Enrique Colmena

Vaya por delante que la idea de este artículo germinó tras la lectura del excelente texto que Javier Paisano, presidente de ASECÁN, ha publicado recientemente en su blog, (http://laterceracaradejano.blogspot.com.es), cuya lectura recomiendo vivamente.

En síntesis, viene a decir Paisano que algo tendrá el cine andaluz hodierno cuando el Festival de Cine Español de Málaga ha premiado prácticamente todos los filmes de producción andaluza que allí se han presentado. En efecto, en distintas categorías y secciones, se han galardonado (incluyendo los premios más importantes) las películas Los niños salvajes, de Patricia Ferreira, Carmina o revienta, de Paco León, A puerta fría, de Sahib Puebla, Ali, de Paco Baños, 12+1. Una comedia metafísica, de Chiqui Carabante, y El mundo es nuestro, de Alfonso Sánchez.

Quizá sea el momento de recordar cómo se ha llegado hasta aquí, porque a veces las ramas no nos permiten ver el bosque, y podemos tener la tentación de pensar que todo se creó ex nihilo. Se suele consensuar, no sin razón, que la Historia del Cine Andaluz nace a partir del rodaje y estreno, entre 1975 y 1976, de Manuela, iniciático filme de producción andaluza, bajo el sello de la sevillana Galgo Films, con dirección de Gonzalo García Pelayo (ahora tan de moda, de nuevo, en cine, aunque por una faceta totalmente distinta a la suya de cineasta, como asaltador legal de casinos, en The Pelayos), que marcó el camino de lo que entonces era más que lógico e inevitable; la adaptación que Pancho Bautista, como guionista, hizo de la novela homónima de Manuel Halcón planteaba una historia de señoritos, jovencitas ultrajadas, venganzas (ese baile sobre la tumba del felón…), en una apenas velada metáfora sobre la Andalucía profunda y su continuo saqueo por una clase dirigente que sólo supo (espero que el tiempo pretérito sea correcto…) explotar y sojuzgar a su pueblo.

Eran aquellos tiempos efervescentes, en los que Franco había muerto y se buscaba la democracia tan deseada, la libertad tanto tiempo postergada. Ese tiempo idílico, pero tan problemático, que la Historia conoce como la Transición, fue campo abonado para otros títulos que caminaban por la misma senda del filme de García Pelayo, películas como La espuela y María, la santa, ambas con Roberto Fandiño en la dirección, y ambas también con guión de Pancho Bautista sobre sendas novelas, la primera de Manuel Barrios, la segunda de Fernando Macías.

En esa misma etapa (finales de los años setenta, primeros ochenta) también volverá Gonzalo García Pelayo a hacer cine, aunque ahora en las antípodas de su inicial Manuela. Títulos como Vivir en Sevilla, Frente al mar y Corridas de alegría supusieron un guiño a Godard y a Jesús Franco, por citar sólo algunas de sus evidentes influencias, aunque era obvio que se trataba de un cine de cortísimo recorrido comercial, un cine de francotirador que empezó y terminó en sí mismo. En la estela de compromiso político y denuncia social se inscribiría en esa época Rocío, de Fernando Ruiz Vergara, que tuvo el más que dudoso honor de ser la única película secuestrada durante la democracia (junto a El crimen de Cuenca, de Pilar Miró, años más tarde).

Pero los tiempos ya empezaban a cambiar, y en los años ochenta se empiezan a hacer comedias sandungueras, con títulos como Se acabó el petróleo y Los alegres bribones, ambos dirigidos por Pancho Bautista, que intentó (me temo que sin conseguirlo) abrir una vía de acceso de genuino corte andaluz hacia la comedia, en la época en la que se había periclitado el landismo y en la que en España hacía furor el estesopajarismo. Cine de corto vuelo, apenas tuvo alguna continuidad algún tiempo después con Un parado en movimiento, de Paco Rodríguez Paula. Bautista, en aquellos años, intentará una vía distinta, la del documental de corte histórico, con La saga de los Vázquez, pero su fracasada distribución dio al traste prácticamente con su carrera como director.

Por ese tiempo se intenta otra vía de comedia con Madre in Japan, de Francisco Perales, buscando hacer humor a la andaluza sin caer en lo chocarrero; con problemas de distribución, tuvo cierto éxito a nivel local pero no llegó más allá.

Esos años, los ochenta, son tiempos de búsqueda de caminos. Lo intentará Juan-Sebastián Bollaín, uno de nuestros talentos más preclaros (que finalmente ha quedado casi inédito, al menos en cine comercial a gran escala) con Las dos orillas, que buscaba aunar comedia, romance y cinefilia en el paisaje de la Sevilla pre-Expo. También en esa búsqueda de caminos hay que enmarcar la versión que Víctor Barrera hace de la novela de Alfonso Grosso en Los invitados, sobre el crimen de Los Galindos, un intento valioso por buscar una vía hacia el cine de intriga a la andaluza, con irisaciones de docudrama.

Los noventa serán años en general bastante frustrantes, con intentos diversos que no terminaron de cuajar. Habría que citar la mirada que Carlos Saura centró en las artes musicales andaluzas en Sevillanas y Flamenco, aunque era un cine que también empezaba y terminaba en sí mismo, sin visos de continuación. Josefina Molina pareció volver al cine reivindicativo de los años de la Transición con La Lola se va a los puertos, nueva versión del clásico machadiano, mientras que Bollaín consigue llevar al cine su esperada visión sobre el Pasmo de Triana en Belmonte, que lamentablemente no concitará entusiasmo ni en crítica ni público.

A finales de los años noventa, sin embargo, se estrena Solas, del lebrijano Benito Zambrano, que puede considerarse el segundo pistoletazo de salida del cine andaluz; con rotunda repercusión comercial, será una de las películas españolas más premiadas de aquel año, constituyéndose enseguida en un referente para el cine andaluz. En esa época se hacen otros filmes estimulantes, desde muy diferentes perspectivas, desde la telúrica Yerma, de Pilar Távora, a la más comercial Nadie conoce a nadie, de Mateo Gil, entonces habitual coguionista de Amenábar. A partir de entonces se aprecia que hay un cine andaluz que está llamando a las puertas del español, y se hacen filmes en coproducción con otras cinematografías regionales, y así surgen películas como Fugitivas, Cuando todo esté en orden, El sueño de Ibiza, La luz prodigiosa, Carlos contra el mundo… una larga lista de películas con producción andaluza y, generalmente, temática andaluza. Surgen nuevos valores, como Alberto Rodríguez y Santi Amodeo, primero juntos en la estupenda El factor Pilgrim, que se marcha nada menos que a Inglaterra a rastrear al quinto beatle, y después por separado en filmes como El traje, 7 vírgenes, After y Grupo 7 (todas de Rodríguez), y Astronautas y Cabeza de perro (ambas de Amodeo).

Estábamos en los años cero del siglo XXI, y la producción andaluza ya presentaba varios largometrajes de ficción al año. Títulos como Eres mi héroe, La buena voz y El corazón de la tierra (todos de Antonio Cuadri), Atún y chocolate, de Pablo Carbonell, 15 días contigo y Déjate caer, las dos de Jesús Ponce, Habana Blues y La voz dormida, ambas de Zambrano, Madre Amadísima, de Pilar Távora, El lince perdido, de Raúl García y Manuel Sicilia, Yo, también, de Álvaro Pastor y Antonio Naharro, La mitad de Óscar, de Manuel Martín Cuenca, y Entrelobos, de Gerardo Olivares, han demostrado que hay un cine andaluz, en sentido estricto, de temática variadísima, y que el tiempo en el que el cine andaluz era una entelequia ha pasado.

No es éste momento de revindicar apoyos de las administraciones públicas, tal y como está el patio económico. Es momento, más bien, de aprovechar al máximo los recursos privados para canalizar adecuadamente el mucho talento que el cine andaluz ha dado, está dando y (estamos seguros) seguirá aportando al cine español e internacional.

Éste es el tiempo del cine andaluz: aprovechémoslo.



Pie de foto: Imagen de Los niños salvajes, coproducción andaluza ganadora de la Biznaga de Oro en el XV Festival de Cine Español de Málaga.