Enrique Colmena

Si hay un elemento que puede justificar el gran éxito comercial que ha tenido Guerra Mundial Z, aparte de la gran campaña publicitaria de la que ha disfrutado, ése es, a qué dudarlo, la presencia al frente del reparto de uno de esos escasos intérpretes que, a día de hoy, concitan la atención del público medio, hasta el punto de ser con frecuencia clave en la decisión de ver, o no, una película.

Nadie lo hubiera dicho si tenemos en cuenta que, a pesar de sus evidentes encantos personales, Pitt no se comió una rosca, cinematográficamente hablando, hasta 1991, cuando contaba ya con 28 años y llevaba cuatro dando tumbos por ínfimos productos del tres al cuarto, hasta el punto de que los títulos de cierto relieve de esa etapa aciaga fueron culebrones como Dallas u olvidables series familiares como Los problemas crecen.

Pero en ésas estábamos cuando Ridley Scott le ofreció un papelito, breve pero sustancioso, en Thelma y Louise (1991), el de joven guaperas que alegra las pajarillas a una insatisfecha Geena Davis y que constituyó toda una revelación, descubriendo para el público a un galán con las maneras (actualizadas) de un Robert Redford, quien por cierto le escogería como protagonista de su tercer filme como director, El río de la vida (1992), preciosista y bucólica película en la que el bueno de Brad ejercía de bonito y poco más. Consciente tal vez del problema que podía suponer encasillarse en papeles de guapo, Pitt interviene desde entonces en una serie de cintas en las que presenta facetas bastante más problemáticas que las de un galán al uso. En Kalifornia (1993), por ejemplo, ejerce de psychokiller, y en Entrevista con el vampiro (1994) será, a las órdenes de Neil Jordan, un wurdalak de ambiguas pasiones y afilados colmillos.

Pero como parecía entonces que Brad tenía aún mucho camino por recorrer y muchos corazones que (platónicamente) conquistar, se apunta al culebrón romántico de altos vuelos en Leyendas de pasión (1994), a las órdenes de Edward Zwick, donde lucía melena rubia al viento, poses que enamoran e historia melodramática que encoge el ánimo al más pintado, aunque, eso sí, tuvo la oportunidad de trabajar con Anthony Hopkins, de quien seguro que aprendió mucho.

Pitt, siempre huyendo del encasillamiento, hace  en 1995 dos títulos muy diferentes de su anterior (y pasteloso) empeño: en Seven es un detective novato que habrá de enfrentarse, junto con el gran Morgan Freeman, a un serial-killer de inteligencia prodigiosa y exhaustivos conocimientos bíblicos, mayormente en el apartado de los Pecados Capitales; bajo la dirección de David Fincher, para quien más adelante volvería a trabajar, Pitt demuestra que es algo más que una cara bonita y que tiene mucho que decir en el universo actoral de Hollywood.

Pero será el otro filme de ese mismo año el que dé la medida de su ambición interpretativa y, sobre todo, de su interés por desmarcarse de la figura del galán sin más. Doce monos, bajo la férula del director británico Terry Gilliam (el más visionario y menos cómico de los componentes de la troupe de Monty Python), nos presenta a un Brad Pitt componiendo el personaje de un tipo con un tornillo flojo (vale: media docena de tornillos flojos…), en un tiempo indeterminado, con un número de morisquetas por segundo que se aproximaba a la enésima potencia, en un rol en el que aparecía considerablemente afeado y por el que difícilmente nadie podría sentir interés sexual alguno.

Entonces ya parecía que el actor de Oklahoma (aunque recriado en Missouri, concretamente en Springfield, oh, cielos simpsoneros…) había abrazado el dogma de ir alternando títulos más o menos comerciales con otros que, sin renunciar por supuesto a la taquilla (en Hollywood ése sería un pecado de lesa patria, siendo su patria el dinero, como es sabido), ofrecieran otros matices de corte más cultural o intelectual. Fiel a esa pauta, hace en 1997 La sombra del diablo, bajo la dirección del veterano Alan J. Pakula, y sobre todo al lado de Harrison Ford, en la época en la que las películas del actor que encarnó a Han Solo aún eran un acontecimiento anual. Con esa misma pauta alternante hace Siete años en el Tibet, rodada en los exóticos paisajes de la tierra del título, con el excéntrico francés Jean-Jacques Annaud a los mandos.

Sus siguientes títulos, ¿Conoces a Joe Black? (1998), de Martin Brest, y El club de la lucha (1999), de nuevo de David Fincher, parecen buscar esa faceta menos comercial pero más personal, en personajes muy diversos, incluyendo en el primero de estos filmes nada menos que el de la Muerte…

El siglo XXI se inicia con su primera colaboración con el director Steven Soderbergh, para quien intervendrá en Ocean’s Eleven (2001), la primera de una (hasta ahora) trilogía que “remakea” con presupuestos muchimillonarios una modesta producción de serie B de los años cincuenta, La cuadrilla de los once. Unos años más tarde consigue un resonante éxito comercial con Troya (2004), a las órdenes de germano/americano Wolfgang Petersen, en la que compone el papel de un hipermusculado Aquiles, jugando en este caso la doble baza de la comercialidad y del cultismo de poner en imágenes el poema homérico, aunque amputando esencias tales como la constante intervención en la trama de los dioses del Olimpo (que no aparecen por parte alguna) y la conocida bisexualidad de Aquiles (a la que tampoco se hace alusión).

Su siguiente título, ahora en la estela comercial, será Sr. y Sra. Smith (2005), con el anodino Doug Liman en la dirección, que se suponía un “remake” libérrimo (y tan libérrimo…) del homónimo (en el título inglés) Matrimonio original, un Hitchcock de los años cuarenta. El filme, aunque funcionó en taquilla, se reputó como una de las peores películas del año, si bien le permitió conocer a la que desde entonces es (cuando se escriben estas líneas) su pareja, la actriz Angelina Jolie. Hasta esa fecha Pitt había estado casado con Jennifer Anniston, pero el matrimonio se rompió y Brad y Angelina se convirtieron en carne de papparazzi y revistas del cuore, por no decir del bajo vientre, que incluso acuñaron un acrónimo que hizo furor, Brangelina, para referirse a la pareja.

Afortunadamente la (involuntaria) irrupción de Pitt y Jolie en el nauseabundo universo de la prensa rosa no influyó en la interesante carrera que Brad siguió desarrollando, fiel siempre al  esquema de hacer películas económicamente viables pero que no tuvieran como exclusivo fin reventar las taquillas. En 2006 se embarca en Babel, del mexicano Alejandro González Iñárritu, el nuevo enfant terrible del cine indie, tras sus sucesivos hits Amores perros y, sobre todo, 21 gramos. En esa misma línea de hacer películas que no se ajustaban a parámetros convencionales hace El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), interesante pero que fracasa en taquilla, lo que confirma que el nombre de Pitt no es un seguro de éxito comercial, humanizando su aureola de estrella.

En 2008 rueda para Joel y Ethan Coen Quemar después de leer, uno de esos filmes en los que los hermanos directores más  famosos  de la Historia del Cine (con permiso de Paolo y Vittorio Taviani) meten la pata a modo y se equivocan de medio a medio: un fracaso estrepitoso, es verdad, pero también un fracaso delicioso.

El mismo año rueda otro de sus tour de force más peculiares, El curioso caso de Benjamin Button, de nuevo con David Fincher en la dirección, donde, a través de maquillajes, afeites y, sobre todo, la prodigiosa técnica digital, se consigue la proeza de verle rejuvenecer desde la vejez más atroz hasta la niñez mas niña, si se nos permite el retruécano.

En 2009 trabajará para uno de los pocos cineastas de relieve que le faltaban en su currículo: para Quentin Tarantino hace Malditos bastardos, la revisión en clave de reescritura de la Historia (en concreto del régimen nazi) que hizo el autor de Pulp Fiction. Con Terrence Malick, el ínclito autor de Malas tierras, no había trabajado, y mejor que no lo hubiera hecho; pero ya se sabe que hay prestigios infundados que deslumbran, y el de este patán con ínfulas debió impresionar a nuestro Pitt, quien hizo para él ese infumable poema de la nada que es El árbol de la vida (2011), en cualquier caso en las antípodas de cualquier proyecto comercial.

En 2011 hace Moneyball. Rompiendo las reglas, bajo las órdenes de Bennett Miller, bostezante biopic del tipo que introdujo las matemáticas en la gestión profesional del béisbol, más dado hasta entonces a la intuición y a la genialidad del ojeador de turno.

Por fin, en 2013 ha hecho Guerra Mundial Z, en lo que se antojaba una apuesta arriesgada, al menos a priori, dados los numerosos problemas que acarreaba desde hace años este proyecto que se tenía por maldito. Finalmente la película de Marc Forster ha sido un éxito de taquilla y también ha resultado bendecida por la crítica, así que todos contentos: la síntesis de la carrera de Brad en una sola película.

En cuanto a la faceta rosácea de Pitt y su santa, Jolie, habrá que convenir que ellos no la han buscado, si bien la parafernalia de la que se han rodeado ha podido influir en que ese infecto mundo hoce en sus vidas. En cualquier caso, ese oropel, esa brillante superficialidad de pareja vistosa, rica y famosa, no debe empañar una carrera, la de un intérprete (de Angelina quizá hablemos otro día) que ha sabido nadar  y guardar la ropa, ser una estrella y un actor, que no es exactamente lo mismo, ser guapo y a la vez tener trasfondo. Hay que tener la cabeza bien puesta, aparte de los ojos azules y el pelo rubio, para poder hacer algo así y salir con bien en el empeño…

Pie de foto: Un Brad Pitt irreconocible en Doce monos.