El cine de Wes Anderson (Houston, Texas, 1969) depende más de la alquimia que de los algoritmos que gobiernan hogaño Hollywood. Es un cine en el que la mezcla de sus excéntricos elementos (historias marcianas, encuadres simétricos y perfectos, estética de cómic pero con personajes de carne y hueso, colores puros, protagonistas alucinados o pasmados, o ambas cosas a la vez...) debe dar como resultado una historia que, dentro de su tono estrafalario, “cuadre” bien sus mimbres y resulte apreciable, atractiva para el espectador. Cuando eso se consigue, como en La crónica francesa o El gran Hotel Budapest, miel sobre hojuelas; pero cuando, como ocurre con esta Asteroid City, Anderson no ha sabido combinar adecuadamente sus estrafalarios componentes, el resultado puede dejar bastante que desear, como es el caso.
La historia se inicia entre las cuatro paredes de un teatro, donde un Anfitrión (así, con mayúsculas...), en imágenes en blanco y negro, nos habla de una representación teatral, presentándonos al excéntrico (este también...) autor de la pieza; en la obra teatral, ya representada como si estuviéramos a espacio abierto y en color, nos trasladamos a 1955, en un ficticio pueblecito en el desierto de Nevada (no se cita expresamente, pero fue allí donde, en aquella época, se realizaron pruebas nucleares, que aparecen intermitentemente en la narración), llamado no casualmente Asteroid City. Allí conoceremos a una abigarrada panda de personajes lunáticos de toda laya, todos, eso sí, cortados por la misma tijera, la rareza, y entre ellos a Augie, padre de mediana edad y reciente viudo, que viaja con sus cuatro hijos, un adolescente carajote y tres niñas que más parecen las brujas de Macbeth. El advenimiento de un alienígena provocará que el ejército yanqui, siempre tan presto a estas cosas, declare la cuarentena en el pueblo, con lo que los allí presentes tendrán que estar recluidos por un tiempo indefinido...
Como decíamos, nos parece que esta vez Anderson no ha jugado bien sus cartas, y esta historia marciana (nunca mejor dicho: el alienígena tiene pinta de –además de Jeff Goldblum, que es quien está debajo del disfraz— marcianito no sé si de Tim Burton o de Spielberg) nunca llega a interesar, enfrascados sus personajes en hablar a ritmo de metralleta, con diálogos no precisamente de barra de bar, dando como resultado que el espectador pueda (y, de hecho, lo hace...) desconectar de aquella catarata de palabras más bien huecas, vistosas imágenes que parecen sacadas de cualquier serie de cómic infantil de los años cincuenta, e historia insulsa que no nos dice gran cosa (o al menos no nos hemos enterado entre tanta verborrea...).
Así las cosas, queda por supuesto el precioso diseño de producción, en una película que, si le quitáramos los diálogos, ganaría, y de qué forma (aunque no se entendiera tampoco, al menos no nos cansaría tanta cháchara...); queda, desde luego, la música, siempre hermosa, de Alexandre Desplat, y la lujuriante fotografía del veterano Robert D. Yeoman, el habitual operador de Anderson. Y, por supuesto, queda un elenco artístico que quita el hipo, con no menos de veinte actores y actrices que en otras películas ocupan siempre los papeles protagonistas, mientras que aquí están disueltos en una difusa coralidad que les ennoblece (habrán tenido que meter sus egos en formol, para conservarlos hasta la próxima peli...): Scarlett Johansson, Tom Hanks, Tilda Swinton, Edward Norton, Bryan Cranston, Adrien Brody, Willem Dafoe, Margot Robbie... más de un director mataría por contar con uno solo de ellos, y Wes los tiene a todos, y a otros cuantos igual de populares y de buenos... Así que habrá que convenir que este cineasta atípico, al que seguramente habría que incluir entre las especies en peligro de extinción (ante la atonía, convencionalismo y estandarización de buena parte de sus colegas, “gracias” a la fábrica de hacer productos industriales comandada por Netflix “et alii”), tiene un agenda de contactos que vale más que la (también alquímica, ya que estamos...) Piedra Filosofal, que supuestamente convertiría el plomo en oro.
Pero, en nuestra opinión, nos tememos que, al menos esta vez, el bueno de Wes no ha estado fino. Las rarezas requieren de un delicado equilibrio para que el conjunto no chirríe, y siguiendo la juguetona metáfora, esta Asteroid City, enteramente, parece la carreta de Atahualpa Yupanqui y Romildo Risso, la tartana de la que decían sus autores aquello de “porque no engraso los ejes/ me llaman abandonao...”.
Post Scriptum: Apostamos doble contra sencillo que, alguna vez, algún doctorando elaborará una sesuda tesis universitaria en la que se estudiará la peculiar naturaleza de los nombres en el cine de Wes Anderson; sus personajes no se llaman, como todo quisque, John, William, Betty o Rachel, sino que se llaman... Schubert, Earp (como Wyatt Earp, of course, el famoso sheriff), Kellogg (como los cereales), Geronimo (como el indio ídem), Woodrow (como el presidente Woodrow Wilson), Gibson (como Mel Gibson, nombre que se le da, muy apropiadamente, al bragado general de gónadas cuadradas...), Keitel (como Harvey Keitel, por supuesto...), y las tres brujas niñas, o niñas brujas, responden a los muy estelares o satelitales nombres de Andrómeda, Casiopea y Pandora: lo dicho, ¡una tesis doctoral, ya!
(21-06-2023)
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