Ernest B. Schoedsack fue uno de los pioneros de Hollywood. Se inició como director de fotografía en 1915, en cortos a mayor gloria de las estrellas del cine cómico de la época, para, a mediados de los años veinte, pasarse a la dirección. En ese terreno llevó a cabo una filmografía no demasiado dilatada; el éxito de esta King Kong lo encauzó hacia la senda del cine de aventuras. Por su parte, Merian C. Cooper fue fundamentalmente productor; de hecho, en la última parte de su carrera como tal fue quien produjo buena parte de las películas de John Ford, desde El fugitivo (1947) hasta la magistral Centauros del desierto (1956).
Ambos rodaron juntos algunas, pocas películas, como directores; los largometrajes que correalizaron fueron concretamente Las cuatro plumas (1929), versión de la famosa novela homónima de A.E.W. Mason, esta King Kong, y Los últimos días de Pompeya (1935).
Es difícil imaginar una obra maestra más incontestable e incontestada (y a la vez imitada) que esta King Kong, una vieja película que sigue manteniéndose plenamente vigente cuando, en las fechas en las que se escriben estas líneas, ya es más que octogenaria.
Pero es que la sutileza en la relación entre el gigantesco Kong y la chica protagonista, Ann Darrow (fantástica Fay Wray), la ingenuidad casi naif de este imposible amor y el tono de aventura semisurrealista que la trasciende, siguen adornando un conjunto excepcionalmente logrado, uno de esos filmes que solo se consiguen merced a un peculiar, prodigioso estado de gracia. De hecho, Schoedsack y Cooper, sus directores, jamás volvieron a brillar, ni de lejos, a semejante altura. Sería una conjunción de los astros, a lo mejor...
La historia del exótico gorila descubierto en una isla tropical y llevado para su exhibición como monstruo de feria a Nueva York ha sido llevada posteriormente repetidas veces al cine; las más conocidas (y aparatosas) fueron la de John Guillermin, King Kong (1976), y la de Peter Jackson, el director de la trilogía de El Señor de los Anillos, también titulada King Kong (2005), ambas evidentemente muy inferiores en calidad y creatividad, aunque también, como es obvio, muy superiores en efectos especiales y digitales. Pero es que la importancia del original no tenía que ver con los F/X de párvulos que se gastaban en los años treinta, sino en la rara armonía, en la cándida gracia de una historia que entronca sin ambages con el mito de la bella y la bestia.
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