Enrique Colmena

Junto con la comedia y el thriller, el drama compone la trilogía de géneros predilectos (si nos atenemos al volumen de títulos) del cine vasco de la democracia, siempre, como estamos haciendo en los tres últimos capítulos, extramuros del llamado “conflicto vasco”, en el que también hay muestras de esos tres géneros, ya citados en las primeras entregas de este serial.

Cronológicamente hablando, a principios de los años ochenta nos encontramos con una de las peculiares películas del donostiarra Eloy de la Iglesia, El pico (1983), ciertamente entreverada de thriller, pero donde nos parece que los aspectos dramáticos pesan más, en una de esas historias de degradación, amor esquinado, sexo y muerte que tanto gustaban al cineasta vasco, en este caso la curiosa historia de los hijos de un guardia civil y un dirigente abertzale, ambos (los hijos) heroinómanos, y cómo esa circunstancia y el peligro para la vida de los dos acercará a sus tan distantes progenitores, en una película no precisamente distinguida pero sí evidentemente efectiva, hasta el punto de conocer una secuela, El pico 2 (1984), claramente inferior. De la Iglesia incidirá de nuevo en el drama en la nueva versión que realizó en los años ochenta sobre el clásico gótico de Henry James Otra vuelta de tuerca (1985), ambientada en un entorno vasco, al que la historia de fantasía, misterio y sobrio terror ciertamente convenía, en la que se puede considerar la mejor película del cineasta easonense.

Uno de los dramas clásicos del primer cine vasco será La muerte de Mikel (1984), en el que Imanol Uribe confrontaba el supuesto progresismo de los estamentos abertzales ante el hecho de que uno de los suyos, el Mikel del título (un excelente Imanol Arias, en uno de sus primeros papeles protagonistas), descubriera su homosexualidad y se pusiera el mundo por montera intentando ser sincero consigo mismo, en una película que gozó de justo predicamento popular y crítico.

En un registro muy distinto, el navarro Montxo Armendáriz sorprende con su ópera prima, Tasio (1984), un canto telúrico, una mirada lírica hacia el universo olvidado y en vías de extinción de los antiguos carboneros de la tierra navarra, en una película justamente apreciada. Abandonando el monte para recalar en la ciudad, Montxo volverá a interesar con 27 horas (1986), drama inserto en el grave problema de la drogadicción, en este caso en San Sebastián, en una sensible historia de amor y muerte. Con Secretos del corazón (1997), Armendáriz consigue uno de sus grandes éxitos, una hermosa, pequeña historia ambientada en su Navarra natal, una mirada inocente desde los ojos de un niño, un halo de misterio y secreto que habremos de descubrir junto con él. Buscando reeditar ese éxito artístico y comercial, Armendáriz explora el territorio de lo fantástico con Obaba (2005), sobre la novela homónima de Bernardo Atxaga, pero esa vez no dio en el clavo, en una película irregular con algunos destellos fugaces de su indudable talento.

El bilbaíno Antonio Gómez-Olea debutó en el cine (y casi se despidió; después solo hizo un corto, dos decenios más tarde) con la ambiciosa El anillo de niebla (1985), en el que buscaba experimentar con el lenguaje cinematográfico a la par que pretendía ensayar una intrincada metáfora sobre las dos posiciones ideológicas fundamentales en el País Vasco, la del PNV y la de los abertzales de izquierda. Lo cierto es que pasó desapercibida, a pesar de lo arriesgado de su propuesta.

Pedro Olea, uno de los históricos del cine euskaldún, rueda Bandera negra (1986), drama entreverado de aventura y thriller, la historia de un pescador vasco (Alfredo Landa) envuelto en una peligrosa peripecia en la convulsa Guinea Ecuatorial, en un drama localizado mayoritariamente fuera de Euskadi y de España, pero que no llegó a interesar, a pesar del protagonismo del entonces ya justamente encumbrado Landa. La pesca es también el contexto de Por la borda (Kareletik, 1987), ópera prima del también escritor Anjel Lertxundi, que contaba una historia ambientada en el mundo de los arrantzales, los pescadores vascos, con los agravios desatados por ese sentimiento, los celos, que puede dar lugar a todo, y su pizca de suspense en una trama que se entrevera también de thriller.

