Enrique Colmena

Se ha cumplido en estos días el vigésimo quinto aniversario del fallecimiento de Lola Flores (Jerez, 1923 – Madrid, 1995), conocida también por el sobrenombre de La Faraona, uno de esos personajes irrepetibles que surgen en un país cada cien años. Con nula formación académica, Lola Flores alcanzó, sin embargo, el estrellato más absoluto e incontestable: artista total, es legendaria la frase lapidaria que sobre ella escribió el crítico de The New York Times cuando la jerezana debutó en el Madison Square Garden en 1953: “Ni canta ni baila. No se la pierdan...”. Y es que Lola fue mucho más que una bailaora o una cantaora: fue un torbellino, una fuerza de la naturaleza que canalizó sus privilegiadas capacidades artísticas de muy diversas formas. En estos días en los que se conmemora ese cuarto de siglo sin Lola Flores, y en los que se ha hablado fundamentalmente de su relación con baile, cante y espectáculo en directo, que son las facetas por las que fue esencialmente conocida, vamos a hacer en CRITICALIA un repaso por su carrera como actriz, actividad en la que, ciertamente, tiene una filmografía bastante numerosa, aunque lejos de la calidad que a ella sin duda le hubiera gustado. Quizá no tan legendaria, sí es conocida la frase que la propia Lola dijo sobre sí, referida al cine, en cuanto a que le hubiera gustado ser la Anna Magnani española.

Y lo cierto es que por temperamento, por capacidad artística (que no se ceñía a sus facetas más visibles, ya comentadas), por racialidad, por versatilidad, por los destellos que pudieron verse a lo largo de una carrera ciertamente no exquisita, bien podría haber sido cierto ese aserto, si vale el casi calambur.

Vamos a hablar en CRITICALIA de Lola Flores en el cine desde dos visiones: una, en plano general, como delata ya el título de este primer artículo, en la que intentaremos hacer una panorámica a grandes rasgos sobre las 35 veces en las que La Faraona se situó delante de una cámara, bien de cine, bien de televisión, para participar como actriz en historias que se nos contaron de muy diversa manera, unas veces peor (quizá las más...), algunas mejor (sí, las menos...).

Y en el segundo capítulo de este díptico, el profesor Rafael Utrera Macías se centrará en concreto en lo que podríamos llamar un plano detalle (ya que estamos con la terminología cinematográfica) sobre una de las películas más representativas e interesantes en las que intervino Lola Flores, Embrujo (1947), de Carlos Serrano de Osma.


Primeros pasos en cine

Vamos entonces en esta primera entrega del díptico a glosar, en general, la carrera de Lola Flores en el cine. Su primera aparición en una pantalla grande tendría lugar de forma episódica en el film Martingala, (1940), de Fernando Mignoni, para ser su primer papel ya en condiciones el que interpretó como la cantante que “lleva por el mal camino” a un hombre recto (un clásico, sí, la hembra fementida que hace que se pierda el casto varón) en Un alto en el camino (1941), un olvidado drama de Julián Torremocha. En Misterio en la marisma (1941), la dramedia entreverada de intriga de Claudio de la Torre que protagonizara Conchita Montes, será una bailaora, sin mayor trascendencia en el film, como tampoco lo tendría en Una herencia de París (1944), de Miguel Pereyra.


El contrato con Suevia Films-Cesáreo González

En 1947 hará Embrujo, sobre la que se extenderá, como queda dicho, el profesor Utrera en el segundo capítulo de este díptico. Tras una aparición episódica en Jack, el negro (1950) (Black Jack en su título original), film franco-hispano-norteamericano de Julien Duvivier (con José Antonio Nieves Conde como director adjunto), Flores firma un contrato con el poderoso productor Cesáreo González, “boss” de Suevia Films, que la lanzará como estrella de la canción española en una serie de películas en las que la jerezana hará gala de su buen hacer en cante y baile (pese al crítico de The New York Times...), y sobre todo, de su arte, aunque ciertamente no le permitirán ampliar sus registros hacia trabajos más dramáticos y de mayor enjundia cinematográfica. En esa época estará en films como La niña de la venta (1951), de Ramón Torrado, última película en la que compartirá reparto con Manolo Caracol, film de evidente corte folclórico, y Estrella de Sierra Morena (1952), de nuevo a las órdenes de Torrado, en este caso en una historia que podría adscribirse al subgénero del bandolerismo, en su versión menos rebelde, lógicamente, que no estaban los tiempos para muchos inconformismos... En ¡Ay, pena, penita, pena! (1953) ensaya Lola por primera vez la coproducción con México, con rodaje a ambos lados del Atlántico, bajo la férula del español (pero afincado en el país azteca por mor del exilio político) Miguel Morayta, en la que se dan buena parte de los tópicos del cine folclórico, con cantante gitana pobre pero honrada, un novio torero y finalmente un gran éxito artístico que atenúa, más o menos, los sinsabores del desamor... Todavía en México, Lola interviene, a las órdenes de Emilio “Indio” Fernández, en un rol episódico de su película Reportaje (1953).

