Quizá convenga recordar que la filmografía de Wes Anderson es cualquier cosa menos convencional. Sus largometrajes anteriores, entre ellos Academia Rushmore (1998), Life aquatic (2004), Moonrise Kingdom (2012) y El Gran Hotel Budapest (2014), conforman ya una muy personal obra artística, con un estilo visual y temático muy definido, muy peculiar. El realismo no es precisamente su fuente de inspiración, aunque es evidente que bebe en elementos realistas para transformarlos en historias que son otra cosa, que juegan en otra liga que la de la realidad, la cotidianidad o el costumbrismo.
La historia de esta La crónica francesa (apocoparemos así el larguísimo título, más bien inmanejable) se inicia con la información al espectador sobre la historia de la revista titulada precisamente La crónica francesa, creada en Ennue-sur-Blase, ficticia ciudad gala, por el ciudadano norteamericano Arthur Howitzer Jr., cabecera que mantuvo a pleno rendimiento durante medio siglo (en el XX, concretamente), con la condición testamentaria irrenunciable de que, a su fallecimiento, la revista se cerrara. Se nos informa entonces que la peli consta de una introducción, tres artículos de fondo y un obituario (el del finado Howitzer, con las consecuencias que ya sabemos). En el primer artículo se nos habla de arte, en concreto del caso del preso Rosenthaler, condenado a cadena perpetua por crímenes brutales, que ha pintado desnuda en prisión a una de las guardianas, Simone, que se presta a ello; el cuadro es contemplado por Cadazio, marchante de arte, quien queda fascinado... El segundo artículo se sitúa en los años sesenta, en una época de manifestaciones, con la reportera Lucinda siguiendo al autor del manifiesto de los estudiantes, de nombre Zeffirelli, con el que tendrá un rollito sexual... El tercer texto tendrá lugar también en Francia, como los anteriores, supuestamente sobre alta cocina, aunque también tendrá especial relevancia una intriga criminal, con un niño secuestrado y una curiosa (y extrañamente sabrosa) resolución de ese delito...
Se ha dicho que La crónica francesa es el homenaje de Anderson a la profesión periodística, al periodismo como forma de articulación de las sociedades democráticas, siempre en constante tensión con el poder, con el Poder. No diremos que no, pero nos parece que hay también otros elementos interesantes a tener en cuenta. Así, la primera crónica, la del artista criminal que retrataba mujeres desnudas como si pintara una pared con brocha gorda, nos suena a un homenaje a los “ismos”, los movimientos de vanguardia franceses (recordemos que Ennue-sur-Blase, la ciudad ficticia en la que se sitúa la peli, no es sino un trasunto de París), que hicieron furor en los años veinte y treinta: surrealismo, futurismo, apollinairismo, fauvismo, cubismo, ultraísmo, dadaísmo... cambiaron la concepción de la pintura, de la literatura, de las artes en general. ¿No es este Rosenthaler de pintura indefinible o indescifrable un a modo de compendio de los artistas vanguardistas franceses de los años veinte y treinta? De otro lado, el Zeffirelli del segundo segmento, el de las manifestaciones estudiantiles, ¿no es una versión estilizada y aniñada del Daniel Cohn-Bendit que dirigió el Mayo Francés? Por último, el artículo sobre gastronomía y cine negro, recuerda poderosamente por un lado la exquisitez de la cocina francesa, la “nouvelle cuisine” (el célebre restaurante Maxim’s, los chefs Paul Bocuse, Auguste Escoffier, Alain Ducasse...), pero también el “polar”, el policíaco francés que se hizo legendario en los años cincuenta y sesenta de la mano de Duvivier, Melville, Becker, Clouzot, Dassin...
Así que, sí, homenaje al periodismo, pero no solo al periodismo, también quizá al París donde Andersen reside desde hace años, hacia una sociedad, la francesa, por la que los norteamericanos sienten devoción, tan chic, tan elegante, tan plena de todo lo que carecen los USA: un inmenso poso cultural, una inabarcable idiosincrasia creativa. Finalmente una obra singular, única, pero también desconcertante, imprevisible, La crónica francesa, como suele suceder a todo film que busca un camino propio, una senda nueva que hollar, tiene altibajos: la primera parte, la del artista criminal, nos parece más endeble, quizá redundante en la presentación de este pintor irascible y que pinta manchurrones donde otros ven cuerpos humanos; el segundo, el de los movimientos estudiantiles, nos parece más entonado, ensayando además una pareja disímil, con madurita interesante y joven (literalmente) imberbe, que pudiera ser también un homenaje a aquella (también) excéntrica película de Hal Ashby, Harold y Maude (1971). El tercero, el de la alta cocina hibridada con el cine negro francés, combina con acierto imagen real y animación, fórmula esta última en la que Anderson desarrolló algunos de sus últimos proyectos, como Isla de perros (2018).
Película rara donde las haya, gustará o enojará, pero es improbable que deje indiferente. Es conveniente verla sin prejuicios, dejándose llevar por el torrente narrativo, por la catarata de diálogos (a veces excesivos, pudiendo perderse el espectador en esta verborragia sin duda interesante pero también estresante), pero también, y sobre todo, por el vistoso, tan diferente look de la película, que bebe obviamente en veneros tales como el cómic o el “cartoon”. Cabe decir que, por momentos, algunas de las soluciones visuales de Anderson (la fachada del edificio de la revista, la panorámica lateral seccionada para contemplar distintas escenas que se suceden en compartimentos colindantes...), parecen inspiradas por la entrañable tira 13, rue del Percebe, del gran Ibáñez...
Como suele suceder con las pelis de Wes Andersen, ha contado con un repartazo por el que más de un cineasta mataría, casi todos ellos en papeles de corta duración, salvo algunos como Benicio del Toro, Adrien Brodsky, Tilda Swinton, Frances McDormand o Timothée Chalamet. Todos están bien, acordes con el tono entre alucinado, estrafalario o extravagante (táchese lo que considere que no procede) de esta rareza a ratos estimulante, a ratos desconcertante, que hemos apocopado como La crónica francesa, para abreviar...
Nota a pie de página: este Anderson, en cuestión de los nombres de sus personajes, es (también en eso) un guasón: llama Zeffirelli al revolucionario francés, como el cineasta Franco Zeffirelli, conocido, entre otras cosas, por su fuerte conservadurismo político, habiendo sido incluso senador por Forza Italia, el partido de Berlusconi...; uno de los “flic” (término coloquial con el que se denominan a los policías franceses) del tercer segmento se llama Maupassant, como el célebre escritor del XIX, especializado en literatura de corte naturalista (vamos, justo lo contrario de esta fantasía desbordante...); y, por último, el cocinero que será crucial en la resolución del secuestro de ese tercer episodio responde al nombre de Nescaffier, sospechosamente parecido al del auténtico restaurador Escoffier, que ya hemos citado, pero también a cierta marca, muy popular, de café instantáneo: “haute cuisine” y “fast food”, por fin, unidas...
(27-10-2021)
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