Definitivamente, Álex de la Iglesia se mueve como pez en el agua en el terreno del esperpento, del “grand guignol”. Todo su cine, en mayor o menor medida, está cortado por este rasero, desde su inicial Acción mutante hasta esta Balada triste de trompeta. Lo curioso es que, conforme va avanzando en su filmografía, parece que De la Iglesia se gusta en este registro y cada vez se hace más osado, y por ello incurre en riesgos temerarios. Salvo quizá en el caso de su anterior Los crímenes de Oxford, el cineasta vasco da cada día más muestras de que lo suyo no es precisamente la sutileza, sino más bien el chafarrinón, el brochazo grueso.
Lo malo del caso es que, con el tiempo, parece que va perdiéndole el respeto al tema, y a estas alturas piensa que todo vale; además, ha prescindido para este su noveno largometraje de su guionista habitual, Jorge Guerricaechevarría, con lo cual tampoco ha podido contar con el factor ponderador que un segundo guionista siempre aporta.
Así las cosas, Balada triste de trompeta es el sueño, más bien la pesadilla, de alguien a quien, como el propio De la Iglesia ha reconocido, cuando era niño el circo le daba miedo (me parece que es un sentimiento bastante extendido, por cierto…), hecho cine en un thriller entreverado de comedia, drama, gore y algunos elementos más.
Pero el conjunto no termina de funcionar. Por de pronto, De la Iglesia no es precisamente un perfilador de personajes: los suyos (no estos: todos los de su carrera) tienen un nivel de desarrollo que cabe en la cabeza de un alfiler, y todavía se puede construir allí un adosado… De esta forma, con personajes que son meros títeres “ad libitum” del demiurgo de turno (¿cómo se dirá un palabro como demiurgo en euskera? Vaya usted a saber…), la película avanza al capricho del guionista/director, sin que la coherencia sea una de sus virtudes, sino más bien todo lo contrario.
Por otra parte, quizá contagiado del heterodoxismo del tarantiniano Malditos bastardos, De la Iglesia opta aquí por ponerse la Historia por montera e inventarse un supuesto incidente con Franco de por medio; hombre, no seré yo quien afee la historia-ficción, pero en esos casos se ha de ser cuidadosos y olvidarse de fechas y situaciones reales (cfr. el magnicidio del presidente Carrero Blanco), porque si no, lo que tenemos no es un ejercicio de fantasía, sino de gastronomía (lo digo por lo del gazpacho que se forma…).
Admirable el trabajo de los actores, en especial de un Antonio de la Torre que arrostra el personaje más feo y desagradable del filme, además con escasa trastienda, por no decir ninguna.
Hay cosas curiosas, claro, como ese proceso de enfrentamiento a muerte que se da entre los dos protagonistas (por cierto, a la manera de uno de los anteriores filmes del cineasta vasco, Muertos de risa, y no digamos del original de este venero, el clásico Los duelistas, de Ridley Scott), un desafío constante entre dos seres chalados, entre dos “freaks” en sentido literal, dos monstruos interior y exteriormente, la risa helada del clown, la risa obscena del augusto… Pero el conjunto no termina de convencer, en un film irregular, con algunos aciertos pero muchos, demasiados errores.
(26-12-2010)
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