Esta película se ha podido ver en la Sección Oficial del 15º Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF’2018).
Yorgos Lanthimos se ha convertido en el director griego de más prestigio desde que Theo Angelopoulos murió. La eclosión de Lanthimos en el panorama internacional tuvo lugar con aquella curiosa aunque no totalmente conseguida Canino (2009), que nos mostró a un cineasta peculiar, con interesantes ideas visuales y conceptuales, aunque también con una evidente (y a veces peligrosa) tendencia a la provocación. Después su cine fue en ascenso, con títulos como Alps (2011), Langosta (2015), ya con reparto de estrellas y financiación norteamericana, y El sacrificio de un ciervo sagrado (2017), seguramente su mejor película hasta ahora.
Al éxito de los films de Lanthimos ha contribuido, y no poco, su coguionista en todos ellos, Efthymis Filippou, que además de firmar todos los libretos de Yorgos, también colaboró con Babis Makridis en su ópera prima, L (2012), repitiendo ahora esa cohabitación artística en esta Pity que, como casi todo el cine griego, al menos el poco que se conoce fuera de la antigua Hélade, tiene como característica principal su rareza argumental, sus historias generalmente con un puntazo de extravagancia, que dan lógicamente films estrafalarios.
Grecia, en nuestros días. La esposa de un abogado ha sufrido un grave accidente que la mantiene en coma desde hace algún tiempo. Su marido se siente profundamente infeliz por este hecho, siendo reconfortado de diversas formas por cuantos le conocen. Pero cuando la esposa vuelve a la vida, el abogado sentirá que le falta algo: estaba tan cómodo siendo objeto de la pena de los demás, que ahora sí que se siente profundamente desgraciado, y habrá de ponerle solución...
El problema es que, aunque Filippou, es evidente, es parte activa e importante en el éxito de Lanthimos, este tiene un talento del que, digámoslo ya, carece Makridis. Así las cosas, tenemos claro que las historias de Filippou son interesantes, pero es la forma de ponerlas en escena las que las hace mejores o peores: no descubrimos nada, por supuesto, el cine está lleno de guionistas muy creativos a los que malos directores les han hecho cisco sus historias al llevarlas al cine.
Makridis, efectivamente, no es Lanthimos, y eso se nota. Pity parte de un planteamiento que no por excepcional se puede decir que sea inexistente. De hecho, en psicología existe un nombre para esa “miedo a la felicidad” que es, en esencia, el que siente el protagonista: se llama querofobia y, aunque (afortunadamente...) no es muy corriente, está perfectamente definido. Parece claro que no está demasiado lejos del llamado síndrome de Munchaussen, aquel que mueve a determinadas personas a mantener enfermas a otros componentes de su familia para convertirse en sus cuidadores y generar en el resto de la sociedad un sentimiento de compasión y de adulación por su abnegada labor.
Pero el problema, como decimos, es que la anécdota es corta: una vez que ya sabemos que el prota es infeliz y que, paradójicamente, eso le hace tremendamente feliz, se ve venir de lejos qué va a hacer cuando le llega el momento de añorar esa infelicidad enfermiza. Entonces, sin intriga sobre lo que va a hacer (más o menos: la capacidad del ser humano para hacer barbaridades es casi infinita...), tampoco es que la forma en la que se nos cuenta el desenlace sea especialmente distinguida. Si Lanthimos (volvemos otra vez...) es un cineasta creativo y muy visual, Makridis es más bien tirando a mediocre, no ofrece nada especialmente interesante en su puesta en escena.
Así las cosas, queda una película con una idea curiosa, desarrollada de forma poco personal y con un tramo final en el que cualquier espectador medianamente avezado intuye qué va a acontecer. Todo el peso de la interpretación recae en un estupendo Yannis Drakopoulos, un actor con una carrera todavía no demasiado dilatada, pero que compone con rigor y convicción su odioso personaje, aunque en puridad sea, ciertamente, un enfermo mental.
97'