Los hermanos Coen tienen una vena humorística indudable: desde la prehistórica Arizona Baby hasta la más reciente Ladykillers, pasando por El gran Lewobski o Fargo, su cine está impregnado con suma frecuencia de una comicidad adulta ciertamente muy de agradecer, cuando el humor en cine pareciera con frecuencia que está hecho por subnormales y para subnormales. Pero, como ya les ha pasado con anterioridad a estos hermanos tan talentosos, de vez en cuando se les va la olla, sobre todo después de una de sus cimas (para la ocasión, No es país para viejos, que deslumbró hace menos de un año), y entonces la cagan a modo: el guión de este Quemar después de leer parecen haberlo escrito convenientemente mecidos en alas lisérgicas, tras haberse leído de un tirón, entremezcladas, las obras completas de John LeCarré y de Ibáñez (hablamos del autor de Mortadelo y Filemón, of course).
Pero la mescolanza entre la historia de espías y el tebeo no funciona: antes dijimos que el cine de humor, y que se salve el que pueda, parece estar hecho por subnormales y para subnormales; no diremos eso en el caso de este filme, aunque sí que no hay personaje que aparezca que no sea bobo, carajote o lelo, o las tres cosas a la vez. Al humor por la memez, parece la consigna coeniana, como si fuera una versión “high tech” de majaderías del estilo de Dos tontos muy tontos.
La historia es una marcianada, con varios personajes que se entrecruzan, todos con encefalogramas tirando a plano: el agente del Tesoro con temores paranoicos que se tira a cualquier cosa con faldas; la copropietaria de un gimnasio de medio pelo, obsesa por mejorar su cuerpo (“reinventarse”, la pánfila “dixit”) vía Corporación Dermoestética del Tío Sam; el monitor, probablemente la quintaesencia del tonto de baba (“tontolava” dicen ahora…); el consultor de la CIA (vulgo espía), tan pronto a echar espumarajos por la boca en forma de tacos como proclive a que le “adornen” la cabeza a modo; si hasta el jefe de la CIA parece un imbécil integral (lo cual, dicho sea de paso, no debe estar muy lejos de la realidad…).
Además, parece que los Coen tampoco anduvieron muy listos a la hora de enjaretar con cierta coherencia las distintas historias, que con frecuencia parecen como parcheadas, sin que haya una ilación mínimamente lógica. Eso sin hablar de algunos excursos que los hermanos se permiten, absolutamente fuera de contexto ni relación con la historia, como el artilugio llamémosle “de autoconsolación fálica” que el personaje de Clooney construye, en plan Bricomanía, para mayor solaz de sus (numerosas) hembras, aunque no pinte nada en la película más allá de la excentricidad de mostrar semejante aparato (nunca mejor dicho lo de “aparato”…).
Los actores, en general, están considerablemente pasados de rosca: Clooney poniendo ojos de asombro impostado, o de miedo no menos falso; es verdad que Pitt borda tan bien su papel de majadero que enteramente parece que lo es; Malkovich parece cobrar a tanto el salivazo que sale de sus fauces permanentemente huracanadas; sólo McDormand, como es habitual en ella, da con la clave adecuada a su personaje, ese punto entre idiota y enterada que le da un toque especial. En fin, ya lo decía Oscar Wilde, que algo sabía de eso: no se puede ser sublime sin interrupción; otro más chusco, con menos “charme”, diría aquello de que después de la de cal, viene la de arena: pues vaya paletada que nos han arreado…
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