La última película de Almodóvar ha sido acogida con división de opiniones, además de verse arrastrada por las noticias sobre los ya famosos “papeles de Panamá”, que parecen indicar, cuando se escriben estas líneas, que tanto Pedro como su hermano y coproductor Agustín pudieran haber tenido algún tipo de sociedad en paraíso fiscal, lo que parece estar propiciando una importante desafección de público.
Temas de actualidad aparte, lo que interesa aquí es su nueva película, y diremos pronto que nos parece más endeble que sus últimos dramas (casi todos, menos el excurso de la floja Los amantes pasajeros). Si se compara con Volver o con La piel que habito, parece evidente que Julieta palidece a su lado.
Y es que el cine de Almodóvar, con cierta frecuencia, se resiente de una artificiosidad que lo hace difícilmente visible, no digamos ya digerible. Es el caso: Julieta es una película que parece en todo momento una película; nos aclaramos: el cine debería transportar al espectador a algún mundo distinto del real en el que se encuentra, sea la butaca de la sala de proyección o el cuarto de estar de su casa. El cine debe abstraer al público y mostrarle otra existencia, sea en clave fantástica o realista. Pero esa otra existencia ha de ser verosímil, el espectador ha de creer en ella, considerar que lo que está viendo es posible, por muy improbable que sea. En la medida en que ello no sea así, se produce el fenómeno de la artificiosidad, de la impostación, de la falta de adecuación de fondo y forma, del extrañamiento. Así las cosas, es difícil enganchar a un espectador que no se cree lo que ve, y en Julieta hay pocas cosas creíbles, desde el pasajero suicida a la defección de la hija, desde la inopinada relación con el escritor argentino al encuentro casual (¡en una ciudad de cinco millones de habitantes!) que provoca el drama troncal de la historia.
Porque además el problema en Julieta son los estereotipos: no hay personajes en sentido estricto. Ni siquiera la protagonista, que debería ser la más perfilada, y que ha necesitado hasta dos actrices (encomiables, por lo demás, Adriana Ugarte y Emma Suárez) para ser interpretada, resulta creíble: maestra de lenguas clásicas, apenas sabemos de ella gran cosa, aparte de que es andaluza aunque ni ella ni sus padres tengan el más mínimo acento andaluz, y que tiene una gran tragedia en su vida, desatada por una de esas tonterías de grado mayor que a veces los escritores o guionistas se encargan de hacer creer que son lo que no son. Pero es que el resto de personajes tampoco se puede decir que sea un dechado de realismo, desde el marinero gallego de diseño que compone como buenamente puede (no tiene muchos asideros, digámoslo en su defensa) Daniel Grao, hasta el escritor un tanto zombi que hace Darío Grandinetti, o la escultora, un papelito endilgado a Inma Cuesta que ella saca adelante con trabajo y profesionalidad, aunque no nos lo creamos en ningún momento. Quizá el único que tiene poso real es el rol de Rossy de Palma, una bruja pueblerina que sabe a cierta, una arpía con pelo ensortijado que parece recordar a la Medusa, aquel monstruo femenino de cabellos de serpiente, cuya mirada convertía en estatua a quienes la recibían; en este caso será la lengua viperina del personaje la que cambiará, una vez tras otra, el destino de la atribulada protagonista.
Y, para remate de los tomates, hay en Almodóvar, permanentemente, un cierto tono cultista que a ratos parece más cultureta que culto: un disco de Ryuichi Sakamoto por aquí, un poster de Chavela Vargas (y su voz rota, claro, en la banda sonora) por allá, una profe de Griego que habla en términos polisémicos del concepto del mar en La Odisea, unos carteles de películas en la fachada de los cines Princesa (especializados en cine en versión original) de Madrid, entre ellos el de la muy indie Winter’s Bone… Una pose cultista que se queda en la apariencia, en la superficialidad, un postureo, como se dice ahora, que resulta más pedante que intelectual, más fatuo que sincero.
Y que conste que al final, cuando las piezas van encajando, la película va tomando cierta forma, hasta conseguir una relativa coherencia que Almodóvar remata acertadamente con un final sin final, o con un final abierto, si queremos decirlo así. Por supuesto, el diseño de producción y el equipo técnico es de primera, desde el director de fotografía Jean-Claude Larrieu, habitual del cine de Isabel Coixet, al músico Alberto Iglesias, aunque para mi gusto el gran compositor vasco no ha estado especialmente inspirado, en una partitura que a ratos parece más la de un thriller que la de un drama químicamente puro como éste. Entre los intérpretes me quedo con el dúo Ugarte-Suárez, lo mejor de la cinta, aportando dolor y emoción a pesar del pecado original del filme, la impostura e inverosimilitud de la historia. También, por qué no decirlo, con el pequeño papel de Susi Sánchez, una de mis secundarias preferidas, que está, como siempre, estupenda.
96'