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Terry Gilliam parece querer tomar el testigo dejado por “grandes malditos” como Orson Welles y Francis Ford Coppola, cineastas que se arruinaron (y arruinaron a otros) con algunas de sus desmesuradas producciones; bien es cierto que a la par engrandecieron, y de qué forma, el cine. Pero Gilliam, digámoslo pronto, no es Coppola ni mucho menos Welles: en Terry parece primar su interés por ser “maldito” a toda costa, no lo es de forma natural, no sé si me explico. En efecto, este hombre parece empeñado en meterse en todo tipo de producciones más grandes que la vida, aunque su interés, con frecuencia, es bastante más menguado, cuando no casi imperceptible. Uno tras otro, sus filmes de los últimos años (Miedo y asco en Las Vegas, El secreto de los hermanos Grimm, El imaginario del Doctor Parnassus) concitan una indiferencia que no debe ser producida por otra cosa que no sea la inanidad de tales obras: no interesan al público y, lo que es casi peor en un cineasta que se reputa “artista” (esas comillas, tan poco inocentes…), tampoco a la crítica. Pasó el tiempo en el que su cine interesaba, desde su época dentro de la troupe de Monty Python (Los héroes del tiempo y El sentido de la vida, entre otras) hasta la posterior en solitario, allá por los años ochenta y primeros noventa (Brazil, Las aventuras del Barón Munchausen, El rey pescador, Doce monos).

Así las cosas, su nuevo filme, este The zero theorem, no le saca tampoco de pobre: se trata de un abigarrado pastiche de temas cultistas, desde el Esperando a Godot, la seminal comedia del absurdo de Beckett, aquí reflejada en la espera interminable de esa llamada telefónica que nunca llega, hasta 1984, la novela de Orwell, con su Gran Hermano (el literario, no la bazofia de Telecinco) que todo lo ve, que todo lo escruta, pasando por algunos clásicos fílmicos menores sobre la realidad virtual, como Proyecto Brainstorm, de Douglas Trumbull, o El cortador de césped, de Brett Leonard. Eso por no hablar de Pi, la película de Darren Aronofsky sobre el número que explicaría a Dios, o clásicos de la distopía, como Metrópolis, de Lang, o Blade Runner, de Ridley Scott, cuya influencia en la escenografía es más que evidente.

En fin, un sinnúmero de referencias ajenas, mezcladas como al guionista (el escritor norteamericano Pat Rushin, en su primera incursión en el libreto cinematográfico) le plugo, pero desde luego de forma escasamente atractiva. Y es que no basta con contar con un diseño de producción de imaginación exacerbada, como es el caso, que combina elementos tan dispares como el Cirque du Soleil y los salones de máquinas recreativas; además de tener una escenografía más o menos llamativa, los elementos dramáticos, o cómicos, o simplemente fantásticos, deberían contar con una urdimbre que les diera unidad y los hiciera estimulantes. Nada de eso hay en esta esforzada pero fallida The zero theorem. Si la moraleja es que todos somos una herramienta más para uso del capitalismo, se podían haber ahorrado hora y media larga: las perogrulladas no cotizan al alza en el mercado del buen cine, la verdad.

Christoph Waltz es muy buen actor, como ha demostrado en papeles tan diversos como los que interpretó para Tarantino, sucesivamente, en Malditos bastardos y Django desencadenado. Aquí, lamentablemente, tiene poco donde asirse, así que su trabajo, con ser estimable, tiene menor dimensión que en los filmes citados. Entre los secundarios nos quedamos con la fresca presencia de Lucas Hedges, un adolescente que promete dar mucho que hablar: aquí actúa en pie de igualdad con popes como el propio Waltz, y lo hace con un desparpajo notable. También aparece Tilda Swinton, haciendo otro de esos personajes estrafalarios en los que parece se ha especializado.


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106'

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The zero theorem - by , Dec 07, 2014
1 / 5 stars
Pastiche cultista