nivel económico y social que, ciertamente, ya no posee; y es que “el qué dirán” es un poderosísimo motor universal, en Asunción, en Madrid y en Pekín...

Pero, a diferencia de los protagonistas de El gatopardo y Bearn, el personaje central de Las herederas, a raíz de su nueva (realmente su primera) ocupación como choferesa para viejas (estas sí) adineradas, encontrará que el mundo exterior, ese que en su altanería y clase le resultaba estomagante, vulgar y execrable, supone un extraordinario espacio de libertad donde (casi) todo es posible: por ejemplo, desear con todo el alma tener sexo con una mujer más joven, Angy, con la que pronto parecerá establecer una relación especial, aunque el flirteo entre ambas sea de una sutileza extrema, sin apenas signos de la tensión sexual no resuelta que las embarga; en especial, por supuesto, a la protagonista, nueva en estas lides, narcotizada por la monotonía de treinta años de relación lésbica que progresivamente se ha asexuado, llegando al práctico hermanamiento con su pareja.

El mundo, entonces, está ahí fuera, y la exquisita plutócrata de permanentes cejas alzadas, como corresponde a quienes (nobles, ricos y demás ralea) se creen mejores que los demás mortales, encontrará una válvula de escape para huir de las paredes progresivamente desnudas de un hogar que, como su propia relación de décadas, se está desmoronando a ojos vistas; y es que el progresivo desmantelamiento del ostentoso hogar será también una sutil metáfora del progresivo hundimiento de su posición de clase.

Historia contemplativa, sentida, callada, silenciosamente dolorosa, Las herederas se configura de esta forma como una hermosa película sobre la libertad, sobre la necesidad de escapar de la rutina cuando esta ahoga, asfixia, aunque sea en una preciosa cárcel de oro donde cada detalle es un lujo, cada mueble una exquisitez, cada cuadro una joya. La descomposición de la relación sexual y afectiva con su pareja, paralela a la económica, incidirá en la progresiva desafección de la protagonista, que conocerá a través de su relación con las otras mujeres, y sobre todo, con la joven y libre Angy, que hay otra vida allá afuera.

Pausada, callada, con un tempo moroso que tan bien le conviene, un cierto desaliño formal le hace bien, como un componente más de ese progresivo deterioro social, económico, humano, afectivo. Martinessi ausculta permanentemente el rostro de su protagonista, una espléndida Ana Brun que debuta en el cine (aunque en teatro sí tiene experiencia, bajo el heterónimo de Patricia Abente), y que ganó más que merecidamente el Oso de Plata en la Berlinale, como también lo hizo el propio Martinessi por su dirección, en una riada de premios en multitud de festivales (Atenas, Huelva, Lima, Mumbai, San Sebastián, Seattle, Viña del Mar, entre otros muchos) que se rindieron ante esta historia hermosa y doliente, una historia, contra toda esperanza, de renacer en la vejez.


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98'

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Las herederas - by , Mar 15, 2019
4 / 5 stars
Bearn en Asunción