Roman Polanski, tras iniciarse en el cine a mediados de los años cincuenta con una serie de cortos, da el salto al largometraje a principios de los sesenta con esta más que estimable El cuchillo en el agua, que ya en el título nos advierte de que no estamos ante un film al uso. A partir de ahí la carrera del cineasta polaco se hizo meteórica: Repulsión (1965) lo confirmó como un director peculiarísimo, en lo que se podría considerar una brutal parábola de la frigidez; con Callejón sin salida (1966), más conocida por su título original, Cul-de-sac, presentó una historia nigérrima con ribetes entre existencialistas y surrealistas, para pasarse a la comedia de terror con El baile de los vampiros (1967) y al terror psicológico con La semilla del diablo (1968), todo eso antes de que el horror absoluto le visitara, por segunda vez, con el asesinato de su mujer embarazada, Sharon Tate; la primera visita de ese horror absoluto sería, claro está, cuando, siendo niño, se quedó prácticamente huérfano (ambos progenitores en campos de concentración...) en el gueto de Varsovia que regentaban con mano de hierro los nazis.
Pero esas películas, y otras muchas, llegarían después de este El cuchillo en el agua, que descubrió al mundo el talento de este joven polaco que ni siquiera había cumplido los 30 años, pero que se llevaría el prestigioso premio de la FIPRESCI (la prensa internacional, para entendernos) en la Bienal de Venecia, e incluso estuvo nominado al Oscar, que finalmente se llevó aquel año Fellini, ocho y medio.
La acción se desarrolla en el tiempo de rodaje del film, en los primeros años sesenta, en la Polonia comunista de la época. En ese contexto, conocemos a una pareja (después sabremos que no son cónyuges sino amantes, estando él casado con otra mujer) que circula en coche por carreteras más bien desiertas. En un momento dado, el hombre está a punto de atropellar a un joven autoestopista que se había colocado en medio de la carretera, aunque el conductor dice que lo ha hecho a posta para darle un susto. El hombre se llama Andrzej y está alrededor de los cuarenta; la mujer, Krystyna, quizá no llegue a los treinta. Andrzej decide invitar al autoestopista al viaje que van a realizar en el velero de su propiedad. El hombre es un tanto agresivo en su relación con el chico, y este un tanto nihilista. En el periplo por los lagos de Gizycko, el hombre más mayor tendrá ocasión de dejar en ridículo, o al menos intentarlo, al joven, en una especie de competición que nadie le había pedido pero a la que se siente impulsado por su condición. Las relaciones entre el trío se van enrareciendo progresivamente...
Formalmente, El cuchillo en el agua nos parece evidente que es deudora de la entonces incipiente pero ya desbordante Nouvelle Vague: así, Polanski utiliza planos que hasta la llegada de Truffaut y compañía estaban vedados en el cine, como tomas desde la nuca del chico para enfocar al fondo, con profundidad de campo, a los amantes, rompiendo esquemas y rigideces de un cine que en los cincuenta ya daba signos de agotamiento. El cineasta polaco incluso se permite algunos planos con montaje al estilo del Godard de À bout de souffle. Pero por supuesto Polanski no se dedicaba a copiar a los franceses de la Nouvelle Vague, sino que indagaba su propio camino, un camino que utilizaba, y de qué manera, los estrechos límites del velero para hacer un ejercicio de virtuosismo en la planificación y el encuadre, siempre exacto, siempre seguro, como si no hubiera otro posible. Todo ello con una puesta en escena exquisita, con una seguridad, un aplomo, impensable en un chaval que no había cumplido los treinta y que además hacía con este su primer largo. Todo ello en un hermoso blanco y negro, matizado y poco brillante, ajustado al cielo plomizo del verano polaco y a los hermosos paisajes acuáticos, con una espléndida música de jazz, con viento y piano, que se inicia briosa ya en los créditos.
En cuanto al fondo, estamos ante un drama psicológico, con el enfrentamiento de dos concepciones de la vida, la del hombre que lo tiene todo, satisfecho de sí mismo, que alardea de la hermosa mujer que tiene a su lado, y el joven que es sin embargo el futuro, un joven aventurero en línea con la explosión juvenil que ya al otro lado del Telón de Acero, en Estados Unidos y Europa Occidental, amenazaba con llevarse por delante (como se lo llevó...) todo el antiguo sistema social, político, económico que había sido el santo y seña de las sociedades del siglo XX hasta mediados de esa centuria.
Con un evidente tono existencialista, el film de Polanski se conforma así como una pugna no precisamente sorda, pero tampoco abierta, entre el macho alfa acostumbrado a mandar y que le obedezcan, un cuarentón perteneciente a una generación autoritaria y conservadora, y el joven que forma parte de una generación menos formalista, más rompedora, incluso más femenina.
Dos mundos, el pasado y el futuro, pero también otro tipo de lucha de clases, muy distinta a la que proclamaba el régimen comunista que gobernaba con mano de hierro el país: aquí el hombre maduro será el miembro de la clase dominante, de alguna manera parte de la Nomenklatura (o como se llamara en Polonia la clase dirigente comunista que gozaba de todos los privilegios, como sus homólogos soviéticos); y el autoestopista, por el contrario, ejercerá una rebeldía “sotto voce”, quizá un trasunto del propio Polanski, que de hecho quería haber interpretado el papel pero los productores no le dejaron. De hecho también, los problemas que tuvo el director con las autoridades de su país a raíz de este film le obligarían a emigrar a Francia, donde continuaría su carrera (y también en Estados Unidos, y en el Reino Unido, y en España...).
Además habrá una difusa, latente tensión, quizá sexual, entre los tres protagonistas, incluso con escenas como la del juego de cartas con prendas como pago por las partidas perdidas que, ciertamente, se presta a ese tipo de juego crípticamente erótico. Las pulsiones soterradas, latentes, estarán ahí, y propiciarán un inteligente, sutil final abierto, en el que el protagonista habrá de tomar una decisión que, sea la que sea, marcará definitivamente el resto de su vida.
Buen trabajo actoral, en especial de Leon Niemczyk, el único actor profesional del film, que interpreta al hombre maduro, mientras que Jolanta Umecka, la chica, no era actriz y de hecho esta fue una de las pocas películas en las que intervino. En cuanto a Zygmunt Malanowicz, el joven autoestopista, era un estudiante de interpretación que hizo con esta también su primera aparición en una pantalla, aunque después tendría una larga carrera.
Al éxito del film evidentemente no fueron ajenos los magníficos diálogos escritos por Jerzy Skolimowski, él mismo también exquisito director, como Polanski, aunque con bastante menos éxito y fama que Roman, pero también con una carrera de lo más ecléctica y cosmopolita.
(22-12-2021)
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