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Edgar Wright (Poole, 1974) es un director, productor, guionista y ocasional actor inglés con una ya prolongada carrera (cuando se escriben estas líneas hace casi 30 años que está en el mundo del cine profesional), aunque los largometrajes de ficción no son demasiados en su filmografía, solo 7, mientras que han menudeado las series televisivas, los documentales e incluso los videoclips. En el largo, formato en el que mayormente se ha podido seguir la obra de Wright en España, es temáticamente ecléctico y formalmente muy alambicado: la verdad es que no es un director que quiera pasar desapercibido, precisamente...

Tras hacer la ampulosa Baby Driver (2017), quizá su mayor éxito comercial, Wright se adentra en el género del terror con todas sus consecuencias, en esta historia que habla de los peligros de perseguir los sueños, cuando estos se terminan convirtiendo en pesadillas y entonces te persiguen a ti... La acción se desarrolla en nuestros días, en el Reino Unido, en una localidad rural donde vive Eloise (sí, como la canción que en España popularizó Tino Casal, aunque la chica quiere ser llamada Ely) y su abuela Peggy; la madre de la muchacha murió unos años atrás, quitándose la vida, como consecuencia de una serie de problemas psíquicos que arrastraba. Ely, sin pretenderlo, ve en ocasiones a su madre muerta. La chica es aceptada en una prestigiosa escuela de diseño de moda en Londres, en el Soho, a donde se muda. Allí es tratada de catetita y vejada por sus compañeras, que no se sabe si son más estúpidas que imbéciles, o viceversa, así que Ely se traslada a un estudio para vivir lejos de esas compañeras tan poco recomendables. Pero poco después de instalarse en el estudio, esa noche, ella, que siempre ha sentido el deseo de vivir en los años sesenta, al salir a la calle se da cuenta de que se está adentrando en el Soho de esa década, sesenta años atrás...

El problema de Última noche en el Soho nos parece que es un guion reiterativo y tramposo, que nos cuenta lo mismo demasiadas veces, la historia de esta chica desdoblada entre la muchacha de la década de los años veinte del presente siglo y otra que pareciera una “alter ego” de los años sesenta del siglo XX, que, como ella, también fue a Londres a comerse el mundo. Ese desdoblamiento, dado con frecuencia a través de espejos y de una forma exasperantemente repetitiva, termina cansando, avanzando apenas hasta el último tramo final en el que se resuelve ya a toda prisa el desenlace, con la correspondiente postrera sorpresa que parece que actualmente no puede faltar en cualquier film de terror que se precie. Todo esto con personajes, incluso el principal, escasamente delineados, más de cartón que de carne y sangre.

Todo ello con un estilo brillante, colorista, muy estiloso, sin duda, un estilo que quizá hubiera convenido a otro tema, si bien es cierto que parece que a Wright lo que le ha interesado realmente es recrear el fascinante ambiente pop de los “sixties” en Londres, cuando se estaba forjando la base de la cultura del mundo de entonces para acá, una vez dejados atrás los estereotipos de las generaciones anteriores.

Pero el conjunto no termina de funcionar, ni como “revival” del ambiente pop de los sesenta, ni como film de terror, demasiado reiterado con las mismas imágenes, con esos fantasmas de caras borrosas, a la manera de las pinturas de Bacon, que permanentemente se le aparecen a la protagonista, perdiendo con tanta reiteración el inicial impacto aterrorizante. Es cierto que hay algunos puntos curiosos, como el homenaje que se marca Wright a la memorable Repulsión, de Polanski, también con una rubia, también en Londres, también con multitud de manos que surgen de los sitios más insospechados para atrapar a la protagonista. Pero no es suficiente, nos tememos, o así nos lo parece.

Y es una pena, porque Wright es un tipo muy estiloso, sabe filmar con brillantez y es evidente que maneja a su antojo todos los recursos cinematográficos. Pero habrá de afinar mejor el tiro, entendemos, porque esta historia entre la mirada nostálgica y el redundante terror de guardarropía no nos parece que alcance un mínimo nivel de interés para el espectador.

Buen reparto, además con dos de las jovencísimas nuevas estrellas emergentes del universo anglosajón, la neozelandesa Thomasin McKenzie, a la que hemos admirado en The king, Jojo Rabbit y Tiempo, y la norteamericana Anya Taylor-Joy, los ojos más grandes del mundo, a la que descubrimos en La bruja y después nos encandiló con su talento en Morgan, Purasangre y la serie Gambito de dama. Para reforzar el tono “vintage” tan evidente en el film aparecen tres estrellas británicas octogenarias, la gran Diana Rigg, por cierto ya fallecida; Rita Tushingham, lánguida musa del Free Cinema; y Terence Stamp, inolvidable en El coleccionista, aquí en un papel con puntos de conexión con aquel mismo personaje, pero 60 años después...

(24-11-2021)


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116'

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Última noche en el Soho - by , Jul 09, 2022
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Reviviendo los "sixties": del sueño a la pesadilla