El caso de Paul W.S. Anderson es curioso: empezó a dirigir en su Inglaterra natal, y lo hizo con un filme, Shopping, que llamó poderosamente la atención por cuanto suponía un aldabonazo sobre la juventud de la época, una juventud nihilista, consumista y cortita de escala de valores, con una hiperviolencia hiperrealista (tanto prefijo superlativo no es superfluo –iba a escribir “hiperfluo”…--). De inmediato fue fichado por Hollywood, pero de aquel cineasta interesante, brillante, que parecía tener un mar de ideas en la materia gris de su cerebro, no quedó nada: su carrera en USA está plagada de historias olvidables, en parte en el universo de la plasmación de videojuegos al cine (Mortal Kombat, Resident Evil), pero también en el de la ciencia ficción (Horizonte final, Soldier, Alien vs. Predator), en cualquier caso siempre con el ingrediente indispensable de la acción como marca de la casa.
Por eso, aunque este Pompeya teóricamente se ambienta en los días en los que aconteció la catástrofe que asoló a esta ciudad romana y a su vecina Herculano, allá por el siglo I d.C., a causa de la erupción del Vesubio, lo cierto es que a Anderson (y al público al que va dirigido, me temo) le interesa mucho más la acción y, por supuesto, la recreación de la destrucción de la ciudad por la lava del volcán, que permitió, en las posteriores excavaciones arqueológicas, reconstruir cómo era la vida en la época, al quedar las figuras y enseres esculpidas en tan ardiente molde.
Pompeya no busca, evidentemente, ningún tipo de rigor histórico, por más que se cite a Plinio El Joven relatando los avatares de aquella erupción histórica que sepultó las ciudades colindantes al Vesubio. La película no es sino un vehículo para poner en marcha diversos modelos de cine de acción, desde el que bebe sin recato en Gladiator y sus luchas de gladiadores (que por momentos parecen calcadas a las de su original), hasta toda la parte final, que remite al viejo cine de catástrofes de los años setenta y principios de los ochenta. No deja de ser curioso en este sentido que, con las técnicas actuales, capaces de poner en escena cualquier cosa, en este caso los efectos especiales dejen mucho de desear, notándose en demasía que no existen más allá del disco duro del ordenador que los puso en imágenes.
Filme descuidado en su peripecia digamos dramática, puesto en escena de forma rutinaria por un cineasta que ya ha demostrado reiteradamente que carece de personalidad y solo le importa pegar un plano tras otro, Pompeya carece de grandeza, a pesar de su tema, y por supuesto se queda en mantillas al lado de la película por excelencia sobre esta destrucción volcánica, Los últimos días de Pompeya, la segunda versión (de las cinco que se han hecho entre cine y televisión) de la novela homónima de Bulwer-Lytton, que dirigieron en 1935 al alimón Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper (los autores del primer y legendario King Kong), con unos F/X infinitamente más rudimentarios, absolutamente artesanales, pero con una historia verosímil y coherentemente puesta en imágenes.
Los personajes tampoco tienen entidad propia: el protagonista parece el sobrino tonto del Máximo Décimo Meridio de Gladiator, con su odio hacia Roma por las sevicias infligidas a su familia pero sin su mente privilegiada; el antagonista (un Kiefer Sutherland al que de vez en cuando le gusta poner un villano en su filmografía) es uno de esos malos integrales que sólo el cine es capaz de dar: impío, cruel, vesánico, sátiro, torturador, traidor… un angelito, una especie de tatarabuelo de la Bruja de Blancanieves. Del resto nos quedamos con Carrie-Anne Moss, no tanto por su papel (más bien irrelevante) como por ver a aquella turbadora joven de coreografías imposibles de Matrix hacer ya de madre: tempus fugit… Por cierto que el mentado protagonista, Kit Harington, no es otro sino el actor que interpreta el papel de Jon Nieve en la exitosa adaptación televisiva de Juego de Tronos, aquí con una exhibición de abdominales que parece estar pidiendo a gritos un papel estelar en una hipotética secuela (otra) de 300…
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