Uno de los primeros y más significativos títulos del “Nuevo Cine Español”, Del rosa... al amarillo, primera obra del recién titulado en la Escuela Oficial de Cinematografía Manuel Summers, incluía un episodio más titulado “La niña de luto”. Su autor prescindió finalmente de él para convertirlo, tras el estreno de su “ópera prima”, en la base de su segundo trabajo.
La niña de luto analiza, desde el enfoque de cierto realismo testimonial, la incidencia de los lutos rigurosos sobre las muchachas casaderas en el contexto de las comunidades rurales y, en este caso concreto, en cualquier lugar de la baja Andalucía. El planteamiento dramático que García Lorca hizo de un tema semejante en La casa de Bernarda Alba, donde se denunciaba la vehemente intervención de un despótico matriarcado, este otro andaluz risueño lo ofrece desde el tono habitual de la comedia, sin que falte la referencia al aspecto mencionado, para analizar un hecho socio-cultural de fuerte arraigo en un tiempo y en una colectividad como la que lo vio nacer.
El tema básico de la película es la repercusión del luto obligado en la vida de la población. La misma terminología utilizada para la denominación de tal hecho dice mucho de su penetración en la moral pueblerina: “luto riguroso”, “medio luto”, “alivio de luto”, “fin del luto”. El paralelismo de tales términos con el uso del negro tanto en la indumentaria como en otros enseres domésticos es lo que Summers lleva al paroxismo, a lo caricaturesco saturado de ridículo.
El negro y el silencio armonizan y conforman una simbología que afecta a las cotidianas situaciones y construyen un pacto que sólo termina con el final del luto. Con razón se ha denominado a esta situación de “tristeza ceremonial” o, lo que es lo mismo, al entendimiento de que el luto sirve, ante todo, para que sea visto por los demás, como un componente externo del atuendo y de la costumbre. Y es que Rafael (Alfredo Landa) y Rocío (María José Alfonso) son víctimas precisamente de ese luto que sus paisanos se empeñan sólo en llevar por fuera.
La estructura de la película se organiza en base a dos puntos que podemos denominar “fin de la anormalidad” y “comienzo de la normalidad”. Cuando la historia comienza ha terminado el fin temporal de un luto: las ventanas pueden abrirse, el pájaro piar, el piano tocarse, la radio sonar... Y Rocío y Rafael podrán ya verse en la carretera, asistir al cine, bailar en el salón.
El nuevo muerto conlleva la vuelta a la “anormalidad” asumida como una ley y programada como un despertador. Unos tiempos y unos lugares son para la pareja de novios la libertad mientras otros se convierten en cautiverio doméstico y en inquisición rural.
Los rellenos entre un bloque y otro, entre los encuentros y desencuentros de los enamorados, le permiten a Summers efectuar un itinerario por el costumbrismo popular, por la estructura social de la mesocracia andaluza, por los componentes ideológicos de la pequeña burguesía provinciana cuyos modos de comportamiento están dictados por el conservadurismo franquista y la hipocresía del nacional-catolicismo; la actitudes de los padres de Rocío, como ejemplo, en la última escena del cementerio así lo evidencian.
Otras dependencias o lugares y situaciones remiten a un modo naturalista de pintar y describir personajes, actitudes, comportamientos: la carretera como lugar de encuentro, el cine como evasión de la realidad, el bautizo como expresión del folklore popular, el baile como erotismo consentido, el casino como esparcimiento masculino, la iglesia como lugar de actuación femenina, la pensión como lugar de residencia donde la publicidad radiofónica suple la comunicación interpersonal y evidencia los rencores.
En todo este tejido social, Summers instala su sentido del humor y hace hablar a “Juanito bicicletas”, el tonto del pueblo, reír furtivamente a los hermanos de Rocío, desarrollar paralelamente el entierro y la vuelta ciclista, y así resolver el “gag” en una situación propicia donde tiene sentido, funciona eficazmente y efectúa la crítica.
El contexto social vuelve a dejar paso a la historia sentimental y cuando ésta avanza a primer plano, en presencia de la pareja o en su ausencia, es la música, el bolero, el fandango, la sevillana, quien organiza la historia, “llámame si sufres”, “el destino ha querido que vivamos separados”, “dos amores que han muerto sin haberse comprendido”, y evidencia para el espectador lo que el diálogo se ha visto imposibilitado de decir.
La postura del realizador ante los hechos narrados sirve más para mostrar que para criticar, para asumir que para rebelarse. Así parece deducirse del habitual tono humorístico con que son presentadas las situaciones o con el tono afectivo con el que se organizan los elementos peculiares del “gag”.
Sin embargo, no debe perderse de vista que Summers acaba su historia muy lejos de un habitual “final feliz”. El luto imposibilita, a menos a ojos del espectador, que el noviazgo se formalice, que el matrimonio se lleve a cabo, que la pareja acabe “en amor y compaña” para toda la vida.
El protagonista se nos muestra capaz de protestar ante una situación pero, al tiempo, se evidencia su incapacidad para rebelarse contra ella; esto dice mucho de los planteamientos que el creador hace respecto de sus criaturas, de tal modo que, en la situación dada, quienes debían, por las reglas del género, convertirse en “héroes”, devienen en perdedores porque su contexto les condiciona y, en el fondo, “nadie tiene la culpa de nada”.
La situación familiar deviene, sucesivamente, en anómala, y el realizador acaba ofreciéndola de modo hiperbólico. Lo que sería puro “humor negro” en Buñuel, en Berlanga, en Ferreri, Summers, desde su cosmovisión personal, suaviza lo oscuro con lirismo “rosa”.
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