Las causas justas en cine no suelen dar buen resultado, en términos estrictamente cinematográficos. Véanse los casos de, por citar sólo algunos ejemplos, Philadelphia (1993), de Jonathan Demme, donde se planteaba la injusticia del despido de un abogado por motivos de su orientación sexual, o Erin Brockovich (2000), de Steven Soderbergh, en la que una mujer lega en leyes luchará contra una poderosa compañía por mor de una gravísima catástrofe sanitaria. Eso por no citar algunos casos españoles, como Cobardes (2008), de José Corbacho y Juan Cruz, sobre el nada novedoso (pero cada vez más extendido) fenómeno del “bullying” o acoso escolar, o Heroína (2005), de Gerardo Herrero, sobre la lucha de madres gallegas contra los cárteles del narcotráfico que arruinaban la vida de sus hijos. Todos ellos son ejemplos de cine deficiente, mediocre en el mejor de los casos, pero con causas justísimas.
Como toda regla tiene su excepción, ahí está la magnífica Te doy mis ojos (2003), de Icíar Bollaín, espléndida película sobre el maltrato conyugal. Pero no es lo usual, sino lo extraordinario. La regla de este axioma (que podríamos definir como “causas justas no hacen buen cine”) también se cumple con esta bienintencionada, esforzada Freeheld. Un amor incondicional (el subtítulo español parece de película romanticona y es manifiestamente prescindible…), un filme que pone en imágenes un caso real, el de una detective de la Policía del condado de Ocean, en el Estado de Nueva Jersey, en Estados Unidos. La mujer, de orientación sexual lesbiana, lo oculta en su lugar de trabajo para que no entorpezca en sus aspiraciones profesionales. Conoce en un bar de ambiente a una jovencita a la que dobla la edad; ambas se enamoran hasta las trancas, como se dice en mi tierra, y conciben un proyecto de vida en común. Se inscriben como pareja de hecho (la denominación concreta en USA es más extraña, pero el concepto es ése) y se compran una casa. Pero la policía enferma gravemente de cáncer terminal, y entonces intentará que su pensión sea heredada por su compañera sentimental, con la oposición de la junta municipal que ha de autorizarlo. Se entabla entonces una lucha desigual entre la poderosa administración pública y la policía agonizante, aunque ésta tendrá ayuda, alguna inopinada…
Freeheld es, entonces, un filme de tesis, una causa justísima que sin embargo no tiene su correspondencia en cuanto a su calidad. Es el típico caso en el que el mensaje, que llega nítidamente, se come al arte. Quizá ello les dé igual a sus fautores, pues ciertamente de lo que se trata es de concienciar sobre el hecho de que el amor no sabe de sexos de los enamorados, sino de amor y punto. Que el hecho de tener rajita en vez de colita (por decirlo en términos de elemental sexualidad infantil) determine la consideración de pareja, o no, y permita que el miembro supérstite (qué horrible vocablo leguleyo: pero es el que hay…) de esa pareja herede, o no, la tan duramente ganada pensión de su compañero, debe ser irrelevante. Ésa es la tesis, tan justa, de esta película que sin embargo no pasará a ninguna Historia del Cine por sus valores fílmicos. Peter Sollett, su director, ha hecho su carrera dentro del cine “indie”, con filmes como Camino a casa (2002) y Nick y Nora, una noche de música y amor (2008), además de algunas incursiones en televisión. No es un exquisito, y se limita a poner su oficio al servicio de la tesis mantenida en la película, que seguramente era lo que se le pedía.
El guión de Ron Nyswaner, autor también del libreto de otro filme de características similares ya citado, Philadelphia, está bien construido y juega con la gradación adecuada en estos casos, con las innúmeras dificultades del inicio y de qué forma la tenacidad y la persistencia de los protagonistas van consiguiendo vencerlas poco a poco, hasta llegar al correspondiente clímax final, sin el que el cine no sería cine, ni siquiera el cine de tesis…
Julianne Moore está, como siempre, excepcional. No recordamos una película de la actriz en la que no esté sublime. Aquí se entrega en cuerpo y alma al personaje de la detective de Policía que no quería salir del armario por motivos profesionales, pero que cuando tuvo que afrontarlo lo hizo con todas sus consecuencias: atrás quedarán los temores a la pérdida de la estima de sus colegas, el miedo a perder su posible ascenso, la renuencia a exponer en la plaza pública sus deseos más íntimos. Todo quedará atrás ante la tozuda, bendita voluntad de hacer lo correcto, de evitar que su pareja sea privada de lo que legítimamente le corresponde, un último acto de amor (este sí….) incondicional.
Ellen Page, que interpreta el personaje de la jovencísima amante de Julianne Moore, está bien, aunque palidece ante el recital de Julianne. Entre los secundarios me quedo con un Michael Shannon que, por una vez, abandona los papeles de villano que tanto juego le dan, para ser el primer adalid, el más importante paladín (hetero, además, como él se encarga de remarcar) de la causa de su colega, de su amiga. Pero el que está que se sale es Steve Carell, que trasciende su habitual rol de comicastro en un personaje que, si en la realidad es como aquí se representa, es todo un tipo: judío militante (esa kipá o bonetillo hebreo permanentemente encasquetado en su coronilla), gay con pluma desplegada, de clase media con pareja estable, vibrante, casi circense activista de los derechos de los homosexuales. Carell no fue la primera opción para el personaje, sino otro actor también perito en comedietas, Zach Galifianakis, pero creo que Steve borda el papel, sin por ello menospreciar al notable secundario de Birdman.
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