El vitoriano Juanma Bajo Ulloa, uno de los (efímeros) “enfants terrible” del cine vasco y español, llamó poderosamente la atención con su ópera prima, Alas de mariposa (1991), un hosco drama con niños de por medio y una terrible tragedia que ensombrecerá a la familia protagonista de por vida. Bajo Ulloa reincidirá en la temática torva con La madre muerta (1993), sin duda buscando su propia voz, aunque nos tememos que ese sendero no llevaba a ninguna parte, como así lo confirmaría al pasarse a la comedia con la comercialmente exitosa Airbag, ya comentada en capítulos anteriores. En el siglo XXI Juanma Bajo Ulloa volverá a sus peculiares, extravagantes dramas con otros dos títulos, Frágil (2004), inundado de telurismo, y Baby (2020), donde vuelve al universo de la infancia infeliz, finalmente quizá su tema por excelencia.

En esa década de los noventa estalla también otro cineasta de proyección nacional española, el donostiarra Julio Medem, que ya había llamado la atención con su Vacas (1992), que trataremos en el apartado relativo al cine histórico. Su siguiente film, La ardilla roja (1992), será un peculiar drama romántico sobre el amor, la memoria, el azar, entre otros temas, que lo reveló como un cineasta singular con cosas que decir. Dedicado posteriormente en general al cine de ámbito nacional (aunque también ha hecho cosas sobre Euskadi, relacionadas con el llamado “conflicto vasco”, como hemos visto en capítulos precedentes), recientemente ha vuelto a rodar un drama de localización y ambiente euskaldún, con el título El árbol de la sangre (2018), la ambiciosa historia de una saga familiar.

Daniel Calparsoro, al que ya hemos comentado en el capítulo dedicado al thriller, su género preferido, es también el director de Pasajes (1996), que nos parece más incardinado en el terreno del drama, la historia de una marginal cuya fascinación por otra mujer, entre lo sexual y lo maternofilial,  pudiera, quizá, salvarla del marasmo. También en el drama entreverado de thriller encontramos Suerte (1997), del eibarrés Ernesto Tellería, un film sobre la falta de expectativas laborales y vitales y cómo resolverlo de la peor forma posible.

Drama social entreverado de thriller es por lo que apuesta Frío sol de invierno (2004), debut en la dirección del donostiarra Pablo Malo, una película intensamente social que se centra en ambientes de profunda marginación. Como intensa, aunque en una clave muy distinta, será la producción vasca La buena voz (2006), dirigida por el cineasta andaluz Antonio Cuadri, un honesto y sensible film sobre la paternidad, la madurez, la comprensión, una historia melancólica pero cargada de esperanza, probablemente la mejor película de su director, con un estupendo José Luis Gómez.

Otro tipo de drama, el de la inmigración desde África, será el tema de Querida Bamako (2007), rodado al alimón por el guechotarra Txarly Llorente, ayudante de dirección de buena parte de los cineastas vascos de primera línea (Medem, Bajo Ulloa, Calparsoro, Berger) y Omer Oke, director vasco nacido en Benin. Yendo a la raíz del problema, en donde se producen las dificultades económicas que impulsan a tantos jóvenes a buscar mejores horizontes para sus familias, la película intenta acercarse al proceso que siguen esos jóvenes hasta decidir dar ese paso crucial en sus vidas, que les puede costar, literalmente, la muerte.

La muerte, precisamente, o su inminencia en un futuro más o menos próximo, será en buena medida el tema de Un poco de chocolate (2008), del ondarrés, prematuramente fallecido, Aitzol Aramaio, un film en clave naturalista que se benefició de un reparto ciertamente espléndido: Héctor Alterio, Julieta Serrano, Daniel Brühl, Barbara Goenaga, Ramón Barea... aunque es cierto que las buenas intenciones no dieron como resultado una obra convincente.

La homosexualidad descubierta en la madurez, y los problemas que ello pueden acarrear, será el tema de Ander (2009), del gallego Roberto Gastón, un drama ambientado en el Euskadi profundo, complicándose además la cuestión al ser el sujeto amado un inmigrante hispanoamericano, en una película hecha con sensibilidad y sutileza. También el amor homófilo será el tema de En 80 días (80 egunean, 2010), pero ahora de corte sáfico, el primer largo de ficción que codirigieron Jon Garaño y Jose Mari Goneaga, en una muy interesante aproximación al tema del amor lésbico en edades ya avanzadas. Ambos directores reincidirán trabajando juntos en la también muy interesante Flores (Loreak, 2014), intrincada historia de amores cruzados, de flores anónimamente enviadas, de olvidos y recuerdos. De nuevo juntos Garaño y Goenaga, más el añadido de su también colega Aitor Arregi, rodarán posteriormente La trinchera infinita (2019), con toda probabilidad la obra maestra de los tres cineastas (con permiso de Handia, de la que hablaremos en el próximo capítulo dedicado a la Historia y los mitos y leyendas), una película ambientada fuera del contexto de Euskadi, en un pueblo de la sierra de Huelva, una historia universal sobre el personaje del topo, el hombre (porque generalmente fueron hombres) escondido en un zulo tras la Guerra Civil para huir de las matanzas indiscriminadas de los vencedores en la incivil contienda, una película rodada en coproducción con Andalucía, que ganó merecidamente todo tipo de premios.

La apuesta por un drama más abstracto, pero incardinado esta vez en la idiosincrasia vasca, será la razón de ser de La piedra (Arriya, 2011), de Alberto Gorritiberea, entre el pasado y el presente, con el telurismo al fondo. El tema de la discapacidad, de la dependencia, estará presente en Dos hermanos (Bi anai, 2011), dirigido por Imanol Rayo, sobre la novela corta de Bernardo Atxaga. En cuanto a La buena hija (Alaba zintzoa, 2013), con dirección de Alvar Gordejuela y Javier Rebollo (el bilbaíno, no su homólogo madrileño), tendrá como protagonista a una humilde mujer de la limpieza, literalmente al borde de un ataque de nervios, y una situación que recuerda a la  trama de la oscarizada peli surcoreana Parásitos (solo que la vasca se hizo 7 años antes...).

El drama intergeneracional aparece en Las manos de mi madre (Amaren eskuak, 2013), sensible aproximación de la cineasta Mireia Gabilondo al tema de la relación entre madre e hija cuando la primera empieza a padecer de amnesia, y cómo esa situación hará aflorar secretos hasta entonces guardados. Otro tipo de drama, el que surge del descubrimiento de sentimientos desconocidos, estará en A escondidas (2015), film de Mikel Rueda sobre la relación más allá de la amistad entre dos adolescentes, un chico vasco y otro marroquí, complicándose entonces la historia con el problema de la inmigración ilegal del muchacho musulmán. El mismo Rueda filma posteriormente en Bilbao El doble más quince (2019), de nuevo con una inusual pareja romántica, un chico de 15 años y una mujer de 45 (estupenda Maribel Verdú, en un personaje que recuerda a su icónico rol de Y tu mamá también), una historia de amor pero sobre todo de comprensión, de consuelo mutuo en sus respectivas, y tan distintas, crisis existenciales.

La cineasta de Amorebieta Lara Izagirre firma un drama entre lo romántico y lo social, Un otoño sin Berlín (2015), con una estupenda Irene Escolar (ya saben, de la estirpe de los Gutiérrez-Caba), en un debut que hizo presagiar grandes cosas, lo que se confirmaría con su siguiente film, el también drama Nora (2020), muy apegado a la tierra y a la familia, muy telúrico, muy entrañable. No demasiado lejana está Amama (2016), dirigida por Asier Altuna, un drama intergeneracional con la vejez al fondo (o en primer plano, según se vea...).

El drama irisado de thriller será el género de Cuando dejes de quererme (2018), coproducción hispano-argentina con ciudadana del país del Río de la Plata que vuelve a España, a Esukadi, cuando el cadáver de su padre, que la abandonó a ella y a su madre 30 años atrás, aparece en un bosque vasco, en un film con intérpretes argentinos al frente del reparto, Florencia Torrente y el veterano Eduardo Blanco, más españoles en papeles secundarios, como Miki Esparbé y Antonio Dechent.

Finalmente, Ane (2020), la película del bilbaíno David Pérez Sañudo, es la última muestra de la buena salud del drama euskaldún, una historia de fractura intergeneracional entre una madre y su hija, en un ambiente obrero, cuando esta última empieza a perderse en los meandros de la lucha callejera, tal vez alentada por el inherente sentido de rebeldía de la adolescencia, en una película que confirmará el talento de la actriz navarra Patricia López Arnaíz, en un trabajo lleno de matices.

Cerramos este capítulo concluyendo que el cine de géneros vasco, en especial en los tres grandes géneros, comedia, thriller y drama, goza de excelente salud: sus temas son variados, sus enfoques muy diversos; mejores o peores, lo cierto es que en su conjunto conforman ya un numeroso corpus fílmico alejado del llamado “conflicto vasco”, ratificando con ello que, al margen de ese asunto, hay un poderoso cine euskaldún que fluye con fuerza.

Ilustración: Una imagen de Secretos del corazón (1997), de Montxo Armendáriz.

Próximo capítulo: El cine vasco de la democracia (VIII). Historia, mitos y leyendas