En 1996 Brian de Palma necesitaba imperiosamente un éxito para volver a gozar del favor de la industria: la década de los noventa le estaba yendo fatal, con patinazos del calibre de La hoguera de las vanidades y En nombre de Caín, aliviado sólo por el éxito crítico, que no comercial, de Atrapado por su pasado (más conocido internacionalmente por su título original, Carlito’s way). Así las cosas, cuando se le planteó la posibilidad de llevar al cine la serie televisiva Misión: Imposible, debió dar saltos de alegría. El resultado, sin ser extraordinario, le dio resuello para seguir haciendo cine, un cine que, aunque de vocación eminentemente taquillera, procura siempre abrir ventanas hacia otras cuestiones no estrictamente comerciales.
Esta primera entrega del serial cinematográfico (del que, cuando se escriben estas líneas, se han producido ya otros dos capítulos) resulta ser un congruente eslabón que enlaza con la mítica serie televisiva sesentera que encandiló a toda una generación, con un tema musical de Lalo Schifrin que permanece firmemente anclado a nuestra memoria colectiva. Se opta aquí por mantener, lógicamente, los clichés de la serie (otra cosa hubiera sido suicida…), y tenemos máscaras tras las que los agentes se ocultan para presentar falsas identidades; “gadgets” curiosísimos, como el chicle explosivo, tal vez un trasunto en clave seudoinfantil de la tristemente famosa Goma-2; traiciones, en las que la serie era experta; tecnología que permite incursiones prodigiosas, lindando con lo imposible, a fin de justificar el título… y así “ad infinitum”.
Claro que también hay elementos algo novedosos: aquí las traiciones están dentro del propio equipo, como corresponde a una época en la que la confianza es una mercancía de escaso valor y donde todo tiene que sorprender. En ese sentido, esta Mission: Impossible es mucho más cínica que su predecesora catódica: las traiciones aquí serán puramente crematísticas antes que ideológicas, provocadas antes por la Caída del Muro de Berlín y, con ello, con el incierto porvenir de miles de espías, que por verdaderas tomas de postura política, por muy erróneas que éstas pudieran ser.
Pero si hay algo en De Palma que le hace distinguirse de otros directores es su notable sentido cinematográfico, que generalmente no explota a lo largo de todos sus filmes, sino sólo en contadas ocasiones dentro de ellos. Es un cineasta irregular, pero que a veces da en la diana: interesante, aunque quizá no de las mejores suyas, es la escena inicial en Praga, con un punto de vista, el del protagonista, que le da una perspectiva, que después habrá de ser cotejada y complementada con otra más real, una vez desvelados algunos enigmas. Mejor es, quizá la más estimulante de la cinta, la secuencia en el mismísimo cuartel general de la CIA, en Langley, en la escena en la que el protagonista, Ethan Hunt, se descuelga desde el techo con unos arneses, con un sobresaliente sentido del “suspense”, en un planteamiento tan novedoso como posteriormente copiado “ad nauseam” por otros, incluidos publicistas de toda laya.
La secuencia de acción final, dentro del Eurotúnel y con un helicóptero enganchado a la cola del tren TGV (el hermano mayor del AVE español, para entendernos), es quizá excesiva para que pueda ser creíble, pero hay que reconocer que consigue generar apreciables dosis de adrenalina en el espectador, función hormonal que, se quiera o no, es lo máximo a lo que puede aspirar un filme de acción.
Mención aparte para el reparto, con un Tom Cruise que ha ido haciéndose al papel de Ethan Hunt a lo largo de la serie fílmica; un Jon Voight excelente en su turbio papel; una Emmanuelle Béart quizá no demasiado aprovechada y tal vez un punto inapropiada para ser la dura agente que se supone es; un rocoso Jean Reno, muy adecuado a su papel; y el lujo de la película, una Vanessa Redgrave que dignifica con su presencia este por lo demás brillante producto comercial.
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