Enrique Colmena

El estreno de El vicio del poder (2018), la cáustica biografía (con sus licencias poéticas, o artísticas, o políticas, por supuesto) del que fuera vicepresidente norteamericano Dick Cheney, en el doble mandato en el que George W. Bush ostentó (o eso creía él...) la máxima magistratura del país más poderoso del mundo, nos recuerda hasta qué punto el cine político es, en efecto, casi un género más en Estados Unidos, un cuasi género que ha gozado, goza y, a buen seguro, gozará de popularidad, prestigio y fama en los USA y, por ende, en el resto del orbe, porque ya sabemos que lo que importa a Norteamérica, importa a la Tierra, por muy diversas razones (no todas positivas, es cierto...).

Como siempre, intentaremos una amplia aproximación, sin ánimo de exhaustividad, sobre algunas decenas de películas que nos parecen representativas de ese cuasi género que es el político; veremos que sus temáticas han sido bastante variadas, agrupándolas por temas comunes; veremos también que, como decíamos, ya en la época clásica del cine USA se hacía buen cine político, en una tradición que, para nuestro disfrute, llega hasta nuestros días.

El funcionario eventual que, durante cuatro u ocho años, ocupa el Despacho Oval de la Casa Blanca es el que corta el bacalao en la política de su país y en gran medida en el mundo. Existe, es cierto, un delicado juego de equilibrios que permite que ese poder no sea el de un monarca absolutista, aunque sí el de un “rey republicano” de amplísimas facultades. La expresión “rey republicano”, aunque parezca un oxímoron, entendemos no lo es, si tenemos en cuenta los grandes poderes que ostenta el presidente de los Estados Unidos, el culto a la personalidad que se le dedica y últimamente incluso cierta “heredabilidad” del cargo: véase el caso de George W. Bush, que ostentó el mismo puesto que su papá, George Bush, ocho años después de que este dejara la Casa Blanca; también la dinastía por excelencia en los USA, los Kennedy, que tuvieron un presidente, JFK, y otro miembro, Robert, que estuvo a las puertas de serlo si no lo hubieran asesinado cuando se iba a proclamar vencedor de las primarias del Partido Demócrata; e incluso la reciente posibilidad, finalmente truncada en el último momento, de que Hillary Clinton, esposa del que fuera presidente Bill Clinton, hiciera historia al llegar por primera vez una mujer al Despacho Oval, dieciséis años después de que su marido dejara esa estancia (además de unas cortinas churretosas, es cierto...).

Como cabía esperar, Abraham Lincoln es, seguramente, el presidente más llevado a la pantalla: no en vano es una figura mítica en su país, quizá el epítome de hombre honrado, cabal, que además consiguió acabar con la execrable lacra de la esclavitud. Ya en fecha tan temprana como 1915 aparecía en pantalla en El nacimiento de una nación, la gran película de D.W. Griffith, aunque ciertamente su mensaje racista era abominable. Si en esa película el personaje del presidente abolicionista era uno más en una obra de gigantescas dimensiones, el propio Griffith centraría su film Abraham Lincoln (1930) en la figura de este estadista sin duda fundamental en la Historia de Estados Unidos, académica biografía en la que Walter Huston, el padre de John Huston, encarnaba al personaje.

John Ford (“soy John Ford, y hago westerns”, se presentaba a sí mismo el genio de ancestros irlandeses) pondría también su granito de arena en la filmografía del presidente asesinado en Washington con El joven Lincoln (1939), una libérrima historia ambientada en su juventud, en la que el guionista se tomó muchas licencias, y en la que el máximo mandatario fue interpretado por un (también bastante joven) Henry Fonda. Al año siguiente John Cromwell rodaría una nueva mirada sobre el presidente en Lincoln en Illinois (1940), basándose en la obra teatral homónima (bueno, el original se titulaba Abe Lincoln in Illinois) de Robert E. Sherwood, siendo Raymond Massey quien interpretaría al mítico personaje, en una historia que contaba su vida desde su juventud hasta que marcha a Washington a ejercer la presidencia del país.

Ya en el siglo XXI parece que la figura de Lincoln vuelve a ponerse de moda en el cine norteamericano. Robert Redford, como director, lleva a la gran pantalla La conspiración (2010), en la que, aunque se centra más en las pesquisas posteriores al magnicidio y, sobre todo, en la figura de Mary Surratt, única mujer arrestada (y posteriormente condenada y ajusticiada) en aquel crimen, el que fuera presidente aparece en las escenas del asesinato propiamente dicho, con los rasgos faciales de Gerald Bestrom, un no-actor cuyo mérito mayormente era su notable parecido con el legendario mandatario.

Pero quizá la película canónica en el cine moderno sobre el famoso presidente sea Lincoln (2012), la recargada biografía que Steven Spielberg dedicó a este padre de la patria, con Daniel Day-Lewis en el personaje central, que se centraba sobre todo en las muchas añagazas que Lincoln y su equipo tuvieron que hacer para conseguir que el Congreso aboliera la esclavitud; como era de prever, no nos ahorró la escena del magnicidio, uno de esos momentos trágicos que han marcado la Historia USA: los asesinatos de Lincoln y Kennedy, el ataque a Pearl Harbor, la dimisión de Nixon, la toma de la embajada de Estados Unidos en Teherán, el 11-S, entre otros.

Precisamente será John F. Kennedy otro de los presidentes más llevados a la gran (o pequeña) pantalla en Estados Unidos; en este sentido, dado que recientemente hemos dedicado en CRITICALIA una trilogía de artículos sobre el clan Kennedy, sugerimos al lector la lectura del segundo de esos textos, Los Kennedy en la pantalla: El poder y la gloria (II). JFK, en el que recopilábamos las películas y series más significativas que han tratado la figura del carismático presidente bostoniano.

Por razones muy diferentes a las de Lincoln o Kennedy, Richard M. Nixon ha sido otro de los presidentes que más han sido llevados a la pantalla. Teniendo en cuenta que el hecho más relevante de sus mandatos (uno y medio, dado que tuvo que dimitir en 1974, antes de que el “impeachment” lo desalojara deshonrosamente de la Casa Blanca) fue, precisamente, su dimisión, única que ha sucedido en Estados Unidos en sus casi dos siglos y medio de existencia como nación, lo cierto es que la mayor parte de la filmografía dedicada a él gira en torno a ese tema, aunque no siempre. Por ejemplo, la primera vez que el cine se acerca a su figura será cuando aún es presidente y el Watergate no era sino un hotel más en Washington. Su título será, sintomáticamente, Richard (1972), y es una sátira del inquilino de la Casa Blanca, aunque no aparece con tal nombre, pero cuyas características casan perfectamente con él. Sus directores, Harry Hurwitz y Lorees Yerby, confiaron el papel del presidente a un actor cuyo nombre artístico era Richard M. Dixon (sic), un hombre de extraordinario parecido físico con el mandatario, hasta tal punto que lo interpretó no solo en esta película, sino en otras (casi todas de corte paródico), como The faking of the president (1976), de Alan y Jeanne Abel, e incluso de ribetes porno, como The presidential peepers (1975), de Latour Lamour.

Ya en clave seria, las aproximaciones más interesantes a la figura del mandatario norteamericano son, a nuestro juicio, Nixon (1995), la visión que Oliver Stone hizo de su vida y obra, con Anthony Hopkins como el presidente, en una composición en la que, a pesar de que físicamente no se le parecía demasiado, resultaba creíble gracias al inmenso talento interpretativo del actor galés. Si este film llegaba hasta la dimisión del mandatario, El desafío: Frost contra Nixon (2008) presentaba al expresidente años después de aquel acontecimiento, cuando aceptó ser entrevistado por el periodista británico David Frost, especializado en programas de humor, pero que consiguió arrancar al político algunas claves fundamentales del escándalo Watergate; el film, el mejor sin duda de Ron Howard como director, era una filigrana que jugaba con elementos como la vanidad del expresidente y la habilidad del periodista para pastorearlo hacia donde él quería y Nixon se resistía, contar la verdad sobre el caso que le mandó al ostracismo. En una clave muy distinta, de corte cuasi satírico pero de notable intención y buenos resultados, Richard M. aparecerá también en Elvis & Nixon (2016), película en la que la cineasta Liza Johnson fantasea sobre lo que pudo ocurrir en el encuentro que el divo del rock y el presidente entonces en ejercicio mantuvieron en la Casa Blanca en 1970; sin datos históricos sobre lo que allí pasó, Johnson se inventa una historia seguramente falsa, pero muy divertida y sardónica, con Kevin Spacey (antes de que él también fuera enviado al ostracismo artístico por sórdidos asuntos de bragueta) como el mendaz mandatario y Michael Shannon (tan buen actor como escasamente parecido al cantante de Tupelo) como Presley.

De los presidentes menos populares, o que al menos han sido menos llevados a la gran pantalla, podríamos citar a Woodrow Wilson, que fue el vigésimo octavo presidente de Estados Unidos, y que tuvo su película en Wilson (1944), con dirección de Henry King. Andrew Johnson, el presidente que sucedió a Lincoln cuando este fue asesinado, fue llevado al cine en Tennessee Johnson (1942), bajo la dirección del germano-americano William Dieterle, y con Van Heflin como el hombre que sucedería traumáticamente en el cargo al presidente más carismático de los USA (con permiso de JFK, claro). Otro que también tuvo que asumir el puesto en una situación dramática, y por idéntico motivo, fue Lyndon B. Johnson, que también tiene su película, A la sombra de Kennedy (2016), con Woody Harrelson como el presidente que llegaría al cargo tras el magnicidio de Dallas, y Rob Reiner a los mandos como director. El más tonto de los presidentes norteamericanos (no, Trump no es tonto: otra cosa sí, pero tonto, no...), George W. Bush, ha aparecido en al menos dos pelis, una como personaje central, W. (2008), la personal visión que de este memo hizo Oliver Stone, con Josh Brolin (por cierto, otro hijo ilustre, en este caso de James Brolin) como el mandatario al que le cayó encima el marrón del 11-S; y también, por supuesto, El vicio del poder, que ha dado pie a este grupo de artículos, donde George Jr. está (magníficamente) interpretado por Sam Rockwell, y en la que Christian Bale hace una auténtica creación del vicepresidente Dick Cheney, el hombre que, en la sombra, partía el bacalao en la Casa Blanca en los ocho años del mandato del nominal presidente Bush II.

Algún presidente ha tenido su película en su fase de candidato, como es el caso de Bill Clinton, del que se hizo Primary colors (1998), film en clave de comedia con dirección de Mike Nichols y con John Travolta imbuido en el papel del que sería primer mandatario pero que entonces aún no lo era, con Emma Thompson como Hillary; es cierto que aparecían con apellidos distintos, en concreto eran los Stanton, pero realmente eran los Clinton y se contaban las primarias que llevarían a la pareja a la Casa Blanca; curiosamente, el famoso “affair” con Monica Lewinsky, que casi le cuesta la presidencia a Bill, no ha tenido un reflejo directo en ninguna película de corte comercial, a pesar del morbo del tema y de lo popular que fue en su momento este asunto. Otro candidato que no llegó a ser presidente, aunque tenía todas las papeletas, fue Gary Hart, quien en 1987 era el más firme valor demócrata para hacerse con el Despacho Oval, hasta que un lío de faldas (y, sobre todo, por haber sido pillado mintiendo sobre ello) le dejó sin opciones y tuvo que retirarse; la película se titula precisamente El candidato (2018), con dirección de Jason Reitman, y el papel principal lo interpreta un Hugh Jackman ya deseoso de dejar atrás la etapa Lobezno.

Como la imaginación es libre, el cine norteamericano ha fantaseado también sobre posibles presidentes imaginarios. Así, Joseph Sargent llevó a la gran pantalla en los años setenta The man (1972), en el que fabula sobre la llegada al poder del primer presidente de raza negra, personaje que interpreta el gran James Earl Jones; aunque su llegada a la primera magistratura fuera de carambola (un accidente que mata al presidente en ejercicio y a toda su plana mayor), no dejaba de ser curiosa la anticipación que Sargent planteaba en su película, cuando aún era inimaginable un presidente afroamericano en los USA que solo pocos años antes segregaba en los autobuses, en las cafeterías, en los servicios públicos, a las personas según su raza. Como imaginario es el presidente que presenta Poder absoluto (1998), el thriller político que dirige e interpreta Clint Eastwood, en el que el protagonista se las tendrá que ver con un mandatario máximo con los rasgos de Gene Hackman, en un personaje terriblemente inescrupuloso (eso siendo benévolos...). Pero quizá el presidente imaginario más imaginativo (valga la cuasi redundancia) sea el imbécil integral que componía Peter Sellers en Bienvenido Mr. Chance (1979), con dirección de Alan J. Pakula, película que fantasea, en clave de comedia cáustica, a ratos casi surrealista, sobre la posibilidad de que una serie de malos entendidos encumbre a un carajote a la estancia más poderosa del mundo, el Despacho Oval.

Ilustración: Sam Rockwell caracterizado como el presidente George W. Bush, en El vicio del poder (2018), de Adam McKay.

Próximo capítulo: El cine político, casi un género en la cinematografía USA (II). Senado, Cámara de Representantes