Aunque Michel Ocelot (al que dedicábamos el anterior número de este serial, que puede leer pinchando aquí) es la figura preeminente del “cartoon” tradicional en Francia en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del XXI, lo cierto es que hay otros cineastas franceses o que, sin serlo, trabajan en el país que galo, que también tienen interés, y cuyas obras han ido llegando al resto de Occidente a lo largo de lo que va de centuria vigésimo primera.
Así, la escritora iraní Marjani Satrapi, exiliada de su país y afincada en Francia, autora de reconocido prestigio, llevó a la pantalla uno de sus cómics, Persépolis (2007), un viaje sentimental y de corte autobiográfico, sobre la vida de una niña nacida en la oposición al régimen del Shah de Persia, cuya familia creyó que con su caída y la llegada al poder de los ayatolás arribaría la libertad al país, pero que se encontraron pronto con que la rigidez, la intolerancia, el puritanismo más absurdo, coartaban la existencia de los ciudadanos, en especial de las mujeres. Esa niña convertida en adolescente descubrirá placeres prohibidos como el “heavy metal” o Michael Jackson, por los que sin duda ardería en el gazmoño infierno yihadista, lo que la llevará, de acuerdo con su familia, a emigrar a Europa, donde sus “pecados” no solo no son perseguidos sino que incluso son alentados; aunque, como se suele decir, en ningún lugar atan los perros con longaniza... Con codirección de Vincent Paronnaud, que ponía el “know how” de la animación, y con un contrastado dibujo en blanco y negro que huía del antropomorfismo para acercarse a un tipo de trazo casi naif, Persépolis sería todo un acontecimiento en Francia y fuera del país, obteniendo premios en Cannes y en los César del cine francés (su equivalente a nuestros Goya), siendo nominada además a los Oscar, los BAFTA y los Annie (los Oscar del cine de animación), entre otros muchos reconocimientos, en una película que, en línea con la tesis de esta serie de artículos, esta pentalogía que estamos publicando, estaba dirigido mucho más a los adultos que a los niños, aunque estos pudieran verlo también con total naturalidad.
Dos cineastas francesas (estas sí originarias del país de Astérix), Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec, serán las responsables de otro acercamiento al tema religioso islámico fundamentalista en su película Las golondrinas de Kabul (2019), que se ambienta en el ominoso Afganistán de 1998, cuando los estrictos talibanes han tomado el poder tras expulsar (con la ayuda de Estados Unidos: que Dios les conserve la vista...) a los rusos, y han impuesta la sharia o ley islámica. En ese contexto, conoceremos la vida de una pareja joven que sueña con escapar del país, una pareja liberal, intelectual, en la que, sin embargo, una reacción airada de ella, harta de las humillaciones a las que la somete cualquier idiota con turbante, provocará una concatenación de hechos que arruinarán sus sueños. Con una técnica de dibujo que parte de la acuarela, la misma le confiere una rara fisicidad al film, con una paleta de tonos terrosos y ocres, los propios del país, pero también el azul ominoso de los burkas y el blanco y negro de las adustas vestimentas masculinas. Las realizadoras, Breitman y Gobbé-Mévellec, se repartieron los papeles de dirección dramática y realización de animación, respectivamente, consiguiendo una dolorosa aproximación a un fenómeno, el de la postergación, la preterización, la humillación de la mujer en el universo del islamismo radical, que las cineastas denunciarán con las mejores las armas: el talento, el arte, la crítica social.
En un registro diametralmente opuesto encontramos a un cineasta italiano, Lorenzo Mattotti, pero afincado en París desde hace más de 20 años. Mattotti es un dibujante de cómics que se ha pasado también a la realización de dibujos animados, paso que suele ser bastante frecuente en el gremio. El cineasta originario de Brescia tiene dos títulos en su haber como director de films de animación tradicional. El primero es Peur(s) du noir (2008), film colectivo en el que seis afamados dibujantes, entre ellos Mattotti, reflexionaban en un largometraje sobre los miedos atávicos que aterran a cada uno de ellos, en una especie de artística catarsis, filmada enteramente en tonos blancos y negros, salvo un momento en uno de los cuentos en el que se usa el rojo. El miedo de Mattotti estaba referido al terror a los animales feroces, en concreto a un mastín, en el segmento La bête.
Pero será en su segunda experiencia en la dirección en la que Mattotti podrá dar lo mejor de sí: La famosa invasión de los osos en Sicilia (2019), sobre una historia original de Dino Buzzati, pone en imágenes una fantástica (en sus dos acepciones...) historia con unos osos antropomorfos y parlanchines, en la mejor tradición de los fabulistas como Esopo, Lafontaine o Samaniego, que narrará la lucha de su comunidad para rescatar al hijo del líder de las garras de un malvado rey, y las aventuras que habrán de correr en la isla del título, que ciertamente tiene poco que ver (ni falta que hace, por supuesto...) con la Sicilia real, en un fresco repleto de temas, a cuál más interesante, en un relato amenísimo que reconcilia con el género humano.
Otro cineasta que tampoco es francés pero que rueda normalmente en suelo galo, es el holandés Michael Dudok de Wit, autor de varios cortometrajes de corte existencialista, como Le moine et le poisson (1994), el prodigioso Father and daughter (2000), que ganó el Oscar, o el minimalista The aroma of tea (2006), pero sobre todo de esa maravilla que es La tortuga roja (2016), auspiciada (los talentos se ayudan entre sí...) por la gente de Studio Ghibli, lo que permitió que las productoras francesas Wild Bunch y Why not productions, junto a una miríada de otras productoras europeas (y también la japonesa Ghibli), pusieran en pie esa película absolutamente admirable, una metáfora de la existencia, un paradigma de lo sublime, el dolor de la vida y de la muerte, en un “cartoon” que, ciertamente, pueden ver los más jóvenes, pero que solo apreciarán en su justa dimensión los adultos.
Jérémy Clapin es otro de los talentosos cineastas franceses que se dedican mayormente a la animación tradicional. Su filmografía no se puede decir que sea extensa; se compone de cuatro cortos (con títulos tan sugestivos como Une histoire vertebrale y Palmipedarium) y, sobre todo, el único largometraje que, en el momento de escribir estas líneas, tiene rodado: ¿Dónde está mi cuerpo? (2019) es una curiosísima aproximación a la historia de un Don Nadie, un chico franco-magrebí azotado por la tragedia en su niñez, y en cuya edad adulta se enamorará de la voz escuchada por un portero automático, lo que a su vez (ese efecto dominó...) le llevará a un grave accidente, y cómo entonces una mano seccionada buscará incansable a su dueño, quizá para poder plasmar ese sueño, el Polo Norte en París, quizá no tan difícil... Con un tono desalentado pero finalmente levemente esperanzado, Clapin nos presenta una película singularísima, por su historia, por su forma de ponerla en imágenes, por su tono dolorosamente existencialista.
Ilustracion: Una imagen de La tortuga roja (2016), film dirigido por Michael Dudok de Wit.
Próxima entrega: Europa como polo del “cartoon” tradicional en el siglo XXI: menos infantil, más adulto (y V). Otros países