La literatura y la filmografía de Gonzalo Suárez hacían abrigar la esperanza de que nunca se limitara a una mera adaptación de una obra precedente para ofrecer su interpretación del mito de Don Juan. Como él mismo ha declarado, el personaje le había sido visceralmente antipático; ni Tirso ni Zorilla, pues, le servían como punto de partida. Con su Don Juan en los infiernos traspasa la frontera de lo meramente sensual en el personaje y lo instala en las fronteras de la racionalidad. Molière y el espíritu analítico de su criatura le venían mejor, según sus palabras, para ofrecer un Don Juan en quien verbo y reflexión se convierten en sustitutos de espada ligera y trivial aventura.
La consulta a la versión del dramaturgo francés permite comprobar que las coincidencias del filme con su antecedente literario son menores de las esperadas. “Don Juan o El festín de piedra”, situada en la Sicilia del XVII, subraya la vertiente materialista de un personaje para quien la única evidencia es la exactitud de la matemática; su escepticismo ante el más allá le supone la ausencia del arrepentimiento y su inexcusable condena ante la contestación afectiva y respetuosa de Sganarelle, su criado.
Mientras, la prosa del dramaturgo, en la línea habitual de su literatura, fustiga hipocresías y oportunismos a unos y otros. El escritor francés es casi eco en el realizador español donde algún elemento concreto de literalidad verbal, modifica su significado por establecerse en distinto contexto y situación. Y en lo que respecta al personaje principal, coinciden en hacerlo depender del peculio paterno y contrastan en mostrarlo en el filme, maduro y cansado, casado y separado; su racionalismo, en el último momento de su vida, le hace abrigar la esperanza de que “la muerte sea mujer”; y es que, en palabras de refrán popular, “genio y figura hasta la sepultura”.
Este seductor, decrépito y senil, lo recogió la filmografía extranjera precedente en el título de Alexander Korda La vida privada de don Juan (1934), interpretada por Douglas Fairbanks, cuyo rasgo fundamental mostraba al personaje enfrentado a su irreparable vejez y a una buena fama, definitivamente perdida ya, en una Sevilla ficticia donde el carnaval sustituye a otras más populares fiestas locales.
Sin embargo, el título de la película nos remite a otro antecedente que Suárez no declara aunque tampoco oculta: Don Juan en los infiernos es un poema de Baudelaire, perteneciente a “Las flores del mal”, que más allá de la homonimia sugiere una atmósfera y un clima de evidente repercusión en la película; una mínima comparación entre filme español y texto francés probaría la cercanía y similitud de atmósferas y sensaciones, aspectos y circunstancias.
El poema observa a Don Juan iniciando el tránsito por la laguna Estigia; mientras entrega su óbolo a Caronte, sus víctimas le increpan, Sganarelle, el criado, le solicita estipendio, Don Luis le recrimina los muertos y Doña Elvira le suplica una última sonrisa; la impasibilidad y el desdén es la respuesta del personaje.
El realizador español, en semejante paisaje, humaniza a un héroe que, dubitativo ante el más allá, desplomado en la barca de Caronte, dialoga cordialmente con su criado, “curso de mi discurso, (...) cauce de mi pensamiento”, en variante paralela a la cervantina y universal pareja. El simbolismo verbal del poeta Baudelaire se hace barroca metáfora iconográfica en Suárez; el fin del personaje prototípico (interpretado por Fernando Guillén) coincide con un agonizante Felipe II (Ignacio Aierra) y un imperio que inicia, como su mito, un ocaso irreversible.
Suárez focaliza la ponderada magnificencia del siglo áureo bajo una escéptica mirada acorde con la de su personaje; sin llegar a revestirla de completa leyenda negra, la sentenciosidad inquisitorial se hace patente en tantos personajes y situaciones, desde la mirada adusta del monarca, que considera la risa pecado capital, a los pronunciamientos del Santo Oficio en materias más humanas que divinas.
La solemne arquitectura de El Escorial sirve de marco palaciego para unos interiores mostrados habitualmente de modo tenebrista cuyo ambiente claustrofóbico contrasta con la viveza cromática de exteriores marcados por tonalidades y ambientaciones más placenteros y sensuales. La referencia pictórica a la composición plástica usada por Suárez en la puesta en escena es algo en lo que coinciden críticos y comentaristas. La composición del dormitorio donde Don Juan yace con la dama adúltera, la pose de ésta y el encuadre utilizado remiten en su semejanza al cuadro de Velázquez “La Venus desnuda”, del mismo modo que la secuencia final, recreación visual del poema baudelaireano, parece convertir en imagen dinámica el cuadro del pintor flamenco Joachim Patinir “El paso de la laguna Estigia”.
En adecuación a tan sugerente puesta en escena, un acierto del realizador es el recurso decorativo de la caracola, tan visualmente fascinante como de sugerente función en la narración; inspirada en un grabado del jesuita Von Kircher se manifiesta como anticipo de la radio para efectivo servicio en palacio denegado por las fuerzas inquisitoriales que sólo ven en ella inutilidad y provocación.
El personaje de Doña Elvira (Charo López) tiene una funcionalidad e independencia de la que carecen las versiones anteriores; con toda voluntad Suárez la transforma en dama lúcida, apasionada por su situación pero juiciosa y reflexiva que “afronta con dignidad y grandeza sus contradictorios sentimientos”. Lejos del destino asignado por la literatura precedente al “ángel de luz”, a la medianera entre Dios y el hombre, esta esposa de Don Juan elige a éste y no a Áquel; y es que lejos de intentar salvar el alma de su esposo se limita a quedarse sólo con su vida. El amor parece el resultado de la comprensión o, acaso, sea justamente al revés.
La actividad amorosa de Don Juan, muy limitada en la película a ojos del espectador, parece relacionada con su anticipada vejez, lo que conlleva aprovechar el tiempo disponible y sacar fuerza amorosa a la flaqueza vital. En un contexto histórico y social marcado por el rigorismo contrarreformista que impide hasta la natural expresión de la risa, Don Juan se debate “en su verdadero infierno” y, defendiendo el “carpe diem” frente al “ubi sunt”, a pesar del cansancio y la fatiga, fruto de la edad inevitable, intenta ganarle la partida a la vida.
Don Juan en los infiernos -
by Rafael Utrera Macías,
Aug 29, 2013
4 /
5 stars
Personal renovación del mito con fondo de literatura francesa
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