1954 será en general un buen año para Lola Flores como actriz, dentro de los parámetros del cine folclórico al que su trayectoria artística parecía destinarla. Así, será la protagonista de Morena Clara (1954), a las órdenes de Luis Lucia, nueva versión del clásico homónimo dirigido en 1936 por Florián Rey, donde La Faraona hará gala de su indudable gracejo, en un tono cómico que cultivará intermitentemente a lo largo de su carrera. En La hermana alegría, de nuevo a las órdenes de Lucia, vestirá los hábitos monacales para ser una monja jacarandosa y canora, mientras que en La danza de los deseos ensayará un papel dramático para Florián Rey, si bien la película pasó mayormente sin pena ni gloria.


Lola en México

Aunque su primera gira artística por América data de 1952, será a mediados de los años cincuenta cuando Lola Flores hace las maletas y marcha a México para una larga temporada, siempre bajo el patronazgo de Suevia Films, donde rodará sus siguientes películas: Limosna de amores (1955), bajo la dirección de Miguel Morayta, como bailaora gitana en la tierra de Emiliano Zapata, con novios toreros desairados y machos señoritos mexicanos. En Lola Torbellino (1956), conocida en México como Los tres amores de Lola (lo que da idea de la popularidad de la que gozaba ya allí la artista), la jerezana se pone a las órdenes de René Cardona, ensayando la comedia romántica y musical de cierto nivel, contando con el mismísimo Agustín Lara como compañero de reparto, en una de las pocas ocasiones en las que el famoso compositor se puso delante de una cámara como actor. En La Faraona (1956), de nuevo para Cardona, será una gitana pobre pero honrada que resulta ser la única heredera de un ricachón azteca, con descendencia ilegítima de por medio, todo un clásico del melodrama. Para el director Miguel Zacarías hará Flores sus dos siguientes films en México, Maricruz (1958) y Sueños de oro (1958), para regresar después a España donde rodará María de la O (1958), a las órdenes de Ramón Torrado, nueva versión, aunque argumentalmente bastante cambiada, del clásico homónimo rodado por Francisco Elías en 1936. Anecdóticamente, será la primera vez que Flores comparta reparto con el que ya era su marido, el guitarrista Antonio González “El Pescaílla”.


De vuelta a casa, de regreso al folclore

Sus siguientes películas, ya en España, estarán también en línea con el tono folclórico que caracterizó todas las producciones que hizo bajo contrato con Suevia Films, aunque en algún caso, como en Las de Caín (1959), de Antonio Momplet, sobre la obra teatral de los hermanos Álvarez Quintero, se buscara más el registro cómico. Pero el tono folclórico será el preponderante en Échame la culpa (1959), coproducción con México a las órdenes de Fernando Cortés, y Venta de Vargas (1959), aquí para Enrique Cahen Salaberry, película ambientada en la Guerra de Independencia y con ciertos resabios “mériméeianos”.

Ese mismo tono folclórico estará todavía en las películas de Flores durante los años que restan casi hasta finales de la década de los sesenta, coincidiendo con el mantenimiento de Suevia Films como productora o coproductora de esas cintas. Es el caso de El balcón de la luna (1962), con dirección de Luis Saslavsky, y de las dos coproducciones con México que hizo Lola en aquellos años, De color moreno (1963), y La gitana y el charro (1964), ambas para Gilberto Martínez Solares, donde volvía a ser la racial cantante española en suelo azteca.


Adiós a Cesáreo González, hola a otro cine

Ya sin Cesáreo González (fallecido en 1968) y sin la producción por tanto de Suevia Films, Lola Flores interviene a finales de los sesenta en una película que ciertamente se aparta en buena medida del cine hasta entonces interpretado por la jerezana: se trata de Aventura en Hong Kong (1969), coproducción hispano-argentina rodada en Buenos Aires bajo la dirección del francés (afincado y nacionalizado en el país de Perón) Daniel Tinayre, que ensayó una feble trama de intriga de espías, al calor del éxito en la época (sí, igual que ahora...) de la serie 007, en evidente clave de comedia; aunque Lola hacía de artista, su personaje se desmarcaba de las raciales mujeres que hasta ese momento había interpretado, siendo su tono más cosmopolita. En El taxi de los conflictos (1969), que la industria del cine español montó para ayudar a Benito Perojo, otrora famoso productor que pasaba por económicas horas bajas, daría la oportunidad a Lola de ensayar su vis cómica con el personaje de una estrafalaria vendedora de lotería (“del año pasado”, decía...).

A partir de los años setenta, Lola irá abandonando el cliché del cine ranciamente folclórico para adentrarse en otras propuestas. Así, en Una señora estupenda (1970), a las órdenes del granadino Eugenio Martín (cuya obra merecería una revisión), y de acuerdo con los nuevos aires del cine comercial español, será cantante pero con un toque de sofisticación del que carecían sus personajes anteriores, aparte de permitirle jugar alternativamente los roles cómico y dramático. Dando un paso más, en Casa Flora (1973), de Ramón Fernández, Lola será nada menos que la madame de un burdel que, por mor de causas mayores, habrá de reconvertirse provisionalmente (con los correspondientes malentendidos en la comedia de enredo que era) como hotel: así, Flores deja atrás sus honestísimas heroínas del cine folclórico que cultivó durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta, al calor (todo hay que decirlo) de los cambios que se venían produciendo en España en los años del desarrollismo, el turismo y el tardofranquismo.

En un salto aún más audaz, Lola se embarca en su siguiente película en un thriller, género que hasta entonces no había ensayado. Es El asesino no está solo (1974), dirigido por el brillante Jesús García de Dueñas (recientemente fallecido, por cierto), una estimable intriga con asesino en serie, venero argumental del que el cine español tiene algunas joyas de interés (recuérdese, por ejemplo, Amador, de Francisco Regueiro), pero también algunas películas bastante menos apreciables (cfr. La semana del asesino, de Eloy de la Iglesia). Flores tiene aquí un papel exclusivamente dramático, la propietaria de una peculiar pensión en la que se aloja el psicópata protagonista.

Quizá decepcionada por la floja carrera comercial de la película, Lola Flores no vuelve al cine en esa década. No será hasta bien entrados los años ochenta cuando es reclamada de nuevo por la industria cinematográfica para hacer la comedia Juana la Loca... de vez en cuando (1983), que basaba su comicidad en los anacronismos de enfrentar a personajes históricos del siglo XV con asuntos del siglo XX. Lola será una más bien improbable Isabel la Católica, en una producción de José Frade que, en la época, puso de moda este tipo de cine ahistórico colindante con la astracanada.

Ese mismo año, sin embargo, Lola se pudo sacar la espina de haber intervenido en este film de escaso mérito, al trabajar en una de las películas que más interés despierta en aquellos años, Truhanes (1983), una dramedia de Miguel Hermoso que enfrenta dos personajes antitéticos, un remilgado señorito (Arturo Fernández) y un carterista buscavidas (Paco Rabal), unidos por mor del destino, en una comedia divertida, fresca y distinta, en la que Flores tendrá un personaje secundario (la hermana del carterista) pero vistoso y creíble, que dio la medida de hasta qué punto la jerezana tenía un apreciable voltaje actoral. 

Su siguiente envite supondrá la primera vez en la que Lola Flores afrontará un papel exclusivamente dramático de nivel protagonista: será en Los invitados (1987), la estimable adaptación que sobre la novela de Alfonso Grosso hizo el carmonense Víctor Barrera, en la que la artista jerezana interpreta el papel de la Capataza, una de las víctimas de aquel oscuro “crimen de Los Galindos” que, decenios después, sigue sin aclararse. Flores demuestra aquí su músculo interpretativo, en un personaje que, ciertamente, le iba como anillo al dedo. Lástima que la película no tuvo la repercusión comercial y crítica que se hubiera merecido, porque podría haber abierto el camino para otros interesantes personajes dramáticos para Lola.

En 1989 interviene en la serie televisiva Juncal, creada por Jaime de Armiñán, con un personaje secundario pero de relieve, en esta comedia de efluvios raciales con un impagable Paco Rabal. Estará Lola, en su faceta artística, en Sevillanas (1992), el espléndido documental de Carlos Saura sobre el famoso baile hispalense, donde la jerezana brillará como solo ella sabía hacerlo cuando se ponía una bata de cola. Por fin, su última participación en un proyecto audiovisual tendrá lugar en la serie Los ladrones van a la oficina, con un personaje secundario de corte cómico, que Flores desempeñará con desparpajo.

Es posible que, como ella misma dijo, Lola Flores pudiera haber sido la Anna Magnani española. Nunca lo sabremos, porque el devenir de los hechos en la vida de la artista no permitió que se dieran las circunstancias que hubieran podido verificarlo. En cualquier caso, tuvo destellos que nos hacen intuir que, tal vez, ello pudiera haber sido cierto...

Ilustración: Una imagen de Lola Flores en El asesino no está solo, de Jesús García de Dueñas.

Próximo capítulo: 25 años de  la muerte de La Faraona: Plano detalle sobre Lola Flores y Manolo Caracol, pareja de Embrujo (y II)