James D’Arcy (Londres, 1975) es un actor inglés que se formó como tal en la prestigiosa LAMDA (London Academy of Music & Dramatic Arts). Podríamos decir que no es un intérprete especialmente distinguido, a pesar de lo cual ha estado en buen número de títulos relevantes, como Master and Commander (2003), Dunquerke (2017) y Vengadores: Endgame (2019). Ahora se ha pasado a la dirección, debutando con esta dramedia, una historia de ruptura familiar que habrá de ser esforzadamente restañada en el paisaje idílico de la itálica región de la Toscana.
Jack Foster es un joven inglés que ha conseguido cierto prestigio dirigiendo la galería de arte propiedad de su mujer, quien sin embargo le ha pedido el divorcio y también le informa que va a vender la galería. El joven quiere comprársela, pero ante la falta de dinero, decide convencer a su padre, el famoso pintor Robert Foster, que vendan la villa que poseen ambos en la Toscana. La relación entre ambos no es buena desde que, años atrás, la mujer de Robert y madre de Jack murió en un accidente de coche en el que también iba el hijo, entonces de 5 años. Robert, roto de dolor, envía al niño a un internado para intentar alejarle cuanto antes del sufrimiento, sin percatarse de que eso le provocará un trauma por la soledad afectiva en la que fue abandonado. Ahora ambos tendrán que enfrentarse al arreglo de una villa muy deteriorada y, sobre todo, a buscar una reconciliación que se intuye muy complicada...
Diremos pronto que James D’Arcy quizá no era la mejor opción para dirigir este film. Es cierto que el guion es suyo, pero a la vista del resultado, nos parece evidente que el envite le ha venido grande. Porque Una villa en la Toscana tenía mimbres, tenía posibilidades, que sin embargo un cineasta novato y sin recursos no ha sabido explotar mínimamente. Porque además hay otra historia detrás de la que se nos cuenta, y es la de los personajes centrales, ellos mismos protagonistas en sus vidas reales de una tragedia no muy lejana de la que aquí se nos cuenta: porque, efectivamente, a sus 45 años, en 2009, la actriz Natascha Richardson (de noble estirpe bohemia: su madre, Vanessa Redgrave, grande entre las grandes; su padre, Tony Richardson, uno de los nombres fundamentales del Free Cinema: La soledad del corredor de fondo, Un sabor a miel, Tom Jones...), esposa de Liam Neeson y madre de Micheál Richardson (entonces todavía Neeson), murió en un (estúpido, como todos) accidente mientras esquiaba. Micheál tenía entonces solo 14 años, y unos años después cambió, con la aquiescencia de su progenitor, su apellido de nacimiento por el de su madre, para honrar su memoria.
Así que, aunque no en su totalidad, la película tiene un punto de paralelismo con la realidad que, nos tememos, D’Arcy no ha sabido aprovechar: para la ocasión hubiera dado igual que los protagonistas fueran padre e hijo en la realidad, como así es, o no, porque tampoco la relación entre ambos nos llega a emocionar, como hubiera sido el caso, dado que la tragedia representada es, en buena medida, su propia tragedia, aunque no incluya el tenso distanciamiento paterno-filial planteado en el film.
Con un lento ritmo narrativo y unos diálogos más bien sosos, la película carece prácticamente de una dirección de actores digna de tal nombre, dejando a su albur a los intérpretes, lo que supone que Neeson, en los últimos años dedicado al cine de mamporros, parezca no recordar la sensibilidad que demostró en films como La lista de Schindler, Rob Roy o Michael Collins; y Micheál, la verdad, no nos parece especialmente dotado para el arte de Thalia, a pesar de correr por sus venas, a paletadas, sangre de la más talentosa aristocracia artística.
Así las cosas, no queda mucho más. Y es una pena, porque el tema de la reconciliación familiar puede dar joyitas como una película andaluza sin duda desconocida por el gran público (tampoco por “el pequeño”, nos tememos...), Cuando todo esté en orden (2001), un doloroso drama firmado por César Martínez Herrada sobre este mismo asunto, en este caso la relación rota entre un padre y su hijo drogadicto, y cómo recomponerla desde el inicial recelo mutuo hasta el reconfortante momento en el que cada uno de ellos se abre absolutamente al otro. Pero para eso nos parece claro que era necesario otro cineasta a los mandos que no D’Arcy, todavía demasiado verde para este empeño.
Por supuesto, los paisajes de la Toscana son (literalmente) para enmarcarlos, pero no es suficiente, máxime cuando los personajes son estereotipos, más de cartón que de carne y sangre, y lo que debería ser una película en la que las emociones a flor de piel fueran su mejor baza, resulta ser, sin embargo, una obra ramplonamente sentimentaloide que no llega nunca a tocar el corazón del espectador.
Nota a pie de página: solemos quejarnos, no sin razón, de los títulos españoles frecuentemente arbitrarios, y en muchos casos manifiestamente inferiores a los originales. Pues como toda regla tiene su excepción, nos parece que en este caso el título en España, Una villa en la Toscana, le da sopas con honda al original inglés, Made in Italy, que parece sacado de la etiqueta de unos calzoncillos...
(12-08-2021)
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