Allá por el Pleistoceno Superior (entiéndase, para la ocasión, los años setenta o primeros ochenta del pasado siglo, del pasado milenio), un crítico de los que entonces seguíamos con fruición (aunque quizá nosotros también fuéramos ya críticos, quién sabe...), tal vez Mirito Torreiro o Jordi Batllé Caminal, o alguno de los nunca suficientemente llorados José Luis Guarner y Ángel Fernández Santos (en los que el postureo de algunos de los popes actuales de la crítica hubiera sido inimaginable), tituló una de sus críticas, acaso la de En busca del Arca perdida (1981), con la lapidaria frase “El tren de juguete más caro del mundo”. Pues así cabría denominar también a este Ready Player One, la última de Spielberg, en su faceta de hacedor de films comerciales, entretenidos, que revientan taquillas, como contrafigura de ese otro cine que también gusta hacer, más serio, más humano, en el mejor (y peor...) de los sentidos de la palabra. Ya que el nuevo film spielbergiano no es sino un gigantesco y tumultuario homenaje a la cultura popular cinematográfica, permítasenos el tributo, también por nuestra parte, a aquel crítico.
Ready Player One es, efectivamente, una elefantiásica máquina de producir homenajes: los hay de todo tipo, con la única limitación de que sean del mundo del cine (alguno hay del literario, como la referencia a la tolstoiana Guerra y paz, pero también se hace en un contexto cinéfilo); hay tantos que necesitaríamos al menos un volumen de la Encyclopaedia Britannica para incluirlos todos: citaremos algunos de los más evidentes, desde el famoso coche DeLorean de Regreso al futuro (1985), hasta la secuencia en tributo a El resplandor (1980), de Kubrick, que por cierto es de lo más divertido de la película. Después hay de todo: ahí está El gigante de hierro (1999), King Kong en sus distintas versiones (1933-1976-2005), Parque Jurásico (1993)... y así, hasta la extenuación. En ese sentido es una auténtica antología del friquismo cinéfilo, un movimiento sin duda muy extendido, pero en el que no me siento concernido, al menos no más allá del cinéfilo al uso: Truffaut decía que prefería el cine a la vida, y no seré yo quien se lo refute, tal y como está la vida. Pero es que la vida es lo que tenemos, y el cine es una entelequia. En un momento de Ready Player One su personaje más relevante dice que “la realidad es lo único real”: pues eso...
Al margen de digresiones sobre friquismos, lo cierto es que Ready Player One cumple holgadamente su intencionalidad de entretener inteligentemente, lo cual es, tal y como está el patio, más que suficiente para que le demos una calificación laudatoria y le concedamos el título de “tren de juguete más caro del mundo” que nuestro añorado y olvidado crítico definió hace casi cuatro décadas.
Columbus, Ohio, año 2045. En ese futuro incierto, la gente, como dice el protagonista, ha dejado de luchar contra el mundo y se limita a sobrellevarlo. Nuestro personaje principal es Wade Watts, en una cuasi aliteración de iniciales que el progenitor quiso emparentar con los nombres terrenales de los superhéroes de plástico del siglo XX (ya saben, Peter Parker como heterónimo de Spider-Man, Bruce Banner como alter ego de Hulk, etcétera); pero en OASIS, que es el juego virtual inventado por el gurú Halliday (una especie de Steve Jobs sin la mala leche del visionario creador de Apple), Wade es Parzival (Perceval sería en la grafía española), a la manera del famoso caballero de la Mesa Redonda del Rey Arturo, en Camelot. En ese mundo en el que nadie está satisfecho con su vida real, hacinados entre basuras, todos viven (por llamarlo de alguna forma...) el mayor tiempo posible dentro de OASIS, que les permite ser lo que quieran ser. Pero cuando Halliday muere prematuramente (sí, como Jobs...), deja encriptado en su macrojuego tres llaves cuya obtención permitirá a su captor ser el nuevo dueño del juego virtual y de la inmensa fortuna correspondiente...
La nueva peli de Spielberg, queda dicho, es un fantástico entretenimiento plagado hasta la extenuación de referencias cinéfilas. Seguramente quien no domine esas claves (aunque es difícil: aparece hasta Fiebre del sábado noche, qué tíos...) no degustará adecuadamente el plato, que, digámoslo ya, no es de 3 estrellas Michelín sino más bien de hamburguesa exquisita (o sea, no de esa cadena que usted y yo estamos pensando...).
El resultado es resultón, si se me permite el cuasi calambur: con un ritmo trepidante, con un estrépito que no deja pensar demasiado, más allá de permitir que el espectador avisado vaya pillando pistas de los homenajes que toca en cada momento, Ready Player One es como una gigantesca partida de vídeojuego, donde la palabra espectacular se queda corta, en la que se nos antoja la primera vez que el lenguaje del mentado vídeojuego, que ya tenemos dicho está llamado a ser uno de los nuevos afluentes del lenguaje cinematográfico hodierno, se ha imbricado adecuadamente con los códigos fílmicos. Ciertamente resulta razonable que haya sido Spielberg el que lo haya conseguido, ya que desde el principio de su carrera estuvo a la cabeza de las vanguardias de las tendencias cinéfilas: recuérdense El diablo sobre ruedas, Tiburón, Encuentros en la Tercera Fase, En busca del Arca perdida o E.T., el extraterrestre, por solo citar las más evidentes.
Así las cosas, los intérpretes tienen poco margen para lucirse en las no demasiado numerosas escenas en las que aparecen con su rostro real; en las captadas sobre sus caras pero sometidas a las técnicas digitales de CGI, lógicamente, habrá que establecer las correspondientes cautelas: qué parte es arte del artista (jo, con los calambures...), y qué parte ha puesto la máquina. En cualquier caso, me alegro de la ascensión del jovencísimo Tye Sheridan al estrellato: venimos siguiendo a Tye desde que nos encandiló en la espléndida Mud (2012), aún un niño, donde daba toda una lección de interpretación, a tan corta edad; repitió con éxito en Joe (2013), y nos siguió gustando, aunque ya no le permitían tantos matices en un “blockbuster”, en su personaje de Cíclope de X-Men: Apocalipsis (2016). De Mark Rylance poco hay que decir: más que merecidamente oscarizado por su extraordinaria composición en uno de los últimos grandes Spielbergs, El puente de los espías (2015), su interpretación de esta especie de Steve Jobs bonancible (aunque también dejara fuera de la empresa, de un plumazo, a su correspondiente Steven Wozniak, aquí llamado Ogden Morrow) es notable. La británica Olivia Cooke, descubierta en la indie La señal (2014), aporta serenidad y un punto de calma en la adrenalina que es el combustible del film, aunque cuando se pone las pilas, se las pone...
En definitiva, una obra ciertamente llamativa, un fastuoso espectáculo visual (y de sonido: hermosa, vibrante música de Alan Silvestri), que afortunadamente no tiene como moraleja la inevitabilidad de que nos encerremos en mundos virtuales y nos olvidemos de este en el que, además de comer, dormir e ir al baño (se han dejado una cosa en el disco duro, pero claro, esta película está prevista para que la vean también los niños...), tenemos la única vida que vamos a tener (con permiso de los fans de la reencarnación, la filosófica, etérea metempsicosis...).
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