Terry Gilliam era el único de los integrantes de la “troupe” de Monty Python que no era británico de nacimiento. Junto a los otros cómicos del grupo se hizo un nombre en la televisión, hasta dar todos ellos, en comandita, el salto al cine, primero con productos cutres pero descacharrantes, como Los caballeros de la Mesa Cuadrada y sus locos seguidores (1975) hasta La bestia del reino (1977), más atinada, y no digamos Los héroes del tiempo (1981), creativa y de impecable factura. Entre medias estuvo La vida de Brian (1979), que fue la auténtica eclosión del grupo, en la que Gilliam puso el guion, junto al resto del grupo, aunque la dirección corrió a cargo de Terry Jones, quizá el más dotado de todos ellos para el cine.
Gilliam, una vez separados los Monty Python tras el descalabro económico de El sentido de la vida (1983), afrontó una carrera en solitario como director que, ciertamente, ha atravesado problemas de todo tipo. Aunque inicialmente gustó mucho su distopía Brazil (1985), con resabios del 1984 de Orwell, su primer tropiezo sería con Las aventuras del Barón Munchaussen (1988), que tuvo todos los problemas del mundo, y más, para poder terminar su rodaje. Tras un par de títulos hechos en condiciones más o menos normales, este El rey pescador (1991) y Doce monos (1995), volvió a las andadas con títulos que fueron problemáticos en su producción, desde Miedo y asco en Las Vegas (1998) hasta la reciente El hombre que mató a Don Quijote (2018), que ha batido largamente todos sus records en cuanto a problemas de todo tipo, pasando por El imaginario del Doctor Parnassus (2009) y Teorema Cero (2013).
Así las cosas, tras las irregulares pero visualmente fascinantes Brazil y Las aventuras del Barón Munchaussen, ya mencionadas, Terry Gilliam cambió de registro para ofrecernos esta El rey pescador, la fábula del escéptico y el ingenuo, dos hombres totalmente distintos que, sin embargo, encuentran un nexo de unión en la bancarrota moral por la que se han deslizado sus respectivas vidas.
De mensaje falsamente optimista, la película (y esa quizá sea su gran virtud) se aparta de los trillados caminos del cine norteamericano de la época para, aprovechando un presupuesto más que desahogado, transmitir una visión desengañada de la sociedad del ocio y la opulencia.
Robin Williams se pasa bastante en su interpretación, pero lo cierto es que le convenía a su personaje. Del resto, aparte del siempre eficiente Jeff Bridges, un lujo de actor, nos quedamos con Mercedes Ruehl, que consiguió el Oscar a la Mejor Actriz de Reparto, galardón que, sin embargo, esta notable intérprete no rentabilizó, adocenándose en productos mediocres del tres al cuarto.
137'