Hablar de una obra de Luchino Visconti es hablar de su obra en general, pues se podría decir que todas sus películas están íntimamente unidas o ligadas entre sí, guardando una relación común. Se podrían distinguir en él dos etapas: la primera, más comprometida, la neorrealista, en la que generalmente escribía sus guiones y se identificaba con la época, con la gente, con sus modos de vida y sus costumbres, y su ideología se adaptaba más a las corrientes del momento o se ponía en contra de las ideas políticas, haciendo una crítica social de la marcha del mundo que le rodeaba; una segunda, en la que sin olvidar este sentido crítico, se apoya fundamentalmente en obras literarias y estudia o analiza las consecuencias y motivos de la decadencia de la aristocracia, a la que él mismo pertenece desde la cuna, y que quizás por ello retrata tan fielmente, con tanto acierto.
Ambas etapas están perfectamente significadas por dos trilogías: la primera, incompleta, compuesta por La terra trema y Rocco y sus hermanos; la segunda, por Senso, El gatopardo y Muerte en Venecia. Estas obras no han llevado un orden cronológico ni las etapas se pueden diferenciar claramente por los años, ya que con frecuencia se entremezclan entre sí. Posiblemente él, como autor-creador, prefiera la primera, aunque sus aciertos hayan estado repartidos casi por igual en ambas.
El cine de Visconti parece haberse estancado en el tiempo, pero también diríamos que él lo prefiere así, quedándose con lo segundo, con lo clásico, con lo de siempre, en lugar de hacer experimentos de lenguaje sin conocer su aceptación en un futuro. Por otra parte, le va muy bien a sus obras, ya que sus personajes también se estancaron, o el estudio que de ellos se hace nos los muestran en esta actitud.
Una de las virtudes que más se puede admirar en la obra de Visconti es la plasmación de los ambientes, la creación de una época, de unas costumbres, de unos decorados. Este gusto le viene del teatro, donde parece contar historias arcaicas y donde es más preciso el decorado para mejor facilitar la sugerencia y la ambientación del espectador. Hombre culto, dominador de muchas facetas del arte, aficionado a la pintura desde su colaboración con Renoir, de quien fue discípulo y ayudante de dirección en algunas de sus obras, sabe elegir perfectamente los decorados, en colaboración con Ferdinando Scarfiotti, su decorador teatral.
Tal vez uno de los mayores aciertos de la película Muerte en Venecia sea su ambientación. Transcripción fiel y exacta de la obra de Thomas Mann, tanto en el espíritu como en la letra, Visconti tan sólo ha cambiado la condición de su protagonista, transformándolo en músico en lugar de escritor para aprovechar así las partituras de Mahler. Su ambientación en Venecia es perfecta, porque no sólo es el compositor quien se muere; es también la ciudad, las gentes a consecuencia de la lepra, la época, la decadencia de la burguesía… el artista, en suma, que quiere arrastrar tras de sí la belleza de la obra de arte, que durante tanto tiempo ha perseguido idealmente y que, al fin, ha visto y encontrado materializada en la persona de un joven polaco, Tadzio. Se podría decir que es Venecia una ciudad-decorado-símbolo, y aunque el mérito en la elección no sea de Visconti sino de Mann, al primero pertenece el valor de la reconstrucción.
Este mismo sentido de la muerte parece transpirar por todos los poros de la cinta, en su ritmo lento, cadencioso, como si ésta se acercara lentamente, silenciosa y a la vez devastadora y fatal. El breve texto de la novela de Mann, obra corta, da pie sin embargo a Visconti para una introducción más personal de la obra, logrando un film largo, de más de dos horas de duración. Una vez más, reafirmando lo dicho anteriormente, Visconti ha preferido la literatura, pero sin dar una visión personal, más que en la recreación, como ocurría con Noches blancas, de Dostoievski, o una simple ilustración como en El extranjero, de Camus.
La belleza que rezuman todas las imágenes del film son de una incomparable grandeza, que cautiva en todo instante, y que haría perdonar cualquier fallo, si lo tuviera, demostrando una vez más Visconti su exquisito buen gusto y su ingenio en la puesta en escena.
La música de Mahler, plena de sensibilidad, invita en todo tiempo a la reflexión ante la mansa quietud de las imágenes en calma, sin olas en el mar de la ideología de este artista que degusta por momentos el amargor de la imperfección de la mayor impureza que es la muerte.
Un capítulo aparte merece la extraordinaria interpretación de Dirk Bogarde, que ejecuta aquí uno de los papeles más difíciles de su carrera y de cuantos le hemos contemplado, mostrando con un simple gesto, con la mirada, todo un mundo interior decadente en su arte y su espíritu.
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