Tras hacer Extraños en un tren (1951), primera adaptación al cine de la obra de Patricia Highsmith, Hitchcock acometió una de las varias películas con falso culpable que hizo a lo largo de su carrera, personajes acusados de crímenes que no han cometido que, de una forma u otra, aparecieron con frecuencia en su cine; baste recordar, por ejemplo, la más evidente, hasta en el título, Falso culpable, pero también otras, como Con la muerte en los talones, Frenesí o, en su variante de “falso traidor”, Cortina rasgada, entre otras.
Con Yo confieso, además, Hitch rodó una película impregnada del ambiente católico, religión en la que se educó y que, aunque de adulto no parece que fuera especialmente devoto, dejó en él un poso que inevitablemente apareció en su obra con cierta frecuencia, especialmente en el binomio “pecado-redención”. Yo confieso se ambienta fundamentalmente en una iglesia y en la casa parroquial anexa en la que viven los curas, en la católica Québec donde está rodada.
En la primera secuencia, tras aparecer en pantalla varios letreros que insistentemente indican una determinada dirección, siempre en el mismo sentido, veremos un muerto en una estancia y alguien con sotana que escapa del lugar. Ya en una capilla católica vemos al padre Logan que ve entrar a alguien, que resulta ser un alemán refugiado, Keller, al que tienen acogido en la casa parroquial, junto a su mujer, donde se encargan de las tareas domésticas. Keller parece contrito y quiere confesarse. Bajo secreto de confesión le cuenta a Logan que ha matado a alguien que ambos conocen, fue a robarle, pero al final, cuando lo descubrió, lo asesinó; el alemán iba camuflado con una sotana. Keller, ya con su esposa, se lo cuenta todo; la mujer le dice que tiene que entregarse, porque el padre lo denunciará, pero el hombre le dice que el cura está bajo secreto de confesión. A la mañana siguiente, Logan va a casa del asesinado, al que él también conocía, y allí se encuentra con Ruth, su antiguo amor, antes de que tomara los hábitos. El inspector que investiga el asesinato observa a ambos hablando, y se extraña...
Sobre la obra teatral homónima de Paul Anthelme, Hitchcock hace su película “más católica”, esencialmente porque la clave de arco del film es, precisamente, cómo el cura se verá obligado a guardar silencio, incluso con graves consecuencias para sí mismo, por mor de guardar el secreto de silencio que ampara al pecador (aquí, además, delincuente...). Los acordes iniciales de la partitura compuesta por Dimitri Tiomkin, en ese sentido, recuerdan poderosamente el Dies Irae, el himno medieval católico por excelencia, quizá para subrayar el ambiente en el que se va a desarrollar la película. Un tratamiento de luces muy expresionista, en un precioso y contrastado blanco y negro de Robert Burks, también contribuye a ese tono austero, sobrio, en buena medida clerical.
La trama se adensa y complica con el hecho (un tanto pillado por los pelos, eso sí) de que el asesinado, al que el alemán mata por mera codicia, estaba haciendo chantaje a Ruth, la mujer que fue novia del padre Logan antes de este convertirse en sacerdote, por mor de cierta ocasión en la que, a la vuelta de la guerra, y ya con ella casada con su esposo (político de cierta relevancia en la ciudad), ambos pasaron la noche juntos en el campo por causa de un suceso inesperado, y el chantajista los vio. Con esa derivada, más la sotana que vestía el asesino, el dedo de la justicia terminará señalando a nuestro curita que, claro está, no puede decir la verdad para no faltar a su deber de no revelación de cuanto haya oído en confesión.
La forma en la que se resuelve el embrollo (un creciente remordimiento de alguien cercano al asesino) no es tampoco demasiado creíble, pero a pesar de esos agujeros de guion (que venían ya del original teatral), lo cierto es que la película funciona razonablemente, con ese cura atormentado no solo por el secreto de confesión, sino también por el amor que sintió (¿el tiempo verbal es correcto...?) por una mujer, lo que entra en flagrante contradicción con su vocación religiosa (católica, que los protestantes no tienen ese problema...). También hay apuntes interesantes, como el hecho de que el malo, en el fondo, no sea sino un pobre diablo al que las ganas de salir de la pobreza empujará a intentar hacerse con el dinero de otro, al que finalmente matará, pero sin que, al menos inicialmente, sea el típico marrajo integral, sin entrañas, capaz de asesinar sin que le tiemble la mano.
Aunque, evidentemente, ésta no sea una de las mejores obras de Hitch, estamos ante una curiosa intriga con implicaciones religiosas, una intriga sobre la culpa, pero también sobre la peculiaridad del secreto de confesión, que aquí juega en contra del confesor, al ser sospechoso del crimen cuyo autor solo él conoce, convirtiéndose en un problema aparentemente insoluble que, como suele suceder en estos casos, se resuelve de forma poco creíble, “in extremis” y gracias a un golpe de conciencia. Con una atmósfera recargada, el hecho de que haya implicación de un religioso hace que la intriga sea, por supuesto, un tanto especial.
Formalmente, en Yo confieso es obvio el buen ritmo narrativo que fue siempre una de las marcas de fábrica de Hitch, aunque casi nunca se suele glosar. La marcada personalidad del cineasta aparece con frecuencia, como en esas escenas en la que Hitchcock utiliza solemnes planos de las fachadas de las iglesias quebequenses, siempre filmadas en contrapicado, para conferirles un aura de majestuosidad, incluso de divinidad, como buscando un toque taumatúrgico, casi teológico, a este “via crucis” del cura que en buena medida expió su amor temporal (en el sentido religioso del término: humano) en detrimento del amor sobrenatural, su vocación religiosa, que descubrió (vaya sitio para descubrirlo; o quizá sí fuera el adecuado...) en plena guerra.
Eso sí, en contra de lo que solía ocurrir en casi todas sus películas, aquí apenas hay rasgos de humor, que eran tan típicos en Hitch; quizá el tema, y las implicaciones religiosas, no permitieran que nuestro gordo favorito (con permiso de Welles...) se permitiera algunas de sus humoradas... Aunque otra de sus constantes, al menos de esa época, bien que la cumplió: la protagonista es, por supuesto... rubia...
Buen trabajo actoral en general, en especial los dos protagonistas, Montgomery Clift (un muy apropiado cura atormentado) y Anne Baxter, la mujer que se enamoró del hombre equivocado, pero al que nunca renunció del todo. Entre los secundarios destaca el siempre excelente Karl Malden, uno de esos estupendos actores de reparto que daban respaldo y garantía a cualquier película del cine clásico yanqui.
(20-02-2025)
95'