Quien le iba a decir a Alex de la Iglesia que iba a reencontrar su mejor tono precisamente homenajeando (no sé si consciente o inconscientemente) a dos maestros de la comedia, Luis Berlanga y Tim Burton. Porque en esta Las brujas de Zugarramurdi la evidencia del cineasta valenciano es patente en toda la primera parte, en el atraco a una tienda de compra de oro, en el mismísimo centro de Madrid; no cuesta ningún trabajo imaginar a Berlanga tras esta puesta en escena de un grupo de memos pintados de mimos de los que se ganan la vida con su inmovilidad y sus disfraces, atracando el establecimiento y llevando con ellos al hijo del cabecilla, porque “le toca esa tarde quedarse con el niño”, y robando después un taxi que además del conductor lleva ya pasajero… Una radiografía realista pero en clave cómicamente negra de la España de los años diez del siglo XXI, como Berlanga las hacía de los años cincuenta y sesenta del XX, en filmes como Plácido, Los jueves, milagro o Bienvenido Mr. Marshall. Por supuesto, los tiempos han cambiado y ahora la temática es aparentemente muy distinta, de acuerdo con la era hodierna, pero no por ello es muy diferente en el fondo.
Y casi a mitad del filme el tono cambia hacia el humor a la manera de Tim Burton, de corte esotérico y sobrenatural, con la aparición de las brujas y toda su cohorte de criaturas malévolas, virando entonces hacia una comicidad siniestra, que puede recordar algunas películas burtonianas como Sombras tenebrosas, Sleepy Hollow e incluso su ya antediluviana Bitelchús.
Soy de la opinión de que el mestizaje lo mejora todo: no sólo la especie humana, sino también cualquier arte: las mixturas suelen funcionar bien, a poco que se hagan con sentido artístico, con capacidad creativa, huyendo del mero “copia-y-pega” que tantos engendros ha propiciado. Y aquí De la Iglesia hace cine a la manera de Berlanga y Burton, pero sin copiarlos: simplemente los fagocita y hace otra cosa distinta, que tiene sentido y entidad por sí misma.
Tras sus últimos tropiezos (Balada triste de trompeta y La chispa de la vida no fueron precisamente sus mejores logros), De la Iglesia se reencuentra con el universo que más le gusta, el del “grand guignol”, el del “grotesque” (véase en este sentido el espléndido artículo publicado en CRITICALIA por el profesor Rafael Utrera con el título Lo grotesco en el cine también) y acierta a ensayar, aunque con sus inevitables irregularidades, una obra certera en su disparate, en su humor desquiciado e iconoclasta, en su comicidad alocada de impresionante ritmo.
A destacar el notable trabajo coral de un reparto que combina con desparpajo cuerpos aerodinámicos (Silva, Casas, Bang), matriarcas de lujo (Maura, Pávez), eficaces secundarios (Areces, De la Rosa, Nieto, Segura) y freaks nacionales (Villén, Botet, Gómez).
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