Preston Sturges (1898-1959) fue uno de esos casos de talentos de Hollywood que, por mor de las circunstancias, tuvieron una carrera efímera en la Meca del Cine, en su caso apenas un lustro, el que va desde 1940 a 1941. De exquisita formación (estudió en Francia y se codeó con el ambiente bohemio de la compañía de la bailarina Isadora Duncan, de la que su madre era amiga y colega), Sturges, ya de vuelta a Estados Unidos, se inició como comediógrafo; varios éxitos sobre las tablas teatrales le permitieron dar el salto a Hollywood como guionista y, como evolución natural, a director, bajo los auspicios de la Paramount. Durante ese lustro mágico en el que Preston fue una rutilante estrella fugaz, hizo algunos títulos ciertamente notables, alguno incluso sobresaliente: El gran McGinty (1940), Las tres noches de Eva (1941), Los viajes de Sullivan (1941), Un marido rico (1942) y El milagro de Morgan Creek (1943). A partir de ahí, una serie de malas decisiones (como romper con Paramount y crear su propia productora) y mala suerte (encadenó varios títulos que fueron fiascos comerciales) le llevaron al ostracismo; en el colmo de la mala fortuna, con solo 59 años sufrió un infarto de miocardio fulminante que se lo llevó al otro mundo.
Pero durante esos aproximadamente cinco años Preston fue uno de los grandes valores del cine de Hollywood, como demuestra esta estupenda Las tres noches de Eva, una comedia en estado de gracia, con guion del propio Sturges sobre la comedia teatral de Mockton Hoffe. La historia se ambienta en el tiempo en el que se rodó la peli, a principios de los años cuarenta, con unos títulos de crédito deliciosamente presentados en dibujos animados, con la serpiente de Eva de por medio. Conocemos a “Hopsie” Pike, un joven científico, pero también un rico heredero, que regresa de una expedición por el Amazonas; de vuelta a la civilización, conoce a Jean, una cazafortunas con dos compinches, que se proponen desplumar al pánfilo. Todos ellos van en un barco transatlántico, camino a Estados Unidos. Él es el típico sabio despistado y totalmente ajeno a las añagazas en las que el hombre (y, por supuesto, la mujer) es perito/a para engañar al prójimo y quedarse con su dinero. Jean despliega todas sus dotes de seducción con el memo, consiguiendo hacerle creer que ella es una rica heredera; pero al tiempo que lo seduce, la bella, que se creía inmune a ello, empieza a sentirse enamorada de Hopsie, así que cuando este por fin se cae, metafóricamente, del caballo, ella ya está decidida a dejar atrás su época de cazafortunas, contarle la verdad y vivir su amor con él…
Con Las tres noches de Eva Sturges retoma y utiliza para sus propios fines el mito que Pierre Louÿs plasmó en su novela La mujer y el pelele, un mito que, por supuesto, hunde sus raíces en la cuna de la civilización, en Grecia y Roma, y llega hasta nuestros días (y lo hará hasta el infinito y más allá, por supuesto…), el poder que la mujer que sabe de su capacidad de fascinación puede ejercer sobre el varón, especialmente si este es mayormente novato en las cuestiones amatorias, y no digamos si además es de poco espíritu. Sobre ese principio, Sturges realiza una deliciosa comedia romántica, una “screwball” de libro, una comedia de ritmo perfecto, deliciosos diálogos y situaciones, y alguna escena como para enmarcar, como la que tiene lugar en el camarote de ella, cuando se ha escapado cierta serpiente que viene al pelo con la historia (Eva, etcétera…), momento en el que Jean aprovecha para, tumbados ambos sobre un sofá, abrazarlo y, sobre todo, acariciar repetidamente el pelo del chico, en un plano secuencia en el que Hopsie aguanta (por decir algo…) estoicamente tanto sobeo capilar, con ambos en plano corto, solo sus cabezas y algo de sus manos, mayormente las de ellas acaricia que te acaricia… un plano secuencia que pondría duro hasta un espárrago de Tudela… sin duda, una escena muy adelantada a su tiempo, en el que se jugaba soterrada aunque bastante claramente con la seducción y (glup, estamos en los años cuarenta…) la excitación sexual.
Curiosamente, ese mismo año de 1941, Barbara Stanwick protagonizaría otra película en la que encarnaba un personaje no demasiado lejano, otra comehombres, en Bola de fuego (1941), una de las obras maestras de Howard Hawks, en este caso en lo que parecía una versión libérrima de Blancanieves y los siete enanitos, con una bella de colmillo retorcido en un hábitat totalmente inesperado, un grupo de científicos chiflados sin experiencia alguna en las relaciones con las mujeres (y menos con las de armas tomar…).
Uno de los grandes aciertos del film, además del ritmo ágil y el curioso tono entre romántico y un punto cínico que le imprime Preston, es la estupenda química entre los protagonistas, Barbara Stanwyck, una de las mejores de su generación, y Henry Fonda, toda una institución del cine de Hollywood, o simplemente del cine, a secas. Muy divertidos los criados del casoplón de Hopsie, todo un microcosmos en sí mismos.
(15-09-2024)